Julio Escámez, exiliado para siempre.

Fue una especie de escuela iniciática, iluminándonos con su sentido: siempre es valiosa la actitud de aprender, de esa manera más simple y humana,

Fue una especie de escuela iniciática, iluminándonos con su sentido: siempre es valiosa la actitud de aprender, de esa manera más simple y humana, los ojos bien abiertos y el corazón dispuesto a la aventura.

«A un amigo que interroga

¿Por qué vivir en el corazón de estas verdes montañas?

Sonrío sin responder; el espíritu sereno.

Caen las flores, corre el agua, misteriosa senda…

El otro mundo está allá, no éste, el de los hombres.

Templo de la cumbre

Templo de la cumbre, la noche:

Alzar la mano y acariciar las estrellas.

Pero, ¡silencio! Bajemos la voz:

No despertemos a los habitantes del cielo».


Li Po



Siempre que hablaban del poeta chino Li Po, imaginaba a Jorge Teillier, el gran poeta chileno y lautarino. Quizás, porque pasen los años que pasen siempre «algún desconocido silba en el bosque». Ambos adquirieron esa dimensión universal, llena de sentido, un reflejo de la meditación profunda y orante: aceptar la superficie de las cosas para indagar en sus profundidades. Esa fue la imagen que tuve en mi corazón ese día sábado del cual ahora, relato algunos detalles. Fácil no es escribir este texto, está entrecruzado por abismos, recuerdos y palomas. La tarde del sábado era de tres cielos como en el escritura versicular del Tao: Ya C’ing (Cielo de jade), Sang C’ing (Cielo superior), T’ai C’ing (Cielo supremo). Todos estos cielos habitados por presencias que sólo el corazón puede reconocer. Nada nuevo digo, cuando enuncio que lo ceremonial trae consigo reflexiones profundas, el ingreso a los pliegues humanos del subterráneo, el desvestir del alma. Lo ceremonial no tiene lugar externalizable, sino pequeños, secretos, sitios interiores. Lo ceremonial y atávico es luz, ráfaga, de la misma manera que es silencio y sombra. La luz también es silencio. Continúo entonces, aunque siguen siendo vagas estas precisiones. Me aproximo a la realidad / real: asistí en «Barva de Heredia» a un ceremonial telúrico y célico al mismo tiempo. Esperábamos el atardecer, que llegó con lentitud, para revivir una historia literaria de hace siglos: el regreso a un tiempo del cual no fuimos parte. Primero, el maestro Escámez encendió el cirio, que llevaba oculto y casi debajo el brazo de greda del poeta (Li Po), la estatuilla sentada como un Buda miraba su propia luz, nosotros mismos (absurdamente ingenuos) buscando la sabiduría para siempre, pensé. Luego, se dijeron en voz alta, monocordes y casi gregorianos poemas de Li Po. Tuve la sensación de estar en una abadía, cuyos muros entrelazados por enormes enredaderas cubrían los rostros arcillosos de los ladrillos. Pero esa sensación no mejora el relato ni contribuye a resaltar las importancias.


Transcribir en palabras lo que (me) sucedió, tiene incidencia real en lo desconocido: aquellos sitios de los cuales no nos gusta referirnos por temor al qué dirán. Sin embargo, puedo dar fe que, en medio del ritual poético, una nube montañosa y oriental, perdida de su órbita, manifestó su señorío. Era una sola nube despedida quizás del cielo, único testigo de ese ritual magnífico, que iba a ser acompañado con vino y tinta china. Era una sola nube diluyéndose / distrayéndose en ese querer quedarse entre nosotros, o permanecer a la deriva del viento. La casa- taller del pintor chileno, Julio Escámez, está ubicada en Barva de Heredia, cerca de San José, un sitio al que siempre llegamos con dificultad. En verdad, ese día íbamos a comer paella española con algunos artistas costarricenses, una querida amiga española y chilenos. Tiene tres pisos la casa y se ha ido construyendo de la misma manera en que lo determinan los recursos existentes: priman estructuras de poderosos fierros y hormigones armados. Los vecinos miran con cierta desconfianza el pasar de este exiliado para siempre, que siempre camina con un libro bajo el brazo, en una actitud meditabunda y reflexiva.


He podido averiguar, para darle un contenido más radical a este relato, que en la dinastía Tang, la creación poética alcanzó altísimo nivel desarrollo, por eso, de esa época se conservan más de 50 mil poemas de miles de autores, entre los cuales sobresalen Li Po o Li Bai, Du Fu (el poeta de las odas, en el cual inspirara Neruda su enorme creación de odas elementales y no tan elementales) y Bai Juyi. Es poco lo que sabemos de los poetas chinos de esa época a la cual nos remontamos, quizás navegando el río «Yang-Tse» o por otros ríos inmemoriales: el imperio sufría un serio intento de invasión por parte de los tártaros en el año 383 en que fueron rechazados por el ejército Tsin. Muchos historiadores chinos han estimado como necesario el preludio Sui para el fortalecimiento del Imperio Tang. De una enorme crisis social parece devenir una época de renacimiento y enorme creación del espíritu. Sui, el gran emperador, experto en obras viales, dedicó mucho esfuerzo a la creación de obras hidráulicas de increíble tamaño, como la construcción del Gran Canal, donde trabajaron más de 3 millones de hombres, hazaña de la ingeniería sólo comparable a la construcción de la Gran Muralla: todos estos aspectos, vividos en esa época, dicen que forjaron el espíritu e hicieron crecer el alma oriental.


Los regímenes que han escrito grandes páginas en las historias imperiales siempre dejan un sendero de sangre: los campesinos que se atrevían a rehuir el trabajo obligatorio les esperaba la decapitación, los azotes o la confiscación de sus propiedades. La humedad ambiente era sonora.  El pintor Julio Escámez, después de arrancar de la dictadura militar en Chile, vino para quedarse, aunque en ese tiempo no tenía esa claridad. Aún entre palabra y palabra cuando conversa, se escucha el murmullo de su pueblito natal (y asoman en sus historias árboles como el lingue, olivillos, tepas raulíes), también la plaza alfombrada de pastos naturales y risas de niños, las formas artesanales de ejercer el comercio y la nostalgia abrazadora por una tierra propia, pero contradictoriamente extraña. El nunca pensó que iba a quedarse mirando el Valle de San José, cuando anochece y contemplando esos dos enormes higuerones a la orilla de un camino de tierra. Se escuchaba a Gustav Malher en un cassette chirriante por el uso flagrante y descomedido al cual había sido sometido y las voces de algunos niños costarricenses de las barriadas que ese día no iban al Colegio, por sobre esos sonidos la pausada respiración de quien iba leyendo los textos, en este caso era Gabriel Retes, el gran cineasta mexicano. Los poemas parecían que revivían en las palabras que evocaban el instante creador del poeta chino y una red de vasos comunicantes entre espacios dinásticos y espacios contemporáneos se abrían y ponían en común, lo mismo que entre las distancias.


Uno de los mayores reconocimientos que se le otorgan al emperador Sui Wen-ti fue que trasplantó las dos instituciones características que habían permitido el desarrollo de la China septentrional durante la partición tártara: el reparto equitativo de la tierra y el ejército organizado en divisiones. En 590, el emperador Sui Wen-ti decretó que todos los soldados debían estar adscritos a una prefectura y cultivar la tierra como los campesinos. Con tales fuerzas, el emperador Sui Wen-ti derrotó a los mongoles en el Norte, a los turcos en el Noroeste y a los tibetanos en el Oeste. Después de reunificar el país y de haber resuelto los problemas exteriores, se dedico a la reconstrucción del Estado. Se establecieron graneros en todo el imperio, incluso construyéndolos por primera vez en la cuenca del Yang- Tze. En el año 605, fecha del fallecimiento del emperador, se decía que las reservas estatales de cereales habían alcanzado niveles récords. Este esplendor, o quizás la humedad de la niebla sobre los arrozales, el viento tibio y secreto de las montañas de China, además de la necesidad imperiosa de las palabras, traían consigo a un poeta Li Po, en medio de la dinastía Tang (618-907 d.C.). «Epoca que se caracterizó por ser un periodo de gran apertura en China y es considerada como la edad de oro de la literatura».


Se tiene tendencia a recordar algunos aspectos culturales reunidos en Santiago, sobre todo el antiguo barrio cívico, a orillas de la Plaza Brasil: cómo fue que llegaron las vasijas etruscas a esos lugares perdidos de todo mapa, en qué barco se remolcaron esas lucarnas francesas hechas de ornamentales hierros forjados, de qué lugar desconocido arribaron esas ánforas griegas pálidas y llenas de motivos que no podemos interpretar, y esos biombos «Ming», de una articulada geografía, quién los invitó a pasar una temporada por nuestros suburbios. Quizás cuántas imágenes asomaron del mundo del olvido a la memoria del pintor, por el sólo hecho de encender la luz, instalar el caballete, adecuar un banco y levantar una especie de plegaria pictórica a ese poeta ido, hace ya tanto tiempo. Su antigua juventud quizás se le hizo visible, aún no escrita, los labios tibios de una muchacha que por primera vez lo busca en Cañete, al sur, quizás aparecieron de súbito en el horizonte… entonces, desplegó su corazón sobre una mesa y un trípode que había instalado para explicar el uso de la tinta china, cuyo empleo se conoce desde el siglo III a.C., con la dinastía Han.


«Se ejecuta normalmente sobre papel o sobre seda, lo cual apenas varía el tiempo de secado o la forma de fijarla. La tinta china suele parecer a la vista de los occidentales monocroma, negra o gradada en grises, pero no es así. Sin embargo, en determinados autores la sutileza de colores y matices es tal que pasa por monocroma para un profano. La policromía de la tinta china sólo puede ser disfrutada plenamente por un ojo realmente entrenado en la pintura china. La técnica con que se ejecuta la tinta china exige precisión, espontaneidad y cálculo, puesto que no es posible corregirla ni repintarla». Todo era predecible, incluso la soledad que siempre afeita los pulmones y hunde su uña en los esófagos más fuertes, tenía en esos recintos una presencia vital. «Un buen pintor chino tarda toda su vida en formarse y adquirir la soltura necesaria para llevar a cabo una obra maestra. Por ello, los pintores chinos solían provenir de familias de clase muy alta, o de prestigiosos monasterios, en cuyos círculos se consideraba la pintura y la poesía como la más alta dignidad. Es por ello que los elementos necesarios para realizar un trabajo en tinta china se consideran como los cuatro Tesoros de la Cámara del Letrado: el pincel, la tinta, el tintero y el soporte. Li Po fue taoísta y viajó desde muy joven por todo el territorio chino. Según cuentan murió ahogado, tratando de abrazar el reflejo de la luna en el río Yang-Tsé, aunque muchos dicen que murió ebrio, como Omar Kayan. Todo estaba ahí: presencias vivas, palabras aún no dichas. El poeta hundiéndose de nuevo, tratando de salvar a aquella luna hundida en el espejo. Era como si bajaran de la mano del pintor algunos rostros que él conocía, como si se fueran ubicando en la superficie de la hoja blanda en la cual pintaba, historias de muchachas que fueron quedando en su camino, buscándolo por siempre o perdidas para siempre. La soledad debe ser, en el río «Bío – Bío» o en el río «Yang Tse», una respuesta. ¿Escuchemos?, habla el poeta, estamos de viaje en otro siglo. Li Po es tuya la palabra en este instante: «Un vaso de vino entre las flores: / bebo solo, sin amigo que me acompañe. / Levanto el vaso e invito a la luna: / con ella y con mi sombra seremos tres. / Pero la luna no acostumbra beber vino, / y mi perezosa sombra sólo sabe seguirme. / Festejemos, con mi amiga luna y mi sombra esclava, / mientras aún es primavera. / En las canciones que entono vibran rayos lunares;/ en la danza que ensayo mi sombra se aferra y deshace. /Los tres juntos, antes de beber, holgábamos; / ahora, ebrios, cada cual va por su lado.  /¡Regocijémonos muchas horas todavía, / en nuestro extraño festín inanimado, / para encontrarnos al fin en el Río de las Nubes!1»


«Los pinceles para tinta china tienen un vástago de bambú muy ligero, que permite el movimiento espontáneo de la mano sin coartar el impulso del artista. El Maestro sacó ese pincel del escondite donde se guarda el pincel, una especie de pipa recubierta. Los pinceles, dijo, tienen un núcleo esponjoso que absorbe la tinta, rodeado por unas cerdas largas y sedosas que esparcen el pigmento. La tinta es de carbón vegetal, bien sea en barra o bien fundida en molde. Y como los buenos vinos, se aprecia enormemente su calidad de añeja, que es lo que permite mayor variedad en los matices». Así el maestro fue levantando de la hoja sedosa y en blanco, la imagen de una mujer que recordaba. Todos los recuerdos tienen extraordinarias virtudes: embellecen aún más los momentos que fueron bellos. Y aunque no del todo afortunado, mi comentario acerca del sentido litúrgico de todo arte, ese esplendor luminoso de la liturgia busca formas para expresarse. Agito suavemente un abanico de plumas blancas, / sentado, la camisa abierta, entre las hojas verdes. / Me quito el gorro y lo cuelgo de una saliente en la roca; / el viento entre los pinos roza mi frente desnuda2″. Puso, don Julio su mano junto al tintero, que es el sitio donde la tinta se deslía con agua, en la concentración precisa3. El tintero es una piedra rodada y lavada durante años en el fondo de un lago con mucho limo, que un viejo pintor oriental le regaló hace años, cuando anduvo caminando esas tierras de nadie. Debe ser el tintero de piedra porosa para que atrape la mezcla de tinta y agua. La tarde caía exuberante, entonces don Julio habló de las ocho virtudes de los pintores orientales donde se destacaba el impulso. «El sacerdote budista de Chou tiene una mandolina: / baja del Monte de las Cejas hacia el poniente, / y hace sonar sus cuerdas en mi honor. / Sus vibrantes notas se parecen al alboroto / de un bosquecillo de pinos mecidos por el viento. / Mi corazón se siente purificado / como si lo hubiesen lavado las aguas del río. / La dulce melodía se une a los lejanos tañidos de una campana. / Insensiblemente desciende, en torno, el crepúsculo, / y los montes se esfuman en la bruma ligera4». El impulso, es esa fuerza originaria que motiva el nacimiento del arte: el sentido que deben tomar las cosas dentro del corazón para que puedan ser parte de la vida, una especie de fuerza genésica y palpitante. Una reacción ante todo lo que es y existe, quizás en el mismo acto de ser nombrado, aludido, evocado. También debe ser el mismo misterio que cargan los cuervos cuando graznan por la tarde. «Doradas nubes bañan la muralla. / Los negros cuervos graznan sobre sus nidos, / nidos en los que quisieran descansar. / En tanto, la joven esposa suspira, sola y triste, /sus manos abandonan el telar, /sus ojos están fijos en la azul cortina del cielo, / cortina que parece separarla del mundo, / como la leve niebla oscurece el río. / Está sola: el esposo viaja por países lejanos; / todas las noches está sola en su alcoba. / La soledad le oprime el corazón, / y sus lágrimas, como fina lluvia, caen en tierra»5. Aparentemente todo sigue igual a nuestra ida: la misma callecilla insignificante de polvo por la que llegamos, unos troncos secos sobre unos montículos de tierra, los niños rumiando el atardecer que queda a oscuras, los jóvenes caminando a orillas de una iglesia, al fondo de los patios los ancianos semidormidos que deberán entrar sus familiares antes del frío,  los mismos dos higuerones fuertemente altivos anteponiéndose al paisaje. Todo sigue igual, aunque Barva de Heredia ya, nunca será la misma.


1 Li Po: «Mientras bebo, solo, a la luz de la luna».


2 Li Po: «Un día de verano, en la montaña


3 La pintura Tang tiene como característica principal la linealidad, que huye del exceso de color y tiende a valorar como principio estético el vacío, la ausencia de elementos. Suele usar una perspectiva teatral, en la cual se colocan las figuras sobre una especie de plataforma, y pueden ser contempladas desde diferentes puntos de vista simultáneamente.

4 Li Po: Escuchando la mandolina de un sacerdote budista.


5 Li Po: Los cuervos que graznan por la tarde.

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El poeta Li Po en Barva de Heredia

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