Roberto Cabrera, el abuelo amarrado

Contaba Roberto que fue muy amigo de Juan Sisay, el indígena más notorio de Santiago Atitlán; con él se dio a conocer en la

A las 11:00 p.m. del 22 de julio falleció Roberto Cabrera Padilla (1939) en un hospital del Seguro Social en Ciudad de Guatemala. Roberto fue pintor, escultor, grabador, dibujante, ensayista, crítico, docente, gestor, promotor, e investigador del arte y de las culturas populares. Y un excelente organizador y propiciador de grupos y asociaciones. Una de sus últimas investigaciones, la cual desarrolló por más de 20 años, giraba en torno al culto de Maximón y San Simón en las riberas del lago Atitlán en Guatemala y muchas comunidades indígenas de ese país. Maximón es el santo indígena, San Simón una apropiación ladina.

Contaba Roberto que fue muy amigo de Juan Sisay, el indígena más notorio de Santiago Atitlán; con él se dio a conocer en la cofradía de la Santa Cruz y de esa manera pudo acceder al culto prehispánico de Maximón, que significa “Abuelo Amarrado” o Rilaj Mam, en tz’utuhil. A muy pocas personas se les permite ver el contenido del ritual por dentro, así como el “envoltorio” donde reposa Maximón. El Nabisil es el único que lo puede tocar, armar y desarmar;  en Semana Santa lo tienen desarmado, pero el Jueves Santo lo bajan de su tabanco, que es el cielo, y lo arman en el suelo, que para ellos es el inframundo. Usan debajo un petate, y mientras lo visten y paran, otros levantan las cuatro puntas del petate, o puntos cardinales en forma de cruz, cual árbol de la Vida. Esto significa que el inframundo es donde viven los dioses. Roberto me mostró las primeras fotos que hiciera: es más que sorprendente.

Por lo anterior, y mientras escribo a toda prisa estas notas a modo de despedida del amigo, intelectual, artista y tendedor de puentes en una Centroamérica balcanizada y dolarizada, se me ocurre que al final de sus días se fue convirtiendo en ese Abuelo Amarrado pero sin culto ni reconocimiento en países donde la envidia, los celos y la serruchada de piso son pan de cada día. Y es que Roberto Cabrera terminó sólo y aislado en su casa/museo/taller/biblioteca/estudio de la Zona 2 de la capital guatemalteca. En Costa Rica también tuvo momentos de arrinconamiento por las esferas que detentan el poder simbólico y político y por algunos sectores artísticos y de la academia. Pero ello no fue obstáculo para que continuara con su tarea titánica de construcción de saberes y quehaceres para impulsar el arte y la cultura centroamericana.

En estos momentos Roberto se me aparece y disuelve en múltiples imágenes grabadas durante tantas conversaciones, caminatas, trabajos, lecciones, conferencias, reuniones, comidas o lecturas allá en su Guatemala como acá en Costa Rica. Lo veo en Guanacaste comiendo tortillas o haciendo entrevistas para su investigación sobre el Cristo de Esquipulas y las culturas populares de Santa Cruz, o la historia de la ganadería en Guanacaste; en San Isidro de El General, Ciudad Quesada, San Ramón, Heredia o San José discutiendo apasionadamente, pero con parsimonia, espesos conceptos estéticos, metodológicos o políticos; o cruzando el gran lago Atitlán en lancha, o en los mercados de Ciudad Guatemala, Antigua y Chichicastenango, donde, luego de visitas a iglesias, templos y cofradías, solíamos ir a almorzar en busca de manjares criollos. Por cierto, siempre que regresaba a San José el almuerzo del encuentro obligado era en el Mercado Central, con una buena olla de carne, por supuesto.

Y es que Roberto convivió con nosotros cerca de 20 años. Hubo de salir de Guatemala ante la represión y la política de tierra arrasada de los gobiernos militares que se sucedieron luego del golpe de estado al gobierno revolucionario de Jacobo Arbenz (1951-1954) hasta la llegada de la “democracia” a su país. (Muchas de sus obras reflejan esos momentos de angustia, desolación y muerte de los pueblos indígenas y del guatemalteco en general). Fue acá donde forjamos una amistad a prueba de balas, decía él, a prueba de babas decía yo. Compartimos desde una vida bohemia dura y sin “bocas” hasta la academia, pasando por la ardua tarea de acercar a nuestros países a través del arte en agrupaciones, sonadas exposiciones y proyectos truncos. A través de su magisterio pude conocer más de cerca el arte guatemalteco y los intríngulis de una cultura plural, compleja y asimétrica como la de ese admirable y sufrido pueblo. Y hacer mucho más amistades guatemalenses.

Por los sentimientos encontrados que experimento y lo que se me agolpa en la cabeza, pienso todavía que el maestro está muerto de risa como en una de su últimas fotografías, o bailando tango o chachachá en la sala de mi casa tal y como lo hizo en una de nuestras últimas reuniones. Y sin duda impartiendo lecciones a jóvenes artistas, entrevistando a informantes y cultores, pintando, dibujando, articulando, buscando libros y leyendo en silencio. O regateando a vendedores de artesanía, libreros o anticuarios, argumentando ante adversarios y desconfiados, refunfuñando y puteando ante la incomprensión, intolerancia, doble moral y conservadorismo de nuestros gobernantes, academias, y, especialmente, de nuestras élites económicas y políticas. Así lo miro, como el Abuelo Amarrado en una Centroamérica que sigue reconstruyéndose a pesar de la globalización inducida y la violencia (casi escribo demencia) estructural. ¡Allí está, en el Inframundo que siempre se buscó!

¡Hasta siempre, Maestro!

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