0:30; un día difícil; en la torre de Babel

A dos años del asesinato, a manos de los cuerpos especiales de la marina de Estados Unidos, del líder terrorista internacional Osama Bin Laden,

A dos años del asesinato, a manos de los cuerpos especiales de la marina de Estados Unidos, del líder terrorista internacional Osama Bin Laden, la civilización del espectáculo está encendida en su torre de Babel. Dos productos de la industria del entretenimiento pretenden enmendar las versiones oficiales sobre la operación realizada en Paquistán el 1 de mayo de 2011. Uno, la película de Kathryn Bigelow nominada al Oscar Zero Dark Thirty, que denuncia procedimientos de tortura empleados por la CIA; el otro, el libro Un día difícil en que Mark Owen, seudónimo de un miembro de SEAL Team Six, narra en primera persona y de manera vertiginosa, en el “sutil estilo de los americanos”, como diría Piero, los hechos poco heroicos el día de la operación especial.

Aquí presentamos un adelanto del libro publicado en español por la editorial Crítica, según apareció en el suplemento El Cultural, del diario español El Mundo.

EL TERCER PISO

Jalid estaba tirado boca arriba y, para seguir subiendo, tuvimos que evitar su cuerpo con cuidado. Las escaleras estaban construidas con unas baldosas deslizadizas, que aún resbalaban más por la sangre. Todos los peldaños eran inseguros. Allí cerca vi el AK-47 de Jalid, apoyado en un escalón. 

“Qué bien que no estuviera en su puesto y usase esto”, pensé. Si el hombre de cabeza no lo hubiera llamado por su nombre, podría haber bloqueado el paso por el hueco de la escalera. No habría tenido más que sentarse en el rellano y disparar unas ráfagas cada vez que nosotros intentásemos subir por la escalera hacia su posición. Eso habría sido una pesadilla y seguro que habríamos tenido alguna baja. Nuestros planes preveían un combate más intenso. Contra todo lo dicho sobre los chalecos suicidas y la voluntad de derramar sangre por Alá, solo uno de los hermanos Al-Kuwaiti había llegado a abrir fuego. Jalid, al menos, lo había pensado: cuando examinamos su AK-47, vimos que tenía una bala en la recámara. Estaba preparado para resistirse, pero al final no tuvo mucha ocasión. 

A simple vista, el hueco de la escalera estaba oscuro como boca de lobo, pero con nuestras gafas de visión nocturna todo quedaba teñido de un tono verde. El asaltante encargado de la seguridad del rellano iba ahora por delante, y nosotros le seguíamos hacia arriba. Pero volvíamos a reducir la marcha y a tomarnos el tiempo necesario. El hombre de cabeza era los ojos y oídos del resto de nosotros. Él controlaba el ritmo. 

ACELERAR. FRENAR.

Hasta el momento, todo iba bien. Sabíamos que en la casa había, al menos, cuatro hombres. El único que quedaba era Bin Laden. Pero expulsé aquellos pensamientos de mi cabeza. No importaba quién hubiera en el tercer piso. Probablemente avanzábamos hacia un tiroteo, y, a aquella distancia, la mayoría de tiroteos duran tan solo unos pocos segundos. No había margen de error. “Concéntrate”, me dije a mí mismo. 

El hombre de cabeza estaba justo delante de mí, así que no había mucho que yo pudiera hacer. Yo estaba allí para apoyarlo. Habían pasado unos quince minutos, Bin Laden había tenido tiempo suficiente para colocarse un chaleco suicida o, sencillamente, haber cogido su arma. 

Examiné con la vista el siguiente rellano. Tenía los sentidos alerta. Forzaba el oído para percibir si alguien estaba cargando un cartucho o se aproximaba. No hacíamos nada nuevo. Habíamos participado en centenares de misiones. En el fondo, estábamos despejando habitaciones como habíamos aprendido a hacer en el Green Team. Solo que el blanco y el hecho de estar en Paquistán hacían que aquella misión fuera importante. 

El rellano en lo alto de las escaleras se ensanchaba hasta convertirse en un vestíbulo pequeño. Al final de la sala, había una puerta que daba al balcón. A cosa de un metro y medio del final de las escaleras, había dos puertas, una a la derecha y otra a la izquierda. Las escaleras eran relativamente estrechas, sobre todo para un puñado de tipos con todo nuestro equipo. Costaba ver más allá del guía, de tan angostos que eran, arriba de todo, las escaleras y el rellano. 

Faltaban menos de cinco peldaños para llegar a lo alto cuando oí disparos silenciados. “Bop. Bop”. Nuestro guía ha visto a un hombre que se asomaba por la puerta de la derecha del vestíbulo, a unos tres metros de donde estaba él. Desde mi situación, no podía saber si las balas habían dado en el blanco o no. El hombre desapareció en la habitación oscura. El hombre de cabeza llegó al rellano y se movió despacio hacia la puerta. A diferencia de lo que sucede en las películas, no recorremos los últimos peldaños a saltos para precipitarnos en la habitación disparando a todo trapo. Nos tomamos nuestro tiempo. 

El guía mantuvo el fusil apuntado hacia el interior de la habitación mientras nosotros avanzábamos sigilosos hacia la puerta abierta. De nuevo, sin correr. Al contrario, esperamos en el descansillo y miramos hacia dentro. Vimos a dos mujeres, de pie junto a un hombre tendido a los pies de una cama. Ambas mujeres iban vestidas con túnicas largas y llevaban el pelo enredado, como si hubieran estado durmiendo. Ambas gritaban y gemían en árabe, histéricas. La más joven levantó la vista y nos vio en la puerta. 

Chilló algo en árabe y se precipitó hacia el guía. Estábamos a menos de un metro y medio. Echando el fusil a un lado, el guía agarró a las dos mujeres y las llevó a una esquina de la habitación. Si alguna de ellas hubiera llevado un chaleco suicida, probablemente él nos habría salvado la vida, pero a costa de la suya propia. Fue una decisión desinteresada, tomada en una fracción de segundo. 

Con las mujeres fuera del camino, yo entré en la habitación junto a un tercer SEAL. Vimos al hombre tendido en el suelo, a los pies de su cama. Vestía una camiseta blanca, sin mangas, pantalones anchos de color habano y una túnica del mismo color. Los disparos del guía habían penetrado por el lado izquierdo de su cabeza. La sangre y el cerebro se habían derramado por el costado del cráneo. En estado de agonía, todavía temblaba y convulsionaba. Otro asaltante y yo apuntamos con nuestros láseres hacia su pecho y disparamos varias balas. Los proyectiles impactaron en él e hicieron que su cuerpo golpeara contra el suelo, hasta que quedó inmóvil. 

Hicimos un rápido examen, en busca de más amenazas, y yo vi al menos a tres niños acurrucados en la esquina más alejada, cerca de una puerta de cristal corredera, que daba al balcón. Las criaturas −no puedo decir si eran niños o niñas− se quedaron sentadas en el rincón, aturdidas, mientras yo despejaba la sala. 

Con el hombre en el suelo, ahora inmóvil, y sin amenazas adicionales, despejamos dos habitaciones pequeñas al lado mismo del dormitorio. Al empujar la primera puerta, me asomé y vi una oficina pequeña, desordenada y abarrotada. Había papeles desperdigados por encima de un escritorio minúsculo. La segunda puerta resultó ser un baño y una pequeña ducha. 

Ahora todo era memoria muscular. Empezamos a tachar cosas de nuestra lista mental. La principal amenaza estaba muerta, junto a la cama. Nuestro hombre de cabeza se ocupaba de las mujeres y los niños. Mi colega y yo despejamos la pequeña oficina y el baño, mientras otros SEAL limpiaban la habitación que había al otro lado del vestíbulo. Mientras cruzaba el vestíbulo hacia la otra habitación, me crucé con Walt. 

−Todo despejado por aquí− me dijo. 

−Este lado también− contesté yo. 

El guía sacó a la mujer y a los niños de la habitación y los llevó al balcón, para que mantuvieran la calma. Tom estaba en el tercer piso y vio que ambas habitaciones estaban despejadas. 

Tercer piso seguro− le oí decir por la radio del pelotón. 

GERÓNIMO

De vuelta al dormitorio, la más joven de las mujeres estaba tumbada en la cama. Se agarraba las pantorrillas y gritaba histéricamente. 

Walt estaba de pie junto al cuerpo. Aún era oscuro y costaba distinguir el rostro del hombre. La casa seguía sin electricidad. Yo levanté la mano y encendí la luz que llevaba en uno de los enganches de mi casco. Ahora el objetivo era seguro y, puesto que todas las ventanas estaban tapadas, nadie podía vernos desde el exterior; por lo tanto, el uso de la luz blanca no suponía peligro. 

El rostro del hombre estaba cubierto de sangre y destrozado por, al menos, una herida de bala. Un agujero en la frente le había hundido el lado derecho del cráneo. Los lugares del pecho donde habían impactado balas estaban levantados. Yacía sobre un charco de sangre que no paraba de crecer. Cuando me agaché para mirarlo de más cerca, Tom se unió a mí. 

−Creo que es nuestro chico− dijo Tom. 
No iba a transmitir por radio que era Bin Laden, porque sabía que esa información se retransmitiría a Washington a la velocidad del rayo. Sabíamos que el presidente Obama estaba a la escucha, así que no queríamos cometer errores. 

Repasé la lista mentalmente. 

Era muy alto. Calculé que, más o menos, mediría metro noventa y tres. 

Comprobado. 

Era el único varón adulto de la tercera planta. 

Comprobado. Los dos correos estaban exactamente donde la CIA dijo que estarían. 

Comprobado. 

Cuanto más observaba aquel rostro destrozado, más me fijaba en la nariz. 

No estaba dañada y me resultaba familiar. Saqué el librito que llevaba en el equipo y estudié los fotomontajes. Aquella nariz larga y delgada encajaba. La barba era muy oscura, sin rastro de las canas que esperaba ver. 

−Walt y yo nos ocuparemos de esto− le dije a Tom. 

−Entendido− dijo Tom. 

Saqué la cámara y los guantes de goma, y empecé a fotografiar mientras Walt preparaba varios juegos de muestras de ADN. 

Will, como sabía hablar árabe, estaba en la habitación curando la herida de la pierna de la mujer que lloraba sobre el lecho. Luego supimos que se trataba de Amal al-Fatah, la quinta esposa de Bin Laden. No estoy seguro de cuándo resultó herida, pero era una lesión muy pequeña. Podría ser consecuencia de un fragmento de bala o de un rebote. 

−¡Eh! Hay mucho material que recopilar en la segunda planta− oí que alguien decía por la radio del pelotón−. Vamos a necesitar más gente aquí abajo. 

Cuando Tom salió de la habitación, le oí transmitir por la radio del comando: 

−Posible, repito, posible touchdown anotado en el tercer piso. 

Tiró de la manguera de su CamelBak y roció el rostro del hombre con un chorro de agua. 

Aprovechando una manta de la cama, yo empecé a limpiarle la sangre de la cara. A cada paso, los rasgos faciales se volvían más familiares. Parecía más joven de lo que yo esperaba. La barba era oscura, como si estuviera teñida. Yo seguía pensando en lo poco que se parecía a la imagen que me había formado de él. 

Me resultaba extraño ver tan de cerca un rostro tan infame. Tendido ante mí tenía el motivo por el que habíamos estado luchando durante la última década. Era surrealista tratar de limpiar de sangre el rostro del hombre más buscado del mundo para poder hacerle una fotografía. Tenía que concentrarme en la misión. Ahora mismo, necesitábamos unas cuantas fotos de calidad. Aquella imagen podía acabar viéndose en medio mundo y yo no quería hacerlo mal. 

Eché la manta a un lado, saqué la cámara con la que había tomado centenares de fotografías en los últimos años y empecé a disparar. En lo relativo a esta clase de imágenes, todos habíamos llegado a ser buenos fotógrafos. Llevábamos años como actores del CSI Afganistán. 

Las primeras tomas fueron del cuerpo entero. Luego me arrodillé, cerca de la cabeza, y tomé unas cuantas fotos de la cara solamente. Tiré de la barba a la derecha y luego a la izquierda, para retratarlo de perfil. Quería concentrarme en la nariz. Como la barba era tan oscura, la fotografía que realmente me quedó grabada fue la que tomé de perfil. 

−Eh, tío, aguántale el ojo bueno abierto− le pedí a Walt.

Él se agachó y tiró del párpado, dejando expuesto su ojo marrón, ahora inerte. Ajusté el zoom y tomé una fotografía estrictamente del ojo. Mientras lo iba retratando, Will estaba con las mujeres y los niños en el balcón. Por debajo de nosotros, nuestros colegas reunían ordenadores, tarjetas de memoria, portátiles y vídeos. En el exterior, Alí, el intérprete de la CIA, y el equipo de seguridad se ocupaban de los vecinos curiosos. Oí que Mike hablaba por radio sobre el Black Hawk accidentado. 

−Demolición, preparad la voladura− dijo Mike. 

Por las transmisiones de radio, yo sabía que el SEAL de demolición y el técnico de explosivos iban de camino al patio. 

−Eh, lo vamos a volar− dijo el SEAL. 

−¡Entendido!− respondió el especialista en explosivos. Empezó a sacar cargas y a repartirlas por el suelo del edificio principal. 

−¿Qué coño haces?− preguntó el SEAL al artificiero. 

Todo el mundo estaba confuso. 

−¿Me has dicho que lo prepare para volarlo o no? 

−¡El edificio, no!− dijo el SEAL. El helicóptero. 

−¿Qué helicóptero? 

El artificiero había entendido que el SEAL pedía dinamitar la casa, decisión que entraba dentro de uno de los planes de emergencia para los que habíamos estado entrenando. 

La noticia del accidente del Tiza Uno no se había difundido aún. La gente se estaba enterando en aquel momento. En Washington, cuando vieron las imágenes de los aviones no tripulados, ni siquiera estaban seguros de que hubiéramos caído. Luego me enteré de que en el vídeo, granulado y en blanco y negro, parecía como si hubiéramos «aparcado» en el patio y dejado salir al equipo. El presidente y el estado mayor quedaron desconcertados en aquel momento, y llegaron a preguntar qué estaba pasando al Mando Conjunto de Operaciones Especiales. Un rápido mensaje a McRaven volvió con la respuesta: «Vamos a corregir la misión… un helicóptero ha caído en el patio. Mis hombres están preparados para esta eventualidad y se ocuparán de ello».

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