Las baladas de ajo

¡Os ruego que escuchéis, queridos conciudadanos,el relato de Zhang Kou sobre el mundo mortal y sobre el Condado Paraíso!El Emperador Li, descendiente del Gran

¡Os ruego que escuchéis, queridos conciudadanos,
el relato de Zhang Kou sobre el mundo mortal y sobre el Condado Paraíso!
El Emperador Li, descendiente del Gran Kan y fundador de la nación, ordenó
a los ciudadanos de nuestra región que plantaran ajo a modo de tributo…

Extracto de una balada de Zhang Kou,
rapsoda ciego del Condado Paraíso.

I

-¡Gao Yang!

El sol del mediodía calentaba con fuerza y el aire polvoriento transportaba el hedor del ajo podrido después de un prolongado periodo de sequía. Una bandada de cuervos de color índigo atravesaba cansinamente el cielo, proyectando una sombría cuña sobre el suelo. No hubo tiempo para trenzar el ajo, que se amontonaba desordenadamente sobre la tierra, y emitía una insoportable fetidez en su proceso de cocción bajo el sol. Gao Yang, cuyas cejas se inclinaban hacia abajo en los extremos, se sentaba en cuclillas junto a la mesa, sujetando un tazón de caldo de ajo y conteniendo las náuseas que procedían de su estómago. Aquella apremiante llamada había atravesado el hueco de la puerta justo cuando estaba a punto de tomar un sorbo del caldo. Reconoció la voz del jefe de la aldea, Gao Jinjiao. Gritó una respuesta mientras soltaba apresuradamente el tazón y se dirigió a la puerta.

-¿Eres tú, Tío Jinjiao? Pasa.

Ahora la voz sonó más amable:

-Gao Yang, sal aquí un momento. Tengo que hablarte de algo. Sabiendo las consecuencias que acarrearía menospreciar al jefe de la aldea, Gao Yang se volvió hacia su hija ciega de ocho años, que se sentaba impertérrita a la mesa como si fuera una oscura estatua, con sus hermosos e invidentes ojos negros abiertos de par en par.

-No toques nada, Xinghua, porque te puedes quemar.

La tierra recalentada le quemaba las plantas de los pies y el intenso calor hacía que le llorasen los ojos. Mientras el sol golpeaba su espalda desnuda, se quitó un poco de suciedad del pecho. Escuchó el llanto de su recién nacido en el +kang, una tarima de ladrillo que servía como lecho familiar, y le pareció que su mujer murmuraba algo. Por fin había tenido un varón y ese pensamiento le reconfortaba. La brisa del sudoeste le trajo la fragancia del mijo recién brotado, y eso le recordó que se acercaba la temporada de la cosecha. De repente, su corazón se encogió y un escalofrío recorrió su espalda. Deseaba desesperadamente dejar de caminar, pero sus piernas seguían impulsándole, mientras el repugnante hedor de los tallos y las cabezas de ajo le hacía llorar los ojos. Levantó su brazo desnudo para frotárselos, seguro de no estar llorando. Finalmente, abrió la cancela.

-¿Qué ocurre, Tío? -preguntó-. ¡Ay, Dios mío…!

Unos destellos del color de la esmeralda pasaron ante sus ojos, como si fueran millones de tallos verdes de ajo flotando en el aire. Algo le golpeó en el tobillo derecho, un golpe pesado y sordo que le retorció las tripas. Momentáneamente aturdido, cerró los ojos y advirtió que el sonido que había escuchado era su propio grito mientras se desplomaba hacia un costado. Luego sintió otro golpe sordo detrás de la rodilla izquierda. Gritó de dolor -esta vez no había ningún rechazo- y se precipitó hacia delante, cayendo de rodillas en los escalones de piedra. Conmocionado, trató de abrir los ojos, pero los párpados le pesaban demasiado y el aire cargado de ajo se los llenó de lágrimas. No obstante, sabía que no estaba llorando. Trató de levantar la mano para frotarse los ojos y descubrió que tenía las muñecas atadas con algo frío y duro que le producía dolor; dos ligeras punzadas metálicas le aguijonearon el cerebro.
Por fin pudo abrir los ojos. A través de una película de lágrimas -no estoy llorando, pensó- observó a dos policías vestidos con casacas blancas y pantalones verdes con tiras rojas a lo largo de las piernas. Descollaban por encima de él, como unas siluetas borrosas y pálidas, con sus pantalones y las manchas oscuras de sus casacas. Pero lo que más le llamó la atención fueron las pistolas y las porras negras que colgaban de los amplios cinturones de cuero artificial de color cordobán que sujetaban las casacas. Las hebillas relucían con el sol. Levantó la mirada hacia aquellos rostros inexpresivos, pero antes de que pudiera emitir un sonido, el hombre que estaba a la izquierda sacó un papel que tenía un sello rojo oficial y dijo con cierto tartamudeo:

-Es-estás detenido.

Entonces advirtió las brillantes esposas de acero que tenía en sus bronceadas muñecas. Estaban unidas por una cadena plateada, laxa y pesada, que se balanceó perezosamente cuando levantó las manos. Un fuerte escalofrío le recorrió entero. La sangre apenas podía avanzar por sus venas y sintió como si todo su cuerpo se encogiera: sus testículos se retrajeron y se le hizo un nudo en el estómago. Las gotas de orina fría que notaba en sus muslos le informaron de que se estaba orinando en los pantalones y trató de contenerla. Pero hasta sus oídos llegó el sonido agudo y triste que emitía el erhu del rapsoda ciego Zhang Kou, sus músculos se volvieron atrofiados e inútiles, y, mientras se arrodillaba, una heladora corriente de orina descendió por su pierna, le empapó los glúteos y lavó sus encallecidas plantas de los pies. Incluso pudo escuchar cómo la orina se acumulaba alrededor de la entrepierna.
El policía de la izquierda cogió a Gao Yang por el brazo con su mano fría como el hielo para ayudarle a incorporarse, emitiendo otro ligero tartamudeo:

-Le-levántate.

Todavía aturdido, Gao Yang se agarró del brazo del policía, pero las esposas, repiqueteando suavemente, se clavaron en su carne y le obligaron a soltarse. Temeroso, extendió los brazos, como si estuviera sujetando un objeto precioso y frágil.

-¡Le-levántate! -volvió a sonar la voz del policía.

Consiguió incorporarse con esfuerzo, pero en cuanto se puso de pie notó un fuerte dolor en el tobillo. Se tambaleó lateralmente y se cayó intentando apoyar las manos y las rodillas sobre los escalones de piedra.
Los policías le sujetaron por debajo de los brazos y le levantaron. Pero tenía las piernas tan flojas que su desgarbado esqueleto se tambaleaba mientras le sujetaban como si fuera un péndulo. El policía que estaba situado a la derecha clavó la rodilla sobre el coxis de Gao Yang.

-¡Levántate! -ordenó-. ¿Qué ha pasado con el héroe que demolió las oficinas de la provincia?

Gao Yang obvió ese último comentario, y la dura rodilla contra su coxis le ayudó a olvidar el dolor que sentía en el tobillo. Mientras se estremecía, consiguió plantar los pies en el suelo e incorporarse. Los policías aflojaron su sujeción y el que tartamudeaba dijo suavemente:

-Mu-muévete, y da-date prisa.

La cabeza le daba vueltas, pero sabía perfectamente que no estaba llorando, aunque derramó un torrente de lágrimas cálidas que le nubló la vista. Cada vez que le empujaban, las esposas se clavaban profundamente en sus muñecas y, de repente, por fin se dio cuenta de lo que estaba pasando. Sabía que tenía que encontrar la voluntad necesaria para obligar a su agarrotada lengua a moverse. Sin osar dirigirse a sus torturadores, miró lastimosamente a Gao Jinjiao, que estaba agachado debajo de una acacia, y dijo:

-Tío, ¿por qué me detienen? No he hecho nada malo……

Siguieron gemidos y lamentos. Esta vez sabía que estaba llorando, aunque por sus ojos, que ahora estaban secos y encendidos, no asomó ninguna lágrima. Debía llevar su caso al jefe de la aldea, que le había engañado para que saliera de casa. Pero Gao Jinjiao se agitaba nerviosamente, golpeándose contra el árbol como si fuera un niño penitente. Los músculos del rostro de Gao Yang se contrajeron.

-No he hecho nada, Tío. ¿Por qué me has engañado de esta manera? -gritó.

El gran baño de sudor que relucía sobre la frente del jefe del pueblo se negó a resbalar. Mostrando sus amarillentos dientes, parecía un hombre arrinconado a punto de salir corriendo.
El policía volvió a clavar su rodilla sobre el coxis de Gao Yang para obligarle a moverse.

-Oficial -protestó, volviéndose para mirar el rostro de aquel hombre-, han detenido al hombre equivocado. Me llamo Gao Yang. No soy……

-No-no nos hemos equivocado de hombre -insistió el tartamudo.

-Me llamo Gao Yang.…

-¡Es a Gao Yang a quien queremos!

-Pero ¿qué he hecho?

-El veintiocho de mayo, a mediodía, fuiste uno de los cabecillas de una muchedumbre que demolió las oficinas de la provincia.

Las luces se apagaron cuando Gao Yang se desplomó contra el suelo. Al volverle a levantar, entornó los ojos y dijo tímidamente:

-¿Y eso lo consideráis un delito?

-Ya es suficiente.… ¡Ahora ponte en marcha!

-Pero yo no fui el único. Participó mucha gente.

-Y vamos a atrapar hasta el último de ellos.

Gao Yang dejó caer la cabeza, deseando golpearse contra la pared y acabar con todo aquello. Pero le estaban sujetando con demasiada firmeza como para poder liberarse y escuchó las débiles notas de la conmovedora y a la vez monótona balada de Zhang Kou:

En el décimo año de la república
un hombre de sangre caliente apareció de la nada
para ondear la bandera roja en el Condado Paraíso
y condujo a los campesinos en una protesta contra los desmesurados
impuestos.
Los más viejos de la aldea enviaron a los soldados para que les
detuvieran,
arrestaron a Gao Dayi y le enviaron al patíbulo.
Acudió al encuentro de la muerte de forma orgullosa y desafiante,
ya que los comunistas, como las cebolletas, no pueden ser truncados.

Sintió calor en el estómago mientras sus piernas recuperaban las fuerzas. Le temblaban los labios y se sentía extrañamente motivado a gritar una consigna desafiante. Pero luego se giró, miró la brillante insignia roja que relucía en la ancha gorra del policía y volvió a bajar la cabeza, abatido por la vergüenza y el remordimiento y, dejando que los brazos cayeran inertes por delante del cuerpo, les siguió obedientemente.

 

Extracto tomado de la versión publicada por Editorial Kailas.

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