Ingmar Bergman asomado al espejo roto

Por alguna razón en la que no había pensado antes, siempre he evitado volver a ver mis películas. Las veces en que me he

Por alguna razón en la que no había pensado antes, siempre he evitado volver a ver mis películas. Las veces en que me he visto obligado a hacerlo o he tenido simple curiosidad, sin excepciones y cualquiera que fuese la película, me he sentido sobreexcitado, con ganas de mear, con ganas de cagar, inquieto, a punto de llorar, enfadado, asustado, desgraciado, nostálgico, sentimental, etcétera. A causa de este tumulto inoportuno he evitado mis películas. He pensado en ellas con benevolencia, también de las malas: hice lo que pude y en esa ocasión fue verdaderamente interesante. ¡Escucha y verás lo interesante que fue precisamente en esa ocasión! Y, así, he viajado un rato por la calle de bastidores vagamente alumbrada que es la memoria.

Ahora iba a ser necesario volver a ver las películas y pensé que ahora es hace mucho tiempo. Ahora ya puedo aceptar el desafío emocional. Algunas obras podía eliminarlas inmediatamente. Ésas las vería Lasse Bergström solo. Es crítico de cine y está curtido, sin llegar a estar encallecido.

Ver cuarenta años de producción durante un año se fue haciendo inesperadamente fatigoso, a veces insoportable. Me di cuenta, firme y brutalmente, de que había concebido la mayoría de las películas en las entrañas del alma, corazón, cerebro, nervios, órganos genitales y sobre todo en las tripas. Un deseo que no tiene nombre alguno las sacó a la luz. Un placer que se puede llamar «la alegría del artesano» las ha materializado en el mundo de los sentidos.

Ahora iba a rendir cuentas de las fuentes y a mostrar las borrosas radiografías de mi alma. Iba a hacerlo por medio de notas, cuadernos de trabajo, recuerdos recuperados, diarios personales y sobre todo con la sensata visión general y la relación objetiva de vivencias medio olvidadas y dolorosas que tiene el setentón.

Tenía que volver a las películas y entrar en sus parajes. Fue un jodido paseo.

Fresas silvestres es un buen ejemplo. Con Fresas silvestres como punto de partida, puedo ejemplificar la perfidia de mi manera de ver de hoy. Lasse Bergström y yo vimos la película una tarde de verano en el cine de mi casa en Farö. Era una hermosa copia y me quedé impresionado del rostro de Victor Sjöström, sus ojos, la boca, la delicada nuca con el fino pelo, la voz vacilante, indagadora. Sí, fue emocionante. Al día siguiente hablamos de la película varias horas, hablé de Victor Sjöström, de nuestras dificultades y fallos, pero también de nuestros momentos de entendimiento y triunfo.

Tengo que advertir que el cuaderno con mis notas de trabajo del guión de Fresas silvestres se ha extraviado. (Nunca he guardado nada, es una especie de superstición. Otros han guardado, yo no.)

Cuando más tarde leímos la transcripción de nuestra conversación grabada, nos dimos cuenta de que no había dicho una palabra sensata sobre el origen de la película. Al intentar recordar el desarrollo del trabajo, éste había desaparecido por completo. Sólo recordaba vagamente que había escrito el guión en el hospital Carolino, donde me habían ingresado para un reconocimiento general y recuperación. Mi amigo Sture Helander era el médico jefe y tuve la posibilidad de asistir a sus conferencias, que trataban de algo tan nuevo y raro como molestias psicosomáticas. La habitación del hospital era pequeña y apenas cabía una mesa de escribir. La ventana daba al norte. Tenía una vista inabarcable.

El año había sido bastante estresante: el verano de 1956 hice El séptimo sello. Luego siguieron puestas en escena en el Teatro Municipal de Malmö: La gata sobre el tejado de zinc caliente, Erick xiv y Peer Gynt, que se estrenó el 8 de marzo de 1957.

Después estuve ingresado en el hospital Carolino casi dos meses. La filmación de Fresas silvestres empezó a principios de julio y terminó el 27 de agosto. Volví inmediatamente a Malmö para poner en escena El misántropo.

El invierno del ’56 sólo lo recuerdo oscuramente. Si me adentro unos pasos en la oscuridad, me duele. Unas páginas de un fragmento de carta surgen de un montón de cartas completamente diferentes. Está escrita en Año Nuevo y evidentemente dirigidas a mi amigo Helander: «…empezamos a ensayar Peer Gynt después de Reyes, si no me sintiese tan mal sería divertido. Toda la compañía está en escena y Max estará magnífico, eso ya se puede constatar. Las mañanas son lo más difícil, nunca me despierto más tarde de las cuatro y media -las tripas se me vuelven de revés. Al mismo tiempo la angustia hace estragos con su soplete. No sé qué clase de angustia es, es indescriptible. Los domingos y los martes (cuando no ensayamos) me siento mejor…»

Etcétera. La carta nunca se envió. Debió parecerme, tal vez, que me quejaba y que las quejas eran inútiles. No tengo mucha paciencia para con mis quejas ni para con las de otros. La abrumadora ventaja y desventaja de ser director es que uno, verdaderamente, no tiene a quién echarle la culpa. Casi todo el mundo tiene algo o alguien a quién echarle la culpa. Los directores, no. Poseen la increíble posibilidad de dar forma a sus realidades o destinos o vidas o como se llamen. Frecuentemente he encontrado consuelo en esta idea, un consuelo áspero y algún enfado.

Tras una reflexión más profunda y adentrarme en el oscuro espacio de Fresas silvestres encuentro, dentro de la solidaridad laboral y el esfuerzo colectivo, un caos negativo de relaciones humanas. La separación de mi tercera esposa aún me dolía violentamente. Fue una experiencia extraña, amar a una persona con la que uno no podía vivir. La placentera y creativa convivencia con Bibi Andersson había empezado a romperse, no recuerdo la razón. Sostenía una amarga lucha con mis padres. Ni quería ni podía hablar con mi padre. Mi madre y yo buscábamos una y otra vez una reconciliación temporal, pero había demasiados cadáveres en los armarios, demasiados malentendidos infectados. Nos esforzábamos, ya que verdaderamente queríamos hacer las paces, pero fracasábamos continuamente.

Imagino que uno de los impulsos más fuertes que yacen bajo la realización de Fresas silvestres estaba justamente ahí. Me retrataba a mí mismo en la figura de mi padre y buscaba explicaciones a las amargas peleas con mi madre. Creía comprender que era un niño no querido, desarrollado en una matriz fría y nacido durante una crisis -física y psíquica. Más tarde el diario de mi madre ha confirmado mi idea: mi madre se sentía violentamente ambivalente ante su miserable hijo moribundo.

En algún encuentro con medios de comunicación he explicado que no llegué a comprender el significado del nombre del protagonista, Isak Borg, hasta más tarde. Como la mayoría de las afirmaciones a medios de comunicación, es una especie de mentira que encaja bien en la serie de fintas más o menos hábiles que constituyen una entrevista. Isak Borg = I.B. = Is («hielo») y Borg («castillo»). Era sencillo y facilón. Modelé una figura que exteriormente se parecía a mi padre pero que era enteramente yo. Yo, a los treinta y siete años, aislado de relaciones humanas, relaciones que yo había cortado, autoafirmativo, introvertido, no sólo bastante fracasado sino fracasado de verdad. Aunque exitoso. Y capaz. Y ordenado. Y disciplinado.

Buscaba a mi padre y a mi madre, pero no podía encontrarlos. Por consiguiente, la escena final de Fresas silvestres lleva una fuerte carga de añoranza y anhelo: Sara coge a Isak Borg de la mano y lo lleva a un claro del bosque iluminado por el sol. Desde allí puede ver a sus padres, que están en la otra orilla del estrecho. Le hacen señas con la mano.

A través de la historia fluye un solo tema, mil veces variado: carencias, pobreza, vacío, la falta de perdón. No sé ahora, y no sabía entonces, cómo suplicaba a mis padres a través de Fresas silvestres: «mírenme, entiéndanme y -si es posible- perdónenme».

En Bergman sobre Bergman cuento con bastante detalle un viaje matinal en coche a Uppsala. Cómo tuve el impulso de visitar la casa de mi abuela en Trádgardsgatan. Cómo estuve en la puerta de la cocina y en un momento mágico experimenté la posibilidad de hundirme en mi infancia. Esto es una mentirilla bastante inocente. La circunstancia real es que vivo continuamente en mi infancia, deambulo por los oscuros cuartos, paseo por las silenciosas calles de Upssala, estoy delante de la casa de verano escuchando el inmenso abedul. En realidad vivo continuamente en mi sueño y hago visitas a la realidad.

En Fresas silvestres me muevo sin esfuerzo y con bastante naturalidad entre diferentes planos -tiempo, espacio, sueño-realidad. No puedo recordar si el movimiento en sí me creó algún problema técnico. Un movimiento que más tarde -en Cara a cara… al desnudo- iba a plantearme problemas insuperables. La mayoría de los sueños eran auténticos: el coche fúnebre que vuelve con el ataúd abierto, un examen catastrófico, la esposa que fornica en público (ya está en Noche de circo).

Por lo tanto, el impulso que mueve a Fresas silvestres es un intento desesperado de justificación dirigido a unos padres indiferentes y míticamente exagerados, un intento condenado al fracaso. Mis padres se convirtieron en personas de proporciones normales muchos años después, mi odio infantilmente amargado se diluyó y desapareció. El afecto y la comprensión mutua nos unieron.

Me había olvidado, pues, de las razones de Fresas silvestres. Cuando fui a hablar resultó que no tenía nada que decir. Era enigmático y poco a poco fue haciéndose interesante -por lo menos para mí.

Hoy en día estoy convencido de que el rechazo, el olvido, tienen que ver con Victor Sjöström. Cuando hicimos la película la diferencia de edad era grande. Hoy yo tengo, prácticamente, la que él tenía entonces.

Desde el principio la presencia del artista Sjöström empequeñeció todo lo demás. Él había hecho la película más importante de la historia. La vi por primera vez cuando tenía quince años. Ahora la veo por lo menos una vez cada verano, solo o con personas más jóvenes. Veo claramente cómo El carro de la muerte, hasta en detalles particulares, ha influido en mi vida profesional. Pero eso es harina de otro costal.

Victor Sjöström era un narrador magnífico, divertido y seductor -sobre todo si había una dama joven y guapa presente. Estábamos sentados al pie de la fuente de la historia del cine, tanto del sueco como del norteamericano. Es una pena que no se usasen magnetófonos por aquel entonces.

Todas estas exterioridades son de fácil acceso. Lo que no había comprendido hasta ahora es que Victor Sjöström me había arrebatado mi texto y lo había convertido en algo de su propiedad, había aportado sus experiencias: su propio sufrimiento, misantropía, marginación, brutalidad, tristeza, miedo, aspereza, aburrimiento. Había ocupado mi alma en la forma de mi padre e hizo de todo su propiedad -¡no me quedó ni una miga! Lo hizo con la autoridad y la pasión de la gran personalidad. Yo no tenía nada que añadir, ni un comentario racional o irracional. ¡Fresas silvestres ya no era mi película, era la película de Victor Sjöström!

Probablemente sea significativo el hecho de que cuando escribí el guión no pensé que la interpretase Sjöström en ningún momento. Fue idea del director de Svensk Filmindustri, Carl Anders Dymling. Creo que dudé bastante.

Antes siempre había sido muy rápido para menospreciar La hora del lobo, probablemente porque toca unos aspectos tan reprimidos de mí mismo. Persona tiene una luz intensa, una claridad incesante. La hora del lobo se desarrolla en un mundo de fronteras imprecisas. Además utiliza elementos nuevos para mí -la ironía romántica, el cine de fantasmas-, con los que juega. Todavía me parece divertido cuando el barón sube al techo con toda facilidad y dice: «No se preocupen por esto, es sólo porque estoy celoso.» También me hace cierta gracia cuando la vieja se quita la cara y dice: «Así oigo mejor la música.» Después coloca el ojo en la copa de jerez.

Durante la cena en el palacio los demonios tienen un aspecto normal, aunque un poco singular. Pasean por el parque, conversan, hacen teatro de marionetas. Todo es bastante pacífico.

Pero viven la vida de los condenados, martirizados por un dolor insoportable, eternamente enredados unos con otros. Se atacan y se comen las almas mutuamente. Durante un corto instante se alivian sus sufrimientos. Es cuando suena La flauta mágica en el pequeño teatro de marionetas. La música les da unos instantes de paz y consuelo.

La cámara pasa por los rostros de todos. El ritmo del texto es un código: Pa-mi-na significa amor. ¿Todavía está vivo el amor? Pamina lebet noch, sí, el amor todavía está vivo. La cámara enfoca a Liv: es una doble declaración de amor. Liv estaba embarazada de Linn. Linn nació el mismo día en que filmábamos la entrada de Tamino en el patio de palacio.

Johan aparece transformado en un extraño ser andrógino y Verónica yace desnuda y supuestamente muerta en una mesa de autopsia. Él la toca en un movimiento infinitamente largo. Ella se despierta y se ríe y empieza a besarlo a mordiscos. A los demonios, que han esperado este instante, les encanta la escena. Se les vislumbra al fondo, están sentados o tumbados en montones, algunos han saltado a la ventana y al techo. Entonces dice Johan: «Se los agradezco, el espejo está roto, pero ¿qué reflejan los trozos?»

No pude dar respuesta. Peter pronuncia exactamente las mismas palabras en De la vida de las marionetas. Cuando en su sueño ha descubierto que su esposa yace asesinada dice: «El espejo está destrozado, pero ¿qué reflejan los trozos?»

Todavía no tengo una buena respuesta.

 

Traducido del sueco por Juan Uriz Torres y Francisco J. Uriz,

Tomado de La Jornada

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