Marlon Brando y su eterno presente

Cuenta la leyenda que cuando el equipo técnico de El Padrino percibió el estado de nerviosismo en que se encontraba Al Pacino durante los

Cuenta la leyenda que cuando el equipo técnico de El Padrino percibió el estado de nerviosismo en que se encontraba Al Pacino durante los primeros días de rodaje, el actor explicó: «Tienen que entenderme, estoy trabajando con Dios». Se refería, claro, a Marlon Brando, «el único actor -según Elia Kazan- que puede ser calificado de genio», el hombre que revolucionó las formas de interpretación en el cine, al punto de que su influencia se hizo sentir desde James Dean hasta Robert De Niro. Bueno, sucede que hace unos días, a los 80 años, Dios murió, en un hospital de Los Angeles, de una complicación pulmonar.

Se podrá argumentar que en los últimos veinticinco años -desde que se perdió para siempre en la selva de Apocalypse Now!, recitando los versos de La tierra baldía, de T.S. Eliot- Brando era una ruina, que sus 130 kilos de peso no le permitían casi moverse, que su nombre aparecía más a menudo en las páginas policiales de los diarios que en las de cultura, que estaba a merced de sus biógrafos más sensacionalistas («Brando, casado cuatro veces y padre de once hijos, tenía una enorme carga sexual, necesitaba por los menos una o dos mujeres al día, pero todo ese frenesí era para olvidar su pronunciadísimo costado homosexual», escribió el británico John Parker).

Sí, es cierto, sus últimas intervenciones en cine fueron unas bufonadas, como su aparición en Cristóbal Colón: el descubrimiento, donde se divertía echando un par de miradas despectivas como el inquisidor Torquemada, o en Un novato en la mafia, donde todo el plan consistía en parodiar a El Padrino, tarea que Brando pareció haber asumido con gusto. En fin, la queja repetida es que ese hombre era la sombra del hombre que alguna vez fue. Pero esa sombra siempre siguió siendo enorme.

Sucede que detrás de esa deidad obesa que fue Brando en el último cuarto de siglo, detrás de su rostro impenetrable, deformado por el tiempo y el alcohol, siempre estuvo su leyenda. Cuando la gran maestra de actores Stella Adler (discípula directa de Constatin Stanislavski) vio por primera vez a ese muchacho de Omaha, Nebraska, de apenas 19 años (había nacido el 3 de abril de 1924), supo que allí había un gran actor en potencia y comenzó a trabajar en él como si se tratara de pulir un diamante. Le llevó su tiempo, pero para cuando llegó la noche del 3 de diciembre de 1947, el teatro contemporáneo ya no sería el mismo: el estreno en Broadway de Un tranvía llamado Deseo, la obra de Tennessee Williams dirigida por Elia Kazan y protagonizada por un desconocido en camiseta llamado Marlon Brando, se convirtió en un acontecimiento memorable. Victoria Ocampo, que fue testigo de aquella puesta, escribió por entonces que aquel actor de párpados pesados y andar cadencioso parecía «una antorcha de carne dorada». Con Un tranvía llamado Deseo no sólo se manifestaba una nueva tendencia de las artes representativas, también se hacía explícita una sexualidad hasta entonces inédita en la escena. En el centro de esa revolución estaba, por supuesto, Brando.

Aquella noche de teatro cambió incluso el curso del cine estadounidense, que no tardaría en incorporar a ese nuevo sex symbol a sus filas. «Estoy aquí porque todavía no tengo la fuerza moral necesaria para rechazar el dinero que me pagan», fue lo primero que declaró Brando cuando aterrizó en Hollywood. De hecho, nunca encontró las fuerzas como para abandonar Cinelandia. Brando jamás volvió a hacer teatro desde que probó las mieles del cine, pero a cambio revolucionó el concepto de actuación en un film y se convirtió en el símbolo de la juventud estadounidense de posguerra, que encontró en él la encarnación del héroe rebelde, o del antihéroe incluso, como aquel motociclista de El salvaje, donde esculpió una imagen-poster para la eternidad, un icono hecho de cuero, cromo y personalidad. Para su primera película, Vivirás tu vida, dirigida en 1950 por Fred Zinnemann, donde debía interpretar a un veterano de guerra, pasó seis semanas conviviendo con auténticos veteranos en un centro de rehabilitación y aprendiendo a valerse únicamente de una silla de ruedas. Este tipo de aproximación a un personaje después fue moneda corriente en actores como De Niro, Pacino o Dustin Hoffman, pero en aquel momento parecía una excentricidad. Sólo estaban dispuestos a seguir ese camino otros discípulos de Stella Adler y del Actor’s Studio de Lee Strasberg, que comenzaban a incorporarse al cine: James Dean, Rod Steiger, Paul Newman. Era la generación perdida, los nuevos rostros que no tenían miedo en exponer sus conflictos, sus dudas, su vulnerabilidad. Los hombres de mármol, como Clark Gable y Gary Cooper, se volvían anacrónicos. Brando nunca fue una persona fácil. Salvo con Kazan, con quien filmó tres de sus mejores películas -la versión de Un tranvía llamado Deseo, ¡Viva Zapata! y la antológica Nido de ratas, que le valió su primer Oscar-, ningún director de aquella época quiso trabajar con él más de una vez. La mayoría de sus películas siguientes fueron proyectos comerciales, en los que parecía estar a disgusto, salvo la remake de Motín a bordo, en 1962, donde se impuso por encima de tres directores (Carol Reed, Lewis Milestone, George Seaton), que fueron renunciando uno a continuación del otro.

Una anécdota del rodaje de esta película muestra hasta qué punto Brando era capaz de pulsar sus cuerdas cuando quería dar una interpretación memorable. Para la escena de su muerte, Brando se informó de que cuando una persona tiene graves quemaduras pierde los fluidos del cuerpo y queda en un estado similar al del congelamiento. «Tráiganme cien kilos de hielo -ordenó-, desparrámenlo y extiendan una sábana encima.» Antes de autorizar la toma, se recostó durante 45 minutos sobre el hielo hasta que su piel se volvió de color azul. «Quiero sentir el estremecimiento de la muerte», explicó rechinando los dientes, mientras daba la voz de cámara…

A comienzos de la década del 70 tuvieron que venir Francis Ford Coppola y Bernardo Bertolucci para rescatarlo de una carrera que, a los 47 años, parecía al borde de la quiebra. La composición de Vito Corleone que hizo para Coppola no sólo le valió su segundo Oscar (que no se dignó a recibir: en su reemplazo envió a una mujer que dijo ser americana nativa y reclamó por los derechos de los indígenas). También le dejó a la historia del cine uno de sus personajes más emblemáticos. En Ultimo tango en París, a su vez, le regaló a Bertolucci un monólogo antológico, el de ese hombre arrasado por el dolor, que no puede dejar de hablarle a su esposa muerta. «Trabajó recordando la muerte de su madre», confesó luego el director italiano. Dodie Brando había tratado de suicidarse por lo menos una vez y en su personaje el actor puso todo el amor y también toda la furia.

Entre uno y otro extremo de su carrera, Brando siempre fue fiel a ese estilo que impuso para la posteridad. Ya sea Stanley Kowalski, Don Corleone o el coronel Kurtz, Brando habla -sí, habla; a diferencia del teatro, el cine siempre es y será tiempo presente- en un susurro casi ininteligible. En medio de una frase, de pronto, es capaz de producir un silencio profundo, ominoso. Maneja los tiempos de una escena a su arbitrio y entorna los ojos como si fuera un gato peligroso, arrellanándose en su sillón predilecto. Cuando Brando está en la pantalla, todo le pertenece, da la impresión de que sólo él existiera para la cámara, que su sola presencia fuera suficiente para justificar una película. En comparación con otros actores de su edad, no hizo tantas, apenas 40. Pero todas, aun las peores, tienen su razón de ser si Brando está allí.

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