Para Daniela Casal
En mañanas de tormenta, nunca perdía su sonrisa. Sonrisa que brillaba entre tacotales y palma y coco y cacao y bananales. De selva parida a la mar, su sonrisa brillaba también en mañanas de ventisca, oscuras y de tormenta. Venía por la orilla de la mar, cantando.
Cantando llegó, por fin, la Chinita. Alegre, llegó al Comisariato, que es como se llamó a los almacenes rurales en mi campo, antes. Llegó la Chinita al Comisariato de su tía, que no era así nada más que como la tía de la China sino, bueno, una gran Chinota: una vieja china acorazonada, silenciosa, sororal, de alegre y tierna memoria, de alegre y tierna ensoñación.Sonreía y cantaba. De la mar nacía y llegó y nos saludaba: “¡Sayonara, sayonara!”, decía la Chinita, en japonés.Y es que así, con este su modo de saludar despidiéndose que le habían enseñado a la Chinita, que no se notaba bien pero que nosotras sí, así nomás nos decía a nosotras la Chinita, nos cantaba dulce musiquita de gentes –que en mapundungun se dice txés–, nos cantaba esto, así: “Corazones alegres de La Resistencia Zapatista, Corazones alegres de La Resistencia Maputxe: les regalo mi sonrisa. Aún no nos matan, aún. Sonreímos, venceremos. Amor, ayün.”
Lindo, era linda la mañana. Siempre. Aunque tormentosa y aunque ventisquera y aunque furiosa. Era linda, siempre, cuando la Chinita saludaba así, en japonés “¡Sayonara, sayonara!” Y reía, mucho reía, ella, la Chinita. Ella.