Frank Sinatra y otras criaturas de la noche

En relación con el artículo de Álvaro Rojas sobre el escritor costarricense Alfredo Oreamuno, a quien apodaron Sinatra, ofrecemos este extracto de las memorias

En relación con el artículo de Álvaro Rojas sobre el escritor costarricense Alfredo Oreamuno, a quien apodaron Sinatra, ofrecemos este extracto de las memorias del actor y cantante Sammy Davies Jr. En que se refiere a los primeros años de su amistad con su colega Frank Sinatra y los duros inicios de su carrera.

Estuve veinte minutos para que el nudo de la corbata de diez dólares que me había comprado aquella tarde en Saks de la Quinta Avenida quedara perfecto. Mi padre me preguntó:

-¿Qué haces esta noche?

-No gran cosa -dije como si nada. Vamos al Copa a ver a Frank Sinatra. Se le arrugó la frente.

-Escucha, Poppa…

-Papá, no pasa nada. Voy con Buddy Rich, que está siempre en la onda, ¿vale? Si me ha invitado es porque no hay problema.

Aunque el metro para el centro estaba medio vacío, me quedé de pie todo el trayecto para que no se me arrugase el traje. Por encima del chirriar de las ruedas, en el recuerdo me oía silbar junto a mi padre mientras íbamos caminando al centro desde Harlem; silbábamos para no pelarnos de frío en el portal del número 15 de la calle 16 Este, desde donde mirábamos la entrada del Copacabana, al otro lado de la calle, y no perdíamos detalle de todos los que llegaban. Veíamos cómo el portero abría la puerta de las limusinas y los taxis, se descubría para saludar y mantenía la puerta del local abierta hasta que los recién llegados desaparecían por ella entre risas, guapos y ricos, para ver a Joe E. Lewis, Tony Martin, Jimmy Durante, Martin y Lewis… a los mejores artistas del momento. Ahí es donde tocaban, en el Copa. Esperábamos dos horas hasta que la gente se iba, sólo para ver con qué cara salían después del espectáculo, y con suerte echar un ojo a alguna de las estrellas.

Estaba en frente de la entrada del Copa a las once menos cuarto. Buddy y sus amigos llegaron en un taxi. Cuando estábamos a punto de entrar, el portero nos detuvo.

-Hace falta reserva -corrió para atajarnos el paso-. Eh, ¿no me han oído?

-Me llamo Buddy Rich, he hecho una reserva.

El portero sacudió la cabeza.

-Será mejor que esperen aquí mientras voy a comprobarlo.

Regresó al cabo de pocos minutos.

-Disculpe, pero no consta ninguna reserva a su nombre -me dirigió una mirada elocuente, antes de volverse de nuevo a Buddy-. Tal vez si dan una vuelta y vuelven dentro de un rato habrán podido encontrarla.

Buddy había levantado el puño.

-¿Me está diciendo que si volvemos sin mi amigo tendremos una mesa? Porque si eso es lo que me está diciendo quiero oírlo.

El portero se ruborizó.

-Yo no he dicho eso. Mire, oiga, no armen lío…

Tiré de Buddy:

-Venga, vamos -fuimos caminando calle arriba. No podía mirarle a la cara-. Oye, esto es ridículo. Entrad vosotros, ¿vale? No tenéis por qué perderos la actuación de Frank.

-Como vuelvas a decir eso te doy una paliza.

Al llegar a la esquina, miré atrás para ver el toldo donde se leía Copacabana. Sentí la palmada de Buddy en el hombro:

-Algún día bailarás encima de las mesas de ese local.

Mi padre me esperaba levantado en la cocina.

-¿Cómo ha ido?

-No nos han dejado entrar. Buenas noches, papá.

Me fui a mi cuarto y empecé a desvestirme. Hacía calor, pero aun así cerré la ventana para que no entrara la peste de la basura que la gente tiraba y que se acumulaba en el patio. Le oí entrar a mi habitación.

-Mira, Poppa, nunca nos han querido en su territorio y nunca nos querrán, y me destroza ver que tú mismo te haces daño por algo que a estas alturas ya deberías saber.

-¿Aún no hay noticias de Will?

-Sí, vamos a tocar en el Flamingo de Las Vegas. Will firmó el contrato porque subieron a 750 dólares más gastos de transporte. Ya sé que te da rabia tener que pasar una temporada en el oeste, pero no podemos permitirnos rechazar tanto dinero.

-Papá, tocaría en la mansión del gobernador de Alabama si eso nos llevara a algún sitio más deprisa. Cualquier cosa con tal de cambiar este tipo de vida. ¡Tengo que salir de esto! ¡Tengo que hacerlo!

Me miraba la mano, la corbata que yo apretaba en el puño cerrado, hecha un ovillo. Sacudió la cabeza despacio, con pesar:

-Sammy, no saldrás de esto hasta que te mueras.

* * *

Buddy dijo:

-Anoche hablé con Frank. Me dijo que le llamaras-levanté la vista de mi café. Él asintió-. Por supuesto que se lo conté -señaló la cabina de teléfono-. Eldorado, 5-3100.

-Vente al club esta noche, Charley. Te he hecho una reserva, así que vas y entras tú solo.

-Oye, Frank, prefiero no hacerlo. Te agradezco…

-No hay nada que discutir. Tan sólo ven esta noche -luego suavizó el tono de voz-. Cuando algo va mal, no irá bien hasta que lo arregles. Ya sé que es un mal trago, Charley, pero tienes que hacerlo.

Buddy me explicó que Frank se había enfrentado con el maître:

-Le dijo: «Mantén libre esa puta mesa para él, aunque no aparezca nunca».

Caminé despacio hacia el Copa. Aunque todo vaya bien, aunque entre y consiga una mesa… entrar por la fuerza donde no eres bien recibido todavía es más humillante que el hecho de que no te dejen entrar. Sin embargo, nunca podría volver a mirar a Frank a la cara si me echaba atrás. Estaba pasando un bache y necesitaba al Copacabana más de lo que ellos le necesitaban a él. Y a pesar de ello había dado la cara por mí.

Subí los tres escalones de la entrada. El portero se quedó en la acera, observándome. Abrí la puerta y entré preparado para encararme a un montón de gente, pero me encontré solo en un vestíbulo. Me detuve un instante, y luego empujé la siguiente puerta. Había gente tomando algo en una barra a mi derecha. A mi izquierda sólo podía ver un espejo, de manera que caminé en la dirección opuesta. Un camarero lucía una sonrisa excesiva:

-Buenas noches, señor. ¿Desea tomar una copa en el bar?

-No, gracias. He hecho una reserva para el espectáculo.

-El espectáculo es abajo, señor -sonrió con indulgencia, señalando hacia la izquierda.

Dos grupos de gente bajaban la escalera delante de mí. El maître les preguntaba sus nombres, los tachaba de la lista y les enviaba a sus respectivas mesas. Di un paso adelante, pero antes de poder pronunciar mi nombre, aquel tipo chasqueó los dedos y apareció un camarero, el cual se limitó a decirme «Por aquí, señor». Me condujo hasta una mesa. Estaba tan atrás que podía ver mejor lo que sucedía en la cocina que lo que pasaba en el escenario.

Miradas provenientes de todos y cada uno de los rincones de la sala se me clavaban en la piel. Di un sorbo a la coca-cola que había pedido. Encendí un cigarrillo y aspiré una calada larga mientras sujetaba la boquilla con la punta de los dedos, en un intento por imitar todos los ademanes sofisticados de Cary Grant que acababa de ver en Mr. Lucky. Dos tipos cruzaban la sala y se dirigían directamente hacia mí. Me tendieron la mano:

-¿Sam?- Somos amigos de Frank. Dijo que no te importaría que nos sentáramos contigo.

Frank había querido que entrase solo, sin el apoyo de nadie, pero les había enviado a sentarse conmigo para que no me sintiera aislado.

Cuando subimos a su camerino, Frank me dio una palmada en el hombro.

-Lo has hecho muy bien, Charley.

El vagón del metro daba bandazos de un lado a otro y yo me balanceaba al compás. Que yo recordara, era la primera vez que disfrutaba aquel viaje de vuelta a casa, y me dejé arropar por la tranquilidad y el anonimato de su vulgaridad. Por lo general, me limitaba a ver el lado sórdido de Harlem y me indignaba estar condenado a ser un segundón en todo; sin embargo, ahora apreciaba la paz que eso ofrecía. Sabía que era un error pensar así, e intentaba escapar a esa idea. He estado en el Copa.

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