¿De regreso a la URSS?

Capítulo VIDe vuelta a Moscú teníamos ganas de oír nuestro propio idioma y a nuestra propia gente, pues por mucho que los ucranianos

Calificado por el New York Times de «soberbio» cuando se publicó por primera vez en 1948, Diario de Rusia es el fruto del largo viaje del escritor y premio Nobel estadounidense John Steinbeck y el gran fotógrafo húngaro Robert Capa por la URSS, apenas tres años después del final de la guerra. Su objetivo no era político, sino intentar comprender el corazón del pueblo soviético. De hecho, uno de los elementos más divertidos es el conflicto permanente que mantuvieron los autores con la censura soviética, que se negaba a creer que no tuvieran motivaciones políticas ocultas. Pero este libro es también un diario. Steinbeck intercala los comentarios sobre Rusia con los pormenores de sus viajes, y su lectura permite conocer mejor la personalidad de Capa, de cuyos peculiares hábitos y comportamiento Steinbeck habla constantemente: parece que le gustaba pasar mucho tiempo en la bañera, los libros ajenos, el silencio de la mañana…A continuación reproducimos un fragmento del libro.

Capítulo VI

De vuelta a Moscú teníamos ganas de oír nuestro propio idioma y a nuestra propia gente, pues por mucho que los ucranianos hubieran sido amables y generosos con nosotros, no dejábamos de ser forasteros. Nos sentó bien hablar con personas que sabían quiénes eran Supermán y Louis Armstrong. Acudimos a la divertida casa de Ed Gilmore y escuchamos sus discos de swing. Pee Wee Russell, el clarinetista, se los envía. Ed dice que no sabe cómo podría pasar el invierno sin la contribución de los cálidos discos de Pee Wee.

Sweet Joe Newman trajo unas chicas rusas, y fuimos a bailar por los clubes de Moscú. Sweet Joe es un bailarín fenomenal, pero Capa acostumbra a dar grandes saltos de conejo, divertidos pero peligrosos.

La gente de la Embajada fue muy amable con nosotros. El general Macon, el agregado militar, nos aportó sus pulverizadores de DDT para protegernos de las moscas cuando dejamos Moscú, pues en algunas de las áreas bombardeadas y devastadas las moscas son un problema. Y en uno o dos de los lugares en los que habíamos dormido había otros pequeños visitantes problemáticos. Algunas de las personas de la Embajada no habían estado en sus casas desde hacía mucho tiempo, y querían saber de cosas simples y menores como lo que se esperaba del béisbol, y cómo era probable que fuera la temporada de fútbol, y sobre las elecciones en diversas partes del país.

El domingo fuimos a la exposición de trofeos de guerra, cerca del parque Gorki, a lo largo de la orilla del río. Había aviones alemanes de todas clases, tanques alemanes, artillería alemana, ametralladoras, transportes de armas, armas antitanque, ejemplares de material alemán incautado por el Ejército soviético. Y caminando entre las armas estaban los soldados con sus esposas y sus hijos, y explicaban estas cosas con profesionalidad. Los niños miraban maravillados el material que sus padres habían ayudado a capturar.

Había carreras de barcos en el río, pequeñas motos de agua con motores fuera borda, y nos dimos cuenta de que muchos de los motores eran Evinrude y otras marcas americanas. Las carreras eran entre clubes y agrupaciones de trabajadores. Algunos de los barcos estaban pilotados por chicas. Apostamos por una chica rubia especialmente bonita, solamente porque era bonita, pero no ganó. En todo caso, las chicas eran pilotos más duros y competitivos que los hombres. Daban giros más arriesgados y manejaban sus embarcaciones con una temeridad fenomenal. Sweet Lana estaba con nosotros, y vestía un traje azul de la Armada, y un sombrero con un pequeño velo, y llevaba una estrella de plata en el ojal de su solapa.

Después fuimos a la Plaza Roja, donde había una cola de personas de por lo menos un cuarto de milla que esperaban para ver la tumba de Lenin. Dos soldados permanecían ante la puerta de la tumba como figuras de cera. Ni siquiera pudimos ver que parpadearan. Toda la tarde, y casi todas las tardes, una lenta procesión de personas entra en la tumba para mirar el rostro de Lenin muerto dentro de su urna de cristal; se cuentan por miles las personas que pasan ante esos cristales y miran durante un instante la abultada frente, la nariz afilada y las mejillas hundidas de Lenin. Es como algo religioso, aunque ellos no lo llamarían religioso.

En el otro extremo de la Plaza Roja hay una plataforma circular de mármol en la que los zares solían hacer ejecutar a la gente, y ahora está ocupada por gigantescos ramos de flores de papel y una pequeña colonia de banderas rojas.

Solo habíamos ido a Moscú con el propósito de conseguir un transporte hacia Stalingrado. Capa hizo un contacto para revelar sus películas. Habría preferido llevarlas a casa sin revelar, porque las instalaciones y los controles son mejores en Estados Unidos. Pero tenía un sexto sentido acerca de ello, y su presentimiento al final resultó oportuno.

Como de costumbre, salimos de Moscú no en las mejores condiciones, pues de nuevo había habido fiesta hasta tarde y habíamos dormido poco. De nuevo nos sentamos en la sala VIP bajo el retrato de Stalin, y bebimos té durante una hora y media antes de que nuestro avión estuviera preparado para partir. Y nos tocó un avión igual al que nos había tocado con anterioridad. La ventilación tampoco funcionaba en este avión. Se amontonó el equipaje en el pasillo, y por fin despegamos.

El gremlin del señor Chmarsky estuvo muy activo en este viaje. Casi todo lo que había dispuesto o planeado no resultó. No hubo capítulo, ni comité de la Voks en Stalingrado, y en consecuencia, cuando llegamos al pequeño edificio del aeropuerto atravesado por las corrientes, no había allí nadie para recibirnos, y el señor Chmarsky tuvo que llamar por teléfono a Stalingrado para pedir un coche. Mientras tanto salimos al exterior y vimos una hilera de mujeres vendiendo sandías y melones, y muy buenos. Estuvimos derramando el jugo de la sandía por nuestras pecheras durante una hora y media hasta que llegó el coche; y como lo utilizamos bastante, y tenía cierta personalidad, debemos describirlo. No era un coche, sino un autobús. Se trataba de un autobús diseñado para transportar a unas veinte personas, y era un Ford modelo A. Cuando la Ford abandonó el modelo A, el Gobierno ruso compró la maquinaria con la que se fabricaba. Los modelos A de Ford se fabricaron en la Unión Soviética, tanto para automóviles como para camiones ligeros y autobuses, y este era uno de ellos. Tenía amortiguadores de muelle, supongo, pero o no eran suficientes, o estaban rotos. No había prueba física alguna de que los hubiera. El conductor que se nos había asignado era un tipo estupendo de la cooperativa, con una actitud casi reverencial hacia los automóviles. Luego, cuando nos sentamos a solas con él en el autobús, se limitó simplemente a repasar la lista de los coches que le gustaban.

-Buick -decía-, Cadillac, Lincoln, Pontiac, Studebaker -y suspiraba profundamente. Esas eran las únicas palabras que sabía en inglés.

La carretera que llevaba a Stalingrado era la zona más dura de todo el país. El aeropuerto estaba a kilómetros de distancia, y si hubiéramos podido salirnos de ella, habríamos hecho un camino comparativamente suave y fácil. La presunta carretera era una sucesión de baches, y agujeros, y profundos socavones. Estaba sin pavimentar, y las recientes lluvias habían convertido parte de ella en charcas. En la abierta estepa, que se extendía hasta donde alcanzaban los ojos, había rebaños de cabras y vacas pastando. La vía del tren corría en paralelo a la carretera, y a lo largo de ella vimos hileras de bateas y vagones de carga incendiados que habían sido acribillados a balazos y destruidos durante la Guerra. Toda la zona que rodeaba Stalingrado durante kilómetros estaba plagada de los desechos de la Guerra: tanques carbonizados, y semiorugas, y transportes de tropas, y trozos herrumbrosos de artillería rota. Equipos de rescate recorrían el campo para recoger estos restos y cortarlos para usarlos como chatarra en la fábrica de tractores de Stalingrado.

Teníamos que sujetarnos con las dos manos mientras que nuestro vehículo rebotaba y saltaba por el campo. Parecía que no íbamos a acabar de atravesar la estepa, hasta que al fin, tras una pequeña ascensión, vimos Stalingrado debajo de nosotros y el Volga detrás.

En los límites de la ciudad había cientos de casitas nuevas creciendo, pero una vez dentro de la misma ciudad había poco, salvo destrucción. Stalingrado es una larga franja de ciudad a lo largo de la orilla del Volga, casi treinta kilómetros de largo, y solo unos dos kilómetros de ancho en su parte más amplia. Habíamos visto ciudades en ruinas anteriormente, pero la mayoría de ellas habían sido destruidas por las bombas. Esto era bastante diferente. En una ciudad bombardeada unos pocos muros quedan de pie; esta ciudad había sido destruida por el fuego de cohetes y obuses. Se peleó por ella durante meses, fue atacada y recuperada, y atacada de nuevo, y la mayoría de los muros estaban arrasados. Los pocos muros que quedan en pie, se pican y descomponen mediante el fuego de las ametralladoras. Por supuesto, habíamos leído sobre la increíble defensa de Stalingrado, y se nos ocurrió una cosa al contemplar esta ciudad rota: cuando una ciudad es atacada y sus muros se derrumban, los edificios caídos ofrecen un buen refugio para el ejército defensor; refugio, y agujeros, y nidos, de los cuales era casi imposible sacar a unas fuerzas decididas. Aquí, en esta ruina terrible, tuvo lugar uno de los momentos cruciales de la Guerra. Cuando, después de meses de sitio, de ataques y contraataques, al fin los alemanes fueron rodeados y capturados; incluso sus militares más estúpidos debieron de sentir en algún lugar de su alma que habían perdido la Guerra.

En la plaza central estaban los restos de lo que habían sido unos enormes grandes almacenes, y aquí los alemanes habían opuesto resistencia por última vez cuando fueron rodeados. Aquí fue donde se capturó a Von Paulus y donde se derrumbó todo el sitio.

Al otro lado de la calle estaba el Hotel Intourist, ya reparado, donde íbamos a quedarnos. Nos dieron dos habitaciones grandes. Nuestras ventanas daban a acres de escombros, ladrillos y hormigón rotos y yeso pulverizado, y a los extraños hierbajos oscuros que al parecer crecen siempre en los lugares destruidos. Durante el tiempo que estuvimos en Stalingrado, nos sentimos cada vez más fascinados con esta extensión de ruinas, porque no estaba abandonada. Bajo los escombros había sótanos y agujeros, y en estos agujeros vivía mucha gente. Stalingrado era una ciudad grande, y había tenido edificios de apartamentos y muchos pisos, y ahora no tenía ninguno, salvo los nuevos de las afueras, y su población tiene que vivir en alguna parte. Vive en los sótanos de los edificios donde una vez estuvieron los apartamentos. Observábamos desde las ventanas de nuestra habitación que por detrás de un montón de escombros ligeramente mayor aparecía de repente una muchacha, que iba a trabajar por la mañana, y daba los últimos toques a su pelo con un peine. Vestía con pulcritud, con ropas limpias, y se bamboleaba a través de los hierbajos de camino al trabajo. No tengo ni idea de cómo lo hacían. Cómo podían vivir bajo tierra y aun así mantenerse limpias, y orgullosas, y femeninas. Las amas de casa salían de sus agujeros e iban al mercado, con las cabezas cubiertas por pañuelos blancos y las cestas de compra en los brazos. Era una extraña y heroica farsa sobre la vida moderna.

Había una excepción bastante terrorífica. Justo detrás del hotel, y en un lugar que dominaban nuestras ventanas, había un pequeño montón de basura, donde se tiraban las cáscaras de melón, los huesos, las mondaduras de patata y cosas parecidas. Y unos pocos metros más allá, había un pequeño montículo, como la entrada de una conejera. Y todas las mañanas, temprano, de ese agujero salía arrastrándose una niña. Tenía largas piernas e iba descalza, y sus brazos eran delgados y nervudos, y su pelo estaba enmarañado y sucio. Estaba cubierta de años de suciedad, de modo que parecía muy oscura. Y cuando levantó la cara, vi uno de los rostros más bellos que he visto en mi vida. Sus ojos eran astutos, como los de un zorro, pero no eran humanos. La cara estaba bien desarrollada, y no era de subnormal. En alguna parte del terror del combate en la ciudad, algo se había quebrado, y ella se había retirado al confort del olvido. Se ponía en cuclillas y comía cáscaras de melón, y chupaba los huesos de la sopa de otras personas. Solía estar allí unas dos horas hasta que se llenaba el estómago. Y después salía a los hierbajos, y se tumbaba, y se dormía al sol. Su rostro era de una belleza cincelada y se movía sobre sus largas piernas con la gracia de un animal salvaje. Las otras personas que vivían en el subsuelo del solar apenas le hablaban. Pero una mañana vi a una mujer salir de otro agujero y darle media hogaza de pan. Y la niña la agarró casi mostrando los dientes y la sostuvo contra su pecho. Con los ojos de un perro semisalvaje, observó suspicaz a la mujer que le había dado el pan, hasta que se hubo metido en su sótano, y luego se volvió y enterró la cara en el bloque de pan negro, y como un animal examinaba su pan, y sus ojos miraban hacia delante y hacia atrás. Y cuando estaba royendo el pan, un lado de su harapiento y sucio chal se deslizó de su sucio pecho joven, y automáticamente su mano volvió a colocar el chal y cubrió el pecho, y lo puso en su lugar con unas palmaditas en un gesto femenino desgarrador.

Nos preguntamos cuántos podría haber como ella, mentes que ya no podían tolerar seguir viviendo en el siglo XX, que se habían retirado no a las colinas, sino a las antiguas colinas del pasado humano, a la vieja selva del placer, y del dolor, y de la supervivencia. Era un rostro con el que soñar durante mucho tiempo.

[…]

 

Publicado por El Cultural.

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