Contaba Roberto que fue muy amigo de Juan Sisay, el indígena más notorio de Santiago Atitlán; con él se dio a conocer en la cofradía de la Santa Cruz y de esa manera pudo acceder al culto prehispánico de Maximón, que significa “Abuelo Amarrado” o Rilaj Mam, en tz’utuhil. A muy pocas personas se les permite ver el contenido del ritual por dentro, así como el “envoltorio” donde reposa Maximón. El Nabisil es el único que lo puede tocar, armar y desarmar; en Semana Santa lo tienen desarmado, pero el Jueves Santo lo bajan de su tabanco, que es el cielo, y lo arman en el suelo, que para ellos es el inframundo. Usan debajo un petate, y mientras lo visten y paran, otros levantan las cuatro puntas del petate, o puntos cardinales en forma de cruz, cual árbol de la Vida. Esto significa que el inframundo es donde viven los dioses. Roberto me mostró las primeras fotos que hiciera: es más que sorprendente.
Por lo anterior, y mientras escribo a toda prisa estas notas a modo de despedida del amigo, intelectual, artista y tendedor de puentes en una Centroamérica balcanizada y dolarizada, se me ocurre que al final de sus días se fue convirtiendo en ese Abuelo Amarrado pero sin culto ni reconocimiento en países donde la envidia, los celos y la serruchada de piso son pan de cada día. Y es que Roberto Cabrera terminó sólo y aislado en su casa/museo/taller/biblioteca/estudio de la Zona 2 de la capital guatemalteca. En Costa Rica también tuvo momentos de arrinconamiento por las esferas que detentan el poder simbólico y político y por algunos sectores artísticos y de la academia. Pero ello no fue obstáculo para que continuara con su tarea titánica de construcción de saberes y quehaceres para impulsar el arte y la cultura centroamericana.
En estos momentos Roberto se me aparece y disuelve en múltiples imágenes grabadas durante tantas conversaciones, caminatas, trabajos, lecciones, conferencias, reuniones, comidas o lecturas allá en su Guatemala como acá en Costa Rica. Lo veo en Guanacaste comiendo tortillas o haciendo entrevistas para su investigación sobre el Cristo de Esquipulas y las culturas populares de Santa Cruz, o la historia de la ganadería en Guanacaste; en San Isidro de El General, Ciudad Quesada, San Ramón, Heredia o San José discutiendo apasionadamente, pero con parsimonia, espesos conceptos estéticos, metodológicos o políticos; o cruzando el gran lago Atitlán en lancha, o en los mercados de Ciudad Guatemala, Antigua y Chichicastenango, donde, luego de visitas a iglesias, templos y cofradías, solíamos ir a almorzar en busca de manjares criollos. Por cierto, siempre que regresaba a San José el almuerzo del encuentro obligado era en el Mercado Central, con una buena olla de carne, por supuesto.
Y es que Roberto convivió con nosotros cerca de 20 años. Hubo de salir de Guatemala ante la represión y la política de tierra arrasada de los gobiernos militares que se sucedieron luego del golpe de estado al gobierno revolucionario de Jacobo Arbenz (1951-1954) hasta la llegada de la “democracia” a su país. (Muchas de sus obras reflejan esos momentos de angustia, desolación y muerte de los pueblos indígenas y del guatemalteco en general). Fue acá donde forjamos una amistad a prueba de balas, decía él, a prueba de babas decía yo. Compartimos desde una vida bohemia dura y sin “bocas” hasta la academia, pasando por la ardua tarea de acercar a nuestros países a través del arte en agrupaciones, sonadas exposiciones y proyectos truncos. A través de su magisterio pude conocer más de cerca el arte guatemalteco y los intríngulis de una cultura plural, compleja y asimétrica como la de ese admirable y sufrido pueblo. Y hacer mucho más amistades guatemalenses.
Por los sentimientos encontrados que experimento y lo que se me agolpa en la cabeza, pienso todavía que el maestro está muerto de risa como en una de su últimas fotografías, o bailando tango o chachachá en la sala de mi casa tal y como lo hizo en una de nuestras últimas reuniones. Y sin duda impartiendo lecciones a jóvenes artistas, entrevistando a informantes y cultores, pintando, dibujando, articulando, buscando libros y leyendo en silencio. O regateando a vendedores de artesanía, libreros o anticuarios, argumentando ante adversarios y desconfiados, refunfuñando y puteando ante la incomprensión, intolerancia, doble moral y conservadorismo de nuestros gobernantes, academias, y, especialmente, de nuestras élites económicas y políticas. Así lo miro, como el Abuelo Amarrado en una Centroamérica que sigue reconstruyéndose a pesar de la globalización inducida y la violencia (casi escribo demencia) estructural. ¡Allí está, en el Inframundo que siempre se buscó!
¡Hasta siempre, Maestro!