Colores camineros
Soy un boyero. Por el camino de Barva llevo en mi carreta unos marcos de madera, varillas y vidrios que se usarán en las ventanas de una escuelita que está en construcción, para volver con una carga de café maduro de los cafetales de Ñor Bernardo Zárate que dejaré en el recibidor de Juan Zamora, del cruce a la salida de Heredia unas cuatrocientas varas como quien va para Santo Domingo.
¡Santo Domingo!… ¡Cómo recuerdo los días en que los chiquillos, en aquellos veranos de vientos y papalotes, con las manos olorosas a guayabas maduras y a cáscara de naranja, nos bañábamos en las pozas y corríamos en los potreros de Raicero, Tures y Rincón de los Ruiz!*
Son casi las seis de una mañana que “parece de domingo”, por el azul purísimo en lo alto, los montones de verde a los lados y abajo la frescura de las quebradas que, al atravesarlas, mojan las estrellas de colores en las ruedas que asperjean la tierra seca de este verano de 1920.
Conforme avanzamos, la vistada a “Las Tres Marías” se hace más y más ancha y el corazón se pone más y más contento. Resuena el traqueteo de los ejes y respiro profundo el aire que huele a zacate calinguero, a sereno y al recuerdo de alguien que está muy lejos, pero que parece que camina junto a mí…En octubre hará cuatro años que le encargué esta carreta a la fábrica de Gabino Sojo. Y la yunta de bueyes negros, que parecen gemelos, hace resaltar los dibujos que son la admiración de las gentes. ¿Por qué? Pues porque los hizo la más famosa pintora de carretas del país, una muchacha a quien llaman “Flor d’itabo”.**
Yo le dije que usara, sobre todo, cuatro colores: el azul, el rosado, el blanco y ese tono entre amarillo y verde que tiene a veces la tierra y que viene a ser como un dorado.
Y entonces “Flor d’itabo” convirtió mi carreta en la más linda de todas: le puso el alma de la mujer que no puedo olvidar.
Notas
*Decreto 28 de setiembre de 1869.
Se erige el Distrito de Santo Domingo de la Provincia de Heredia en Cantón, cuya cabecera será la Villa del mismo nombre y que comprenderá los Distritos de “Virilla”, “Raicero”, “Tures”, “Bermúdez” y Rincón de los Ruiz”.- Jesús Jiménez/Presidente de la República.
(Mentecatos cambiaron estos nombres magníficos por los ramplones “Santo Tomás”, “San Miguel Sur”, “San Miguel Norte”, “San Vicente” y “Santa Rosa”, respectivamente.)
** Consultar “Los colores” en los “Cuentos de angustias y paisajes” de Carlos Salazar Herrera.
Un estrella terrestre
Por Carlos Salazar Ramírez
Son un labrador. Dispongo de una pequeña parcela fertilísima, enriquecida a lo largo de millones de años por los grandiosos volcanes vecinos, que a veces con sus retumbos y tremores me recuerdan el agradecimiento que les debo.
La pala del azadón se hunde con facilidad en el humus, ese tesoro negro más valioso que todo el petróleo del mundo, y que al voltearlo deja ver unas criaturas extrañas, simples, silenciosas, las lombrices, enormemente importantes, verdaderas compañeras en el duro trabajo que nos da vida y porvenir. Si la agricultura es un oficio esencial, estos ignorados bichitos suaves son tan necesarios como los vientos, las aguas, el Sol…
Y si ellos son humildes yo debo serlo también, para sentirme digno de tocar la tierra con las manos y aspirar su olor incomparable.
Siempre he practicado la conveniente rotación de los cultivos para permitirle al suelo el placer de darles existencia vigorosa a las diversas especies, cada una con su aspecto, color y sabor determinados: las vainas, lechos de las semillas de las legumbres; la carnosidad de los tallos y las hojas que a veces es posible comer crudos; el volumen apretado de los tubérculos terrosos; la disciplina de los granos de maíz en su mazorca; la fragancia de las frutas, desde la dulzura de una fresa hasta la ira de un chile picante.
Sí. La labranza es una plegaria, un misterio, un aprendizaje y un milagro.
Una noche, meditando en todo esto, sentado junto a la pequeña bodega de los aperos y frente a los cultivos iluminados por la Luna, en la quietud me parecía sentir los rumores de las raíces horadando la tierra, el crecimiento de las plantas y el caminar de miles de insectos invisibles.
Y a lo lejos la silueta negra de las montañas bajo la noche azul, al frente la Cruz del Sur, y casi en el cenit la majestad de Orión.
La jornada había sido ardua, y adormilado recordaba la planta inexistente que siempre quise cultivar: una con tallos y ramas blancos, azules las hojas y las flores, y frutas rosadas protegidas por un vellón dorado. ¿Excesos fantásticos?
De pronto, en las alturas, algo atrajo la mirada y lo que percibí me dejó estupefacto: un fulgor pareció desprenderse de alguna constelación y cruzó a mitad del firmamento; se detuvo unos momentos e inició una caída hacia tierra indicándome que no se trataba de una estrella errante equivocada. Me puse de pie y sentí que el fin se acercaba a velocidad aterradora. Pensé en huir, ¿pero adónde?
Atónito pude observar que la brillantez no crecía conforme a su aproximación, y que la rapidez de caída disminuyó antes de tocar el suelo, posándose en la era con la suavidad de una pluma. Después, tiernamente, se hundió en la tierra.
Desperté. La paz de la noche no había sido turbada; y luego de un último mirar al sembradío y al Universo me encaminé al dormitorio.
Un gallito cercano y otro lejano me avisaron que rayaba el día. Recordé el sueño azaroso primero y espléndido después, y bajo el frío estimulante de la hora me dirigí a examinar el lugar donde creí ver la caída de la enigmática luciérnaga celeste. Nada. No había sido perforado el terreno en ningún lugar y ninguna hoja mostraba el menor daño. ¡Como que fue un sueño!
…Y las nubes continuaron cabalgando los vientos, las lluvias ondulando sus cortinas plateadas y el Sol enriqueciendo la tierra vehemente…
Pero una madrugada, al mirar a través de la ventana, veo asombrado una planta completamente desarrollada –que no estaba el día anterior- “con tallos y ramas blancos, azules las hojas y las flores, y frutas rosadas protegidas por un vellón dorado”. Y no era ya un exceso imaginativo: ahora se trataba de un ser real y evidente. Al acercarme advertí que no solo las flores y las frutas: toda esa bella identidad era aromosa…
Alargué tembloroso la mano para tocarla. ¡El cuerpo vegetal era tibio y enormemente agradable al tacto!
-¿Qué es este prodigio? –murmuré-. ¿Qué tiene esta nativa del cielo y de la tierra que me atrae con una gravitación tan poderosa que deseo convertirme en un ser vegetal y trenzar mis raíces con las suyas?
-Es imposible tu transmutación en planta –pronunció una voz de arpa-. Pero yo… yo sí puedo llegar a ser humana.
Mi asombro era infinito: ¿Una ilusión de los sentidos?
-No, no es una ilusión. Las palabras se originan en mis raíces, suben con la savia hasta mis flores y llegan a tus oídos. Pero hace frío. Es necesario tu regreso al lecho…
Al llegar la siguiente aurora, dos gallitos cercanos me despertaron. La viajera estelar ya no estaba en los surcos. Pero junto a mí dormía una mujer en cuya respiración flameaban las cinco líneas de un pentagrama y en cuyo cuerpo se pincelaban los cuatro colores evocados…