José Alfredo Jiménez:»Les diré que llegué de un mundo raro»

José Alfredo nace en 1926 en Dolores Hidalgo, Guanajuato, su «pueblo adorado», y a los ocho años de edad se traslada con la

En los inicios del siglo xxi, José Alfredo (inútil el apellido, usarlo denotaría falta de confianza) es en la vida popular o, para ser más exactos, en la vida de México y de gran parte del mundo de habla hispana, una institución de instituciones. Imposible que pase de moda, sus canciones adquieren significados imprevistos, y a la admiración de los comienzos (multiclasista) la amplía considerablemente la valoración artística y social de hoy, también suscrita por todos los sectores. De manera paulatina, la dimensión oculta o minimizada de las canciones de José Alfredo es hoy la más favorecida, y el vocero de los conflictos de cantina es ya un poeta de la soledad en compañía y de la nostalgia de aquella desolación, tan en estado de pureza. «Yo sé bien que estoy afuera, pero el día que yo me muera…»

Queda claro: José Alfredo, ligado en sus comienzos a la industria del nacionalismo cultural, ha superado la condena («producto de una época»), y es uno de los responsables de la reinvención constante de un pueblo y de un estilo nacional. Sí, él es «muy mexicano», pero si nada más fuera eso sería mera decoración de fiestas y reuniones, y su «Mexicanidad», el reducto evidente, no explicaría la fuerza de sus canciones en el mundo de habla hispana.

«YO QUE TANTO LLORÉ POR TUS BESOS»

José Alfredo nace en 1926 en Dolores Hidalgo, Guanajuato, su «pueblo adorado», y a los ocho años de edad se traslada con la familia a la Ciudad de México. Es precoz (a los catorce años ya compone sus canciones), y carece de educación formal, por lo que requiere de profesionales que trasladen sus melodías al papel pautado (una de sus grandes ventajas es la ayuda y la amistad del compositor y arreglista Rubén Fuentes, a quien, se dice, le silba las melodías). A su fertilidad la avalan un poco más de mil canciones y su extraordinaria memoria musical le permite conocer a fondo su genealogía melódica y la tradición de esas letras «bonitas y sencillas», de esos júbilos «acribillados» que combinan la mitología y la mitomanía rurales con el énfasis urbano. Si nos atenemos a lo que dice, él se cree ligado a la tradición campirana y fílmica de la canción ranchera, un género del sentimentalismo y de la añoranza del «sentimiento épico». Sin que realmente lo perciba, él es muy original así su meta sea pregonar las virtudes de lo ya muy conocido. Es popular porque nada más eso podría ser y es refinado por naturaleza y es muy distraído: si se le pregunta sobre su proceso artístico responde con vaguedades o lugares comunes. Pero sus limitaciones expresivas se disipan al iniciarse sus canciones.

Otros datos: es jugador de fútbol en el equipo Marte de la primera división, canta por vez primera en la estación de radio XEX y más tarde en la XEW (1948), acompañado del trío Los Rebeldes, cuyo primer guitarrista es el dueño del restaurante La Sirena, donde José Alfredo es mesero. (La biografía es tan típica que a ratos parece escenografía.

En 1950, Andrés Huesca y sus Costeños graban «Yo», el éxito inicial de José Alfredo, de versos tan desafiantes:

Ando borracho, ando tomado,
porque el destino cambió mi suerte.
Ya tu cariño nada me importa,
mi corazón te olvidó pa’ siempre.

Desde «Yo», José Alfredo, el personaje de la canción, es el héroe que elige ser el antihéroe, el extraviado en el tumulto sensorial, el ser auténtico al que se le entrega la cumbre disponible. A él le da lo mismo el prestigio social, nunca capta el tamaño de su fama, y vive -como lo informan sus canciones- entre las leyendas del sedentarismo y las del vértigo: borracheras que lo hacen viajar sin moverse de su sitio o que lo inmovilizan en sus recorridos artísticos; creencia en el destino inmisericorde que ordena sus creaciones y sus reacciones; adoración sin límites de la ingrata pérfida; autocompasión que perfecciona el placer del triunfo. (No es «masoquismo», es la costumbre compensatoria de los marginales: en la derrota se es más verdader por ajustarse a la sentencia emitida desde el nacimiento: «El que nace pa’ maceta no sale del corredor».

«ESTA NOCHE ME VOY DE PARRANDA»

¿Qué sucede en el mundo del espectáculo en México entre 1945 y 1960, aproximadamente? El nacionalismo cultural agoniza con brío y aún resultan creíbles y casi obligatorias las fórmulas del romanticismo desesperado. (¿Existe otro?) Al mezclarse el show business con la vitalidad divertida y lacrimógena de las ciudades, se produce tal vez la última etapa de la creatividad no sujeta a las normas de las industrias del espectáculo. En el caso de la canción ranchera, ocurre un canje inadvertido de las tradiciones. No se le ve el caso de dramatizar lo rural y lo pueblerino, y al Campo como Esencia de la Nacionalidad lo va reemplazando la Urbe. Aparece una gran generación de compositores populares: Tomás Méndez, Cuco Sánchez, José Alfredo Jiménez, Rubén Fuentes, que se agregan al impulso de Tata Nacho, Manuel Esperón y Chucho Monge, los evocadores clásicos de la idea de la vida rural. Si Manuel Esperón (letrista: Ernesto Cortázar) le da al machismo la oportunidad de usar como pedestal al mariachi («Ay Jalisco no te rajes», «No volveré»), Tomás Méndez, con unas cuantas composiciones («Cucurrucucú paloma», «Grítenme piedras del campo», «Puñalada trapera»), le regala a intérpretes y oyentes, que a su manera también son intérpretes, el gusto de ver en la Naturaleza a la cómplice del amor herido: «De ésa se salva quien no tiene corazón».

El oyente (y los compositores) están al tanto: ya no hay magueyeras, ni patrones buenos o malos, ni situaciones que justifiquen las letras («La noche en que me engañabas / tras la pila colorada / con el tuerto te jallé»), sino personas -el mismo compositor para empezar- aisladas radicalmente en la cantina, el cuarto, la serenata, la parranda, la errancia, el estudio de grabación. Unos cuantos creadores, al hacer de las emociones las señas de identidad, vuelven indistinguibles lo citadino y lo agrario, y le entregan a su público letras «expropiables», la autobiografía de la tribu (la familia, la persona), y el catálogo de sensaciones ya casi desvanecidas: el desamparo al aire libre y el remontarse a los montes y los cerros que se resguardan en las calles y las azoteas de la urbe. Y a quienes las oyen en el momento conveniente (nunca de mañana), las rancheras les resultan lo que se entona para vivir más de veras:

No me amenaces, no me amenaces.
Cuando estés decidida a buscar otra vida,
pos agarra tu rumbo y vete.

DE «NO ME AMENACES»

Por su poder evocativo y por sus exaltaciones a domicilio, las canciones de José Alfredo tienen un antecedente, el melodrama de «La Época de Oro del Cine Mexicano» (1935-1955, aproximadamente), que se niega a la ironía armado con las verdades psíquicas de directores, argumentistas y actores sin distancias culturales con su público. Iguala con tu vida los acordes y las frases que brotan de Aquí Merito, del puro corazón: «Si tú también te vas, me lleva la tristeza».

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