Anacristina Rossi: La geografía es fundamental

La geografía es fundamental en la obra de Anacristina Rossi por dos razones: la primera por el hecho muy sencillo de que toda su

La geografía es fundamental en la obra de Anacristina Rossi por dos razones: la primera por el hecho muy sencillo de que toda su obra tiene por escenario el Caribe sur costarricense, unos 80 km de costas, desde Puerto Limón hasta la frontera con Panamá, donde se desarrollan estas historias.

La otra razón deriva, precisamente, de la primera. País de poca presencia en el escenerio internacional, incluido el literario, la geografía nos permite poner pies en tierra, contar el lugar; decir cómo  ayuda a acercarse al lugar y a la obra.

Los invito, por lo tanto, a pasar. El paisaje

Cuando Orlandus entró a Puerto Limón «llovía torrencialmente. Se sentó a escampar bajo el alero de un bar de chinos. La humedad lo agobiaba. Miró a través del aguacero de las casas de madera. Limón lo desilusionó. ¿Era esa la ciudad que tanto amaba su mamá? Veía la esquina de un gran parque y la luz de arco entre las dos columnas del portón. Atrás el Caribe, plomizo de lluvia». Estamos hablando del Limón de hace cien años, a principios del siglo XX. Pero, aun guardando las distancias, Limón sigue siendo un puerto pequeño y sencillo, más caribeño que costarricense, si se pudiera hablar en términos culturales. Empezando por la lengua, ese derivado del inglés que se esparció por el Caribe; y por la raza, negra, que predomina en la costa.

Hay que comenzar por el final. Con su ya premiada novela Limón Blues (Premio «Áncora» y Premio nacional de novela del 2002) Anacristina Rossi pone fin a un intervalo literario de 17 años que media entre su primera novela, Maria la noche, publicada en Barcelona, en 1985, y esta.

No es que haya permanecido en silencio total. En ese intermedio publicó, en 1993, un libro de cuentos, Situaciones conyugales, agotado y listo para reedición, y un relato breve (para no entrar en la disquisición de géneros), de tono ecológico y mucho éxito de librerías, La loca de Gandoca (el Caribe, siempre el Caribe), en 1991.

El Caribe costarricense es tierra de negros, venidos, la mayoría, de Jamaica a principios del siglo pasado, para construir ferrocarriles y plantar bananos. Quedaron aislados del Valle Central, 180 km tierra adentro, donde se desarrollaba la vida ciudadana, el mundo blanco, descendiente de españoles y centro económico y político del país. Y no había caminos. Por eso, aquí no hay mulatos. El valle, fresco, contrasta con el Caribe, tropical, hasta en la lengua: el español versus un inglés caribeño alimentado desde Jamaica.

Y el mar. ¡Ah! Y el mar interminable. Si se excluyen algunos cuentos, toda la obra de Anacristina Rossi termina por anclar aquí. No se puede decir «tiene el Caribe por escenario» porque María la noche se desarrolla casi toda en Londres, hasta que, mediante el subterfugio del recuerdo, viene a encallar a Limón.

Ahí es donde se desarrolla Limon Blues. Es a Puerto Limón donde llega, un día de 1904, Orlandus, para hacerse cargo del pedazo de tierra que sus padres, ahora de regreso en Jamaica, dejaron medio cultivado aquí.

LIMON BLUES

Es mezcla de novela y documento histórico. Una versión anterior a la definitiva (que leí) reproducía los periódicos de la época, para reconstruir la historia de ese mundo perdido en la costa del Caribe, pero también (y sobre todo) la de la autora, que vio, acongojada, irse desdibujando sus recuerdos de 35 años atrás.

Anacristina Rossi nos da los antecedentes: mi intención era mostrar al lector un mundo que, por la barrera del idioma y la incomprensión del racismo de los costarricenses, quedó fuera del acervo cultural del país.

La frase viene a cuento para explicar el uso (y el abuso) de «documentos reales», pequeños periódicos de la época, para construir la historia. Se desdibujaba la novela, se sucedían las citas de periódicos ya olvidados en los que, hace 70 años, o más, los negros del Caribe se sumaron a la gesta de Marcus Garvey, la Universal Negro Improvement Association (UNIA) y su Black Star Line, con la que pretendía llevarlos de regreso a Africa.

La historia de Garvey, menudo y vestido como mariscal de Napoleón, es fantástica. Ochenta años después, todavía quedan en Limón quienes guardan, como tesoro, las acciones de la naviera, que compraron en un gesto de rebeldía y libertad, para hacerse dueños de una parte de la empresa que les prometía, sobre todo, dignidad. Preso por Hoover, perseguido por el FBI, con millones de seguidores en todo el mundo, Garvey sucumbió sin cumplir la imposible promesa que otra escritora, Yasmin Ross, contó en La flota negra, libro también reciente, publicado aquí.

No deja de llamar la atención la coincidencia de ambas publicaciones, ambas ambiciosas, en la recuperación de una historia a punto de ser olvidada, llevada a la tumba por los últimos accionistas de la flota negra que jamás pudo llevarlos a su destino. Y cuya inexistencia sirvió para que Hoover, al final, metiera preso a Garvey, acusándolo de estafador.

Uno de los ejes de la historia es ese: la (pérdida de la) nacionalidad, esos negros emigrantes y empobrecidos, orgullosos miembros del imperio británico atrapados aquí por la voracidad del yanki aventurero que se hizo dueño del país, apropiándose de sus tierras para sembrar banano y construir un ferrocarril (a muerto por durmiente, se recuerda en alguna parte).

Pero hay otro sostén, con el que Anacristina Rossi construye esta historia: las relaciones hombre-mujer, en sus muchas variedades, como la de Nanah y Prince, los padres de Orlandus, definida en un diálogo sobre los poderes del espíritu y las atribuciones de cada quien: – Look Prince. Usted me quiere. Pero también me detesta. Odia mis aceites. De cat o’nine. De orégano. De calvario. Usted me amenaza con la Biblia. Me grita sentencias. Pero no tiene derecho a quitarme mis cosas, todo es del espíritu. La salud y la vida. No le permito insultarme. Nunca más; le dice Nanah.

Las de Orlandus, primero con Leonor, mujer del ministro, su primera mujer; casada, desde luego, amor clandestino. Luego Irene, su mujer, con su otro amor, también clandestino, Ariel.

Limon Blues es solo «media novela» que anuncia, en su sucesión de capítulos impares, la obra futura, con los pares, sobre el Limón de hoy. ¿Simple continuación de la historia, o un nuevo esfuerzo por hurgar en la forma de contar, en aplicar el bisturí a esa duplicidad que amarra, que no deja despegar una veta más onírica en la que -intuyo- está el filón más rico?

HISTORIAS DE LA NOCHE

Limón reaparece en otra historia, historia de la noche, hacia donde regresa Maristela, en el recuerdo, desde su refugio en Londres, hasta que todo se diluye en la incerteza. Historia de amores apasionados y compartidos que se disuelven en la memoria.

Literatura a veces onírica, juguetona, incursiona en amores prohibidos, de Octavia y Maristela, o el más ocasional, de Antonio y Alberto, sin poder, sin embargo, mantener ese ritmo que la acerca, a veces, a la propuesta de El bosque de la noche, libro de Djuna Barnes que la misma Anacristina me presentó pero que, asegura, no conocía cuando escribió su María la noche.

El mismo mundo nocturno, donde las cosas no son lo que parecen, del que -le recrimino- huyó cuando el relato se trasladó de Londres a Limón, a los recuerdos de la infancia. Faltó coraje, le digo; no quise, responde, para justificar el salto sobre el Atlántico que, en la novela, es un paso de ese mundo de la noche y la lluvia cansina a la luz exposiva del otro lado de la costa.

Acá, de este lado, la irracionalidad es otra. Este lugar que odio infinitamente, le dice la madre, porque no amaina. Lugar que odio como te odio a vos, hija primera, con una rabia sagrada y demencial. Podría enterrarte debajo de la casa o abrirte la piel con un cuchillo al rojo vivo, dice (o sueña que dice). Esto es importante en esta novela: la imprecisión, el no saber; o, aun mejor, el saber que lo de la mente, lo que va por dentro, es más real que los hechos mismos. Porque, al final, la novela está construida sobre esa fantasía. Son figuras que se desdibujan, que no son lo que parecen.

El significado más profundo es que la desgracia y la esclavitud humanas son universales, dice T. S. Elliot, hablando del libro de Djuna Barnes. La desgracia y la esclavitud. ¡Claro! La desgracia con que concluye María la noche: el crimen impreciso de la muchacha, que mataron en uno de los cuartos, el de atrás. Y la esclavitud: a los recuerdos, al miedo. Ellas estaban ahí, pero Antonio ya no tenía la llave. Al obturarse la falla había perdido el camino hacia sus cuerpos y, desbocado, se buscaba a sí mismo, en la noche.

Es eso lo que más me atrae de María la noche: no lo de buscarse, sino lo desbocado.

Es una veta que Anacristina no ha terminado de explorar; la abandonó antes de agotarla. Le dio miedo, dije; no quise, me respondió.

Pero la veta no ha quedado perdida. Quizás lo que no se ha hecho es explorar el filón principal. Limón Blues vuelve sobre el tema. La loca de Gandoca tampoco lo suelta del todo. De nuevo, una historia -la destrucción del ambiente- se mezcla con otra, la del personaje, en busca del amor, en este relato corto que difícilmente califica como novela. En este caso el tema es ecológico, una historia militante, montada sobre la lucha real, inmediata, de defensa del ambiente amenazado, sin que, por eso, se desdibuje la trama, o que los personajes pierdan frescor.

Personajes, algunos, ya ensayados en sus cuentos, del mismo modo que se ensaya el estilo, lo onírico y lo poético. Si no, que se vea Marina, navegando en Marea alta.

LO ONÍRICO Y LO POÉTICO

Publicada en Barcelona, María la noche pagó un precio por la distancia, por no haber circulado suficientemente en el país. Quedó algo olvidada y la literatura costarricense no sufrió toda la influencia que el lenguaje de esa obra puede insuflarle; lenguaje sensual, onírico y poético que torna, por ratos, algo hermético el relato.

Narrado por Antonio, 35 años, candidato a doctor en economía en una universidad londinense, y Maristela, la joven centroamericana que desembarca al otro lado del Atlántico a los 23, la novela empieza con el encuentro enigmático de los dos en una cueva, en el recoveco de la memoria, donde el narrador la descubre chupando el dedo y llorando a lágrima viva, sucia y sin comer.

«I’m lonely in London», dice, en el epígrafe, Caetano Veloso, alusión a un vago recuerdo de la memoria, cuando todo empezó al desembarcar, sola, Maristela en Londres.

La forma de narrar transforma el recuerdo en realidad y el desembarco en Europa es recordado como abandono del padre que la acompaña y enseña los monumentos europeos para sentarse después en una esquina cualquiera y, poniendo a su lado la valijita, le dice: no la perdás, ya vengo. «Lo aguardé contenta tres horas, cinco, diez, varios días sin comer y sin dormir con el brazo alrededor de la valija. En vano, cuando tuve que aceptar que no volvería, me sacudió el pecho un sollozo terrible.»

Pero es con la madre la incomunicación principal, personaje que surge (sin que se sepa aún) en el primer encuentro, en un pub de Londres, de Antonio con Maristela, cuando este la salva de una mujer de pelo largo, que se le iba a tirar encima. «Hija extraña, te oigo de lejos. Soy una mujer maldita desde que naciste», sueña Maristela que le dice su madre.

-Yo la necesitaba, afirma ella. «Dios mío, cómo la necesitaba. Alguien que me ayudara con la vida.», le cuenta a Antonio, después que este le pidiera hablar de su infancia.

Pero entonces el relato había regresado al pasado. Porque se inicia con ese año de encuentros y desencuentros que Antonio, español de las Canarias, relata, llenos de sensualidad y erotismo, que se van poblando de personajes casi todos ocasionales, salvo Octavia, con quien se construye el trío que sostiene la historia.

¡Amor!, le dice Maristela a Octavia cuando regresa llena de sexo y transgresiones. Amor, le dice, mientras la toma por detrás, «por tu espléndido trasero, hendido para mí hasta el centro de la tierra, para que yo pueda llegar hasta el centro y llenarme de tu tierra oscura y sucia estos dedos cada vez más ávidos». Antonio mira.

Al lenguaje erótico se suma el onírico, los ritos del Caribe, y el misterio del final, donde el sueño se desdibuja; personajes que aparecen y (no) son, exploración del terreno impreciso de los recuerdos.

Limón Blues es, en esto, más convencional, explora menos, pero cuenta con más madurez. Lo onírico y lo poético son, aquí también, parte de la historia, pero están menos presentes en el lenguaje. De algún modo no se puede dejar de sentir que algo del sueño se quedó en el camino.

Se trata, en todo caso, de obra en pleno desarrollo. A Limón Blues seguirá la segunda parte, ya anunciada. Pero nada está terminado. No basta la geografía para unificar una obra ya diversa. Hay un ejercicio de lenguaje que se ha quedado en el camino y que, quizás, pueda ser reencontrado, aunque, para eso, se tenga que volver a la cueva donde, un día, la descubrieron.

 

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