El Troglodita

Un mamut yace desmadejado e inerte.Su lana color chocolate contrasta con el silencio de la nieve.Tras suyo un largo trecho bordado de ramas, maderos

Un mamut yace desmadejado e inerte.

Su lana color chocolate contrasta con el silencio de la nieve.

Tras suyo un largo trecho bordado de ramas, maderos en astillas y pelos…

Trastabilla.  Da un paso en falso.

La engañosa ladera del sendero por la que se desliza parece continuar mas termina

en una caída abrupta de un par de miles de metros.

Respira cortadamente.  Agoniza.

Quieto.  Limpio.  Al fondo del despeñadero.

Al torcerse, una de las patas traseras, se ha separado del resto del cuerpo.

Dos gruesos bordones de sangre chorrean.

Debajo suyo, en el sitio donde la sangre cae, la tierra es tibia.  La moja el inmenso trozo de carne negra.  Tierra y carne, despiden un aroma a dulce añejo y polvoriento.

Moscas, carroñeros y hombres se acercan; anticipando el festín.

Gritos de júbilo, zumbidos, ruidos guturales, cantos…

Una ávida turba de cazadores:

entre ellos M’k —una silueta con las formas dilatadas de una acuarela— al borde de la selva.  Junto a él, un tramo de nieve aún virgen, iluminada por el sol.

Renquea.  Débil, alerta.

Una de sus piernas la cruza un rugoso tejido verde.  Cada tanto la masa agusanada hierve.  Enseguida el frío anestesia el escozor.

En el bullicio de la caza, nadie lo mira.

II

Corre un aire prístino.

La mañana, antes infinita, se ha acortado.

Es primavera.

(Con destreza y rapidez además de destazar la presa para comerla, el grupo debe apropiarse de piezas clave como los cuernos y la piel; estocando además una que otra víscera para su uso en un futuro cercano.)

M’k saliva.

Teme no disfrutar el negro abrigo de la cueva otra vez.

Corta un tajo.  En el lado izquierdo de lo que queda del vientre.

Hunde la mano.  Tras hurgar unos instantes, saca un enorme trozo de hígado magullado —la víscera aturde con el brillo de un fruto de vidrio remojado en sangre—.

Él mastica con voracidad.  Triste.

La carne colma su interior.

Se chupa los dedos, los vellos del brazo.

En una ebriedad de sudor y de sangre.

Esa noche se imagina consumido por el poderoso fuego del sol.

Nada en un transparente círculo de agua.  Y hunde el cuerpo en una gélida esponja de musgo.

La fiebre lo hace orinar.  El líquido arde quemándole el sueño; también la realidad.

Se lleva una mano al órgano sexual, entregado al más antiguo de los placeres.

III

Empotrado sobre un monte, el estrecho umbral de la cueva, mira en dirección al firmamento.  Tiene forma de labio semiabierto.

Al cruzar la estrecha boca, la luna se ensancha.  Y adentro aumenta el tamaño de las cosas, deformándolas.

M’k luce llano sobre el fango.  Los ojos fijos en el techo de la primera bóveda de la extensa caverna.  En el techo mira él el universo.

Una fogata crepita en el fondo.  Cada tanto los estallidos hacen saltar algún madero.

El espacio se estrecha o se dilata según el vaivén de las llamas.  En la oscuridad da la impresión de ondular —igual a un barro húmedo y amorfo—.

Con la inconciencia y la fatiga también aumenta su perplejidad, ante aquel teatro de imagos y de sombras.

Sin saberlo, se entrena en percibir dos emociones elementales: el miedo y la soledad.

Afuera escucha bramidos.  Un grito.  Luego silencio.

No hay viento.  Apenas sopla una brisa tenue.

El dolor en la pantorrilla sube desde el talón de modo intermitente.  La llaga supura.  El pus chorrea a cuenta gotas mas el escozor se disemina.

Sabe el destino que le espera.

En lugar de aguardar, siente el desesperado impulso de garabatear su dolor sobre el arcilloso suelo de la cueva.  Toma un palo.  Con destreza y rapidez traza un círculo, una línea, otra más pequeña.  Completa la figura de un hombre.  Repite el procedimiento sustituyendo una de las piernas por un bordón.   Tras dibujar la ausencia de la pierna siente alivio.

Sonríe al pensar en el cerebro cercenado del jefe del clan.

Si fuera él líder, antes de la llegada de las blancas lluvias, conduciría al grupo hasta las altas tierras del Norte.  Hartarían hasta vomitar…

Eso, si tuviera dos piernas, no una.

Con celo, bajo el calor de su cuerpo, coloca el amuleto.  Una uña de tigre dientes de sable.

Esa noche, la del último día, M’k no cesa de vagar.

IV

Todo aquello vi.

Lo analicé con inteligencia diminuta, veloz, fragmentaria.

Mandé descender mi probóscide disponiéndome a succionar.

No olvido ese sabor inicial.

Con M’ka, engullí el universo en un trago:  constelaciones, el infinito, textos arameos, Lilith, Magallanes, gusanos prehistóricos, lombrices fosforescentes, tormentas de arena, la pereza gris-venenosa de los volcanes.  No sé que más.

Sentí el impacto en la espalda, la barriga y las alas.  Una vez digerido, el líquido subió y bajó precipitadamente en mi interior.

He seguido amando ese troglodita de rodillas salientes, frente ancha y mirada monumental.

El más universal de los hombres.  Con la aspereza de un saco de guangoche. Bien dotado para la conversación pero con la opacidad de un ungüento….

 

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