Y ahora, ¿a quién le pregunto?

En una de esas largas entrevistas que Fidel Castro ha otorgado a periodistas amigos, se dejó decir que: cuando uno no tiene con quien

En una de esas largas entrevistas que Fidel Castro ha otorgado a periodistas amigos, se dejó decir que: cuando uno no tiene con quien pelear es porque ya está muerto o debería estarlo.

Y en su caso lleva toda la razón. Y bueno sería que se repitiera en muchos otros ciudadanos, porque la vida es un pugilato diario, el silencio es una complicidad, y la confrontación con causas, ideas o personas es tan productiva y necesaria, como que se haga la luz cada mañana.

Alberto Cañas, uno de esos gladiadores del combate interminable, acaba de abandonar la arena, y por sus virtudes y enseñanzas constantes, a mí me deja muy desolado.

Probablemente en la esgrima coloquial que ejercitamos desde que nos conocimos en 1968, algunas de sus tácticas, y muchas de sus armas, pasaron a mi arsenal dialéctico, porque en una refriega interminable de más cuarenta años, llegó el momento en que casi sólo con él podía “pelearme”, sin tener que lamentar odios, venganzas y otras desgracias. Raro personaje en Costa Rica, capaz de debatir con vehemencia, a grito pelado y  sin perder la amistad y la tolerancia para el adversario y sus ideas contrapuestas.

Con ese propósito, el de confrontar criterios y obtener luz de esa colisión, lo visité últimamente casi todas las semanas, y lo llamé con molestosa frecuencia para consultarlo, acompañarlo y contradecirlo. Seguíamos el mismo debate que comenzamos cuarenta años atrás en la Escuela de Periodismo (él ya abogado, periodista, ministro, embajador, dramaturgo, y yo un güila impertinente), pero jamás nunca nos enojamos ni perdimos el mutuo cariño. Mi admiración crecía. Es cierto, me distancié algunas veces por zipizapes, pero bien sabía que me quería y que le encantaba que lo contradijera.

Talvez en ese cariño alargado por los años, era donde residía lo esencial de aquella frase suya (repetida ­en público y en privado) de:  –“¿cuándo?, ¿cuándo me he peleado yo con alguien?”. Lo cual me producía mucha risa, pues en cualquier vidriera de electrodomésticos de San Pedro, podía verlo uno levantando el puño contra el comunismo, los Tinoco, La Nación, Andrés Saénz, Óscar Arias o lo que fuera… Sí, claro, se peleaba con todo el mundo… Pero rápido le pasaba… Su bondad estaba por encima del berrinche.

He allí el origen de su arraigada creencia de que “jamás se enojaba con alguien”. Si bien muchos no lo entendían así, porque era un asunto de tolerancia, de libertad propia y ajena. Y las graderías, en sol o sombra, no suelen ser muy tolerantes ni muy libres.

En una tertulia, en 1995, cuando lo entrevistaba para Canal 4,  junto a Fabián Dobles, Isaac Azofeifa y Joaquín Gutiérrez, le demandé a este último maestro  si él no estaba reduciendo –con los años– el espíritu de combate. Joaquín, comunista probado, me estaba respondiendo que sí, pero Beto Cañas, conservador también probado, lo interrumpió: –“¡Qué va, yo entre más viejo, más cabreado me pongo!… La carcajada fue nacional.

Ese era el guerrero que hoy nos deja.

En los últimos años, cuando compartíamos el cafecito de la tarde, casi no hablábamos de política, pues era terreno peligroso. Más bien hablábamos de las bellas artes, la literatura, los libros, la historia, los viajes, Marilyn Monroe, Greta Garbo, las gentes en plural; y aun en eso, teníamos excesivas  contradicciones. Porque  como todo hombre, era contradictorio, y a veces arbitrario, y eso hay que apuntarlo, para que no se  piense que era un santo ni ese mito asceta e inmaculado que se inventan los benemeritazgos.

Una tarde, frente a su nieta Elena y dos bisnietas, llegó a tal calor la discusión de sobremesa, que hube de pedir perdón por la gritada que nos estábamos dando. La joven dama, muy gentilmente, me indicó que no me preocupara, que ya en la familia estaban acostumbrados, y las niñas ni se inmutaron. Es que no había manera de evitarlo, pues era un fajador dialéctico impenitente, hombre de lengua rasurada –como le gustaba decir– y talvez él mismo me había enseñado a contradecirlo, porque recuerdo algún artículo suyo de cuando fui su alumno y me encomiaba diciendo que era muy “agresivo, preguntón y discutidor” (Excelsior 26-2-76).

Aunque incluso antes de que él me puliera en ese terreno (porque no hay duda que fue mi maestro en muchos otros), ya habíamos tenido nuestros pereques. Primero en la Escuela de Periodismo, donde le cuestioné su excesiva tranquilidad como Director-fundador, y poco tiempo más tarde, a través de la prensa, por algunas diferencias sobre cómo enfocar la praxis académica en esa carrera. En las páginas de La Nación (25-3-73), siendo él Ministro, consta una agria polémica que sostuvimos al respecto.

Nos “agarramos” por el periodismo, por la Escuela, por el Colegio, por Marín Cañas, por los libros, por el cine, por el teatro. De hecho me inicié como crítico de teatro en La Nación, porque nunca estaba de acuerdo con las que él escribía en La República (me parecía complaciente), aunque, años después,  al dejar él ese diario, logré que escribiera la mismas críticas pero, en UNIVERSIDAD.

Durante una campaña para la Presidencia del Colegio de Periodistas, se me atravesó en la oposición. Traté de persuadirlo, pero no hubo manera. Le gané, pero en el balotaje triunfó la derecha del Costa Rica Libre.

En los 70, en su despacho de Cultura, Juventud y Deportes, nos tomábamos un café casi a diario y para mí era como una clase privada. En ese tiempo él no soportaba la ópera. –“¿Quién les va a creer a esas gordas que son bonitas o que están heridas, si encima dan el do de pecho en el suelo?… Eso es un género cursi”. Y claro, como yo era terreno joven y fértil, me lo creí, y un día lo dije en público: Me eché encima, para siempre, a todos los cantantes, partiquinos y tramoyeros del Nacional, incluida la Sinfónica.

Mas pasados veinte o treinta años, me cuenta lo linda que estuvo La Traviata!! –¿Pero cómo, le digo, si usted me enseñó a odiar esos dramones de viejas gordas? –“Bueno, lo que pasa es que me tocó estar en Berlín en un congreso, y como no había nada que hacer por las noches, me metí todos los días al ciclo wagneriano y ahora ya me gusta la ópera”. –Ah, muy bonito, ¿y ahora qué hago yo, que no tengo congresos en Berlín? –Eso es problema suyo, me espetó.

Y tampoco coincidíamos en las lecturas. Le llevaba libros de Sharpe o de Fuentes y no le gustaban. Me recomendaba a Gaarder, a Kundera o a Boyne, y me parecieron malos. Para no hablar de los ticos actuales, que no los soportaba. Me devolvió varios.

O sea,  que cada charla era un combate, y él quien más golpes daba, pero yo aprendía y disfrutaba. Solía decir: –“Me gusta la gente que me contradice”, y yo lo complacía, aunque a ratos “se cabreaba”.

Y así fue nuestra larga amistad. Un estira y encoge, porque políticamente no coincidíamos y, como se nota, en muchas otras cosas tampoco. Pero, como me dijo Alda, su hija, el día del funeral, –“de eso se trata”. Y cierto, así lo entendimos siempre.

Gozaba de una salud jurásica,  enterró a todos sus amigos, ni las gripes le pegaban. Yo, siempre resfriado, le reclamé: pero ¿usted hace ejercicio? –“No hombre, el único ejercicio que hago es cuando camino en los entierros de mis amigos que hicieron ejercicio”… ¡Se le ocurrían unas frases tan contundentes y lapidarias, que era mejor estar de su lado!

Sin duda el promotor cultural más importante de los últimos cincuenta años, se dio con generosidad al estímulo del arte, el periodismo y los creadores. Sus fundaciones, aunque hayan sido arrasadas, marcaron una época, forjaron tres generaciones y son todavía semillas que en cualquier momento despiertan. Jamás se negó a escuchar las ideas opuestas y por eso exigía que se oyeran las suyas. Aunque tuviera que gritar. Jamás le negó el respaldo a un hecho cultural o a un artista que lo necesitara, pero claro, había que enfrentar sus criterios y a veces pelearla duro.

Peleábamos casi desde que nos veíamos, pero yo aprendí tanto de ese forcejeo intelectual, que hoy siento una gran ausencia, un gran vacío, porque Beto Cañas era el último gran archivo viviente nacional y me he quedado sin un maestro.

Su apertura intelectual, su memoria enciclopédica, su rebeldía renacentista, su carencia de envidias, su generosidad sin límites y su pasión costarricense, me lo convirtieron en una figura indispensable en los últimos años.

Ya sé que ahí están Google, Internet y toda esa gama de opciones, pero cuando yo tenía alguna duda filosófica, idiomática, intelectual de cualquier orden, mi tendencia natural era hablar con Beto Cañas. Me daba más seguridad que las redes y cuando él salía del país, no había nadie que lo sustituyera.

Probablemente muchos ciudadanos deben haber sentido ese punto de referencia, ese respaldo moral y cultural que Beto nos ofrecía, incluidos los de la “gradería de sol” que llegaron a despedirlo al cementerio.

Por eso, nada tiene de raro que hace un año, cuando la operadora del ICE me preguntó que cuál teléfono iba a escoger como “preferido”, yo recitara automáticamente el número que me aprendí de memoria desde los años 60, cuando nos encontramos en la vieja Escuela de Periodismo. El de su casa. El mismo, porque nunca cambió ese 25.

Y es que me hacía falta su raigambre costarricense, su sintonía con el país, su decencia política, su voz contra los corruptos, su agresividad contra los mediocres, su bondad para con los jóvenes proyectos. Su memoria, su sabiduría casi infinita.

Y ahora, ¿ahora a quién le pregunto?

Si es que en Costa Rica ya no hay otro 25… Otro 25 como ese…

No.

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