Centroamérica fue un territorio pobre y marginal desde los tiempos precolombinos, lo siguió siendo durante la larga penumbra de la colonia, y se volvió sangriento durante todo el siglo XIX después de la independencia de España, gracias a las rencillas crónicas entre caudillos que terminaron por fragmentarlo. Sin embargo, el poeta nicaragüense José Coronel Urtecho comprobaba con asombro que cinco hitos literarios fundamentales marcaban aquella historia desconcertada: el Popol Vuh, el libro sagrado del pueblo maya quiché; la Rusticatio Mexicana del jesuita Rafael Landívar; La verdadera historia de la conquista, escrita por Bernal Díaz del Castillo, y la obra renovadora de Rubén Darío.
A partir de Darío es que se abre la modernidad de la literatura centroamericana. Y si el modernismo dejó una cauda retrógrada en Centroamérica, toda una poesía de álbumes de quinceañeras y veladas líricas con decorados de escenario, pudo empujar también en Nicaragua un movimiento de renovación que duró hasta pasada la primera mitad del siglo XX, desde el trío posmodernista que forman Salomón de la Selva, Alfonso Cortés y Azarías Pallais, luego la generación de vanguardia bajo la capitanía de Coronel Urtecho, y que forman Pablo Antonio Cuadra y Joaquín Pasos, más tarde la aparición de Ernesto Cardenal, Carlos Martínez Rivas y Ernesto Mejía Sánchez, y por último la generación de mujeres de la segunda mitad del siglo, con Gioconda Belli, Daisy Zamora y Vidaluz Meneses.Si la poesía nicaragüense fue, hasta su actual etapa de decadencia, una especie de organismo vivo sustentado en la novedad y en la hondura verbal en cada etapa, la narrativa, que el mismo Darío también modernizó, tuvo en su propia tierra una suerte pobre. Fue en Guatemala y en Costa Rica donde los fenómenos sociales y económicos marcarían en la primera mitad del siglo XX la aparición de la novela, que casi nunca la hubo en el siglo anterior, para que se convirtiera en un espejo imaginativo de la realidad.
Las dictaduras sanguinarias y el imperio de los enclaves bananeros nos dieron las mejores obras de ficción. El señor Presidente, de Miguel Ángel Asturias, el único premio Nobel centroamericano, fue la primera novela sobre dictadores en el continente, si no contamos Tirano Banderas, de Valle-Inclán. Las novelas de la trilogía bananera de Asturias, Viento fuerte, el Papa Verde y Los ojos de los enterrados, tuvieron menos fortuna literaria porque se despeñaron en los abismos de la retórica, tan fuerte era el fierro con que la todopoderosa United Fruit Company marcaba a aquellos países, que la novela se volvía un arma política para combatirlos.
Pero la historia de los enclaves que erigían sus propias formas de soberanía, capaces de señorear sobre los presidentes que ellos mismos imponían, quedó plasmada de manera más paradigmática en la novela Mamita Yunai del costarricense Carlos Luis Fallas, peón bananero él mismo y dirigente sindical comunista. No dejó de abrirse entonces un debate entre literatura comprometida y literatura del terruño, una especie de exposición inocente esta última del habla regional y de las costumbres campesinas; pero superando este estrecho compartimento, el salvadoreño Salvador Salazar Arrué (Salarrué) escribió los mejores cuentos regionales de Centroamérica, y fue capaz de formar toda una escuela.
El mejor ejemplo de literatura militante a la hora de sobrevenir las revoluciones en la segunda mitad del siglo pasado lo dejó el salvadoreño Roque Dalton, asesinado en la clandestinidad por sus propios compañeros de armas, peligroso por poeta para los ortodoxos ideológicos de la nueva fe marxista, una poesía la suya que desborda los cánones políticos, y autor de una novela ejemplar, Pobrecito poeta que era yo. Pero otra vez la modernidad fue fundada por el guatemalteco Augusto Monterroso, quien pudo despojar a la literatura centroamericana de todo resabio tradicional para convertirla en literatura por sí misma, lúdico y riguroso al mismo tiempo desde su primer libro, Obras completas (y otros cuentos); una tarea de la que no estuvo ausente su compatriota Luis Cardoza y Aragón, basta citar ese espléndido libro suyo que es Guatemala, las líneas de su mano.
La garganta pastoril de América, dejó dicho Neruda en El canto general al describir a Centroamérica. Una garganta, sin duda, de muchas voces y registros.