La justicia de Marilyn

Los presentimientos de un adolescente son de fiar.No recuerdo el día,  solo aquel golpe descomunal que sufrieron mis principios, sentimientos, apetencias, y aquella masturbación

Los presentimientos de un adolescente son de fiar.

No recuerdo el día,  solo aquel golpe descomunal que sufrieron mis principios, sentimientos, apetencias, y aquella masturbación insaciable mientras palpitaba su corazoncito. ¿Cómo pudo matarse?

Recuerdo el sitio, recibí la noticia diagonal al bar Chico Soto, al otro lado del Paseo Colón frente a la pulpería de Mecho, después de comprar el “diez de gofio” y las gomas. Iba de buena mañana hacia la Sabana, tenis nuevas, camiseta de la Liga. Jugábamos contra un rejuntado de la Pitahaya. Quedé congelado. Se esfumó la fiebre del fútbol como por arte de magia. ¿El día? pudo haber sido cualquiera, la bendita historia me lo recuerda ahora (5 de agosto del 62) y la prensa amarillista, a conveniencia del periodista comprometido narra los hechos y no las causas, ni el responsable. Y guarda, para cuando el hastío social rompa los mitos y escarbe la basura humana, el rostro marmóreo de la realidad, tres, cuatro décadas después. Se sabe que el crimen es plato fuerte de la noticia, pero más atractivo el suicidio, cuando de esconder cuita se trata.

A bombo y platillos: se suicidó Marilyn  Monroe. ¿Marilyn? ¡No! ¡Jamás! cómo pudo semejante mujer quitarse la vida. Se despistó la lógica. El mundo perdió camino, se enredó en la vera. Empecé a comprender el mamotreto de acontecimientos llamado historia, en dos etapas: antes y después de Marilyn. No recuerdo si fue Atenea por la radio de Mecho, o alguien me lo dijo, pero quién pudo soplar a mi oído tan funesto batazo esa mañana. Lo fue para mí… ¿lo habrá sido para el resto de la humanidad?: “la que nada necesitaba, se quitó todo”.

El mundo se detuvo. Cual dama solitaria, quedó fija en la noche la luna, y el sol como una llaga en el día, quemante, lacerante. La verdad pudo andar por allí, tan desnuda, que guardó silencio y sin afanes de lucro, apenada, por las dudas huyó. O alguien la escondió, escondiendo a la vez, la presencia de Bob K., el Fiscal General de un Gobierno famoso por su galán sin ventura, esa aciaga madrugada en su departamento. Por eso no acepto que Ella se haya quitado la vida. Era apenas un niño a punto de fugarme por la adolescencia, una mente acelerada por sus curvas y muslos. De seno en cuando pensaba en Ella. Cabello, labios y ojos: tanto universo; su voz: colchón, almohada y dardo silencioso. De su cuerpo digo nada, no encuentra la mente palabras dignas de tanto atrevimiento. Era la vida alcantarilla con viento ascendente, aquella imagen de cine incrustada en mis pupilas mientras su enagua bailaba por los aires, una tarde que pude colarme en la tanda de tres del “Palace”, sin aspavientos, ligero, como mayor de edad con reparos, y aunque temblaba de cuerpo entero (tenía doce años), me mantuve agachado mirando la película por la hendija que separa dos respaldares, era entre semana, no había mucha gente. Mientras el boletero se distraía con dos rubias de salón que bailoteaban sus carnes, fajadas a lo tortura, por la chocolatería, logré colarme. Robaban miradas a granel. Las fajas lanzaban los senos al mejor postor. Un par de copetudos preguntaron si eran primas de la Monroe. Parecían desprendidas de un afiche, era la moda, y del otro lado del género estaba Elvis, cuyo copete se repetía como un rosario perenne. Del cine salí empapado.

Buen hijo del siglo y la corriente, pleno del regocijo de chocar contra la vida y sus emociones, y descubrir apetitos, que perteneciendo a la canasta básica, no tienen precio, ¿o sí?

Marilyn era parte de la mañana y de la noche. La tarde, como recreo, permitía pensar en desorden. El futuro, ya pasado, deja los pasos furtivos del poder en las huellas del almanaque. Cuál de los hermanos K., cuál de los políticos, cuál de la mafia o de los ejércitos, como felino avergonzado, esconde la historia e introduce el barbitúrico hasta agotar los sueños, por el culo dicen los especialistas, para no dejar huella. Que aquella diosa iluminada desertara de la vida, no lo imaginó ni el más aventurado guionista de Hollywood, aunque sobren ahora hipótesis y teorías que atizan con puntería y coherencia la punta de lanza de la mercadotecnia psicoanalítica: quien es herido por alma traicionera busca refugio en el veneno, la daga, el lazo de nailon que aguanta hasta una tonelada de peso, mientras el sicoanalista bolsea a familiares y amigos. Ese cuento no me lo trago.

Como chico lógico, creciendo al azar de sus instintos, una pregunta me rompe las sienes: por qué la tenía que matar su belleza… Condenada desde el primer beso, cómo negaron las películas que no fueron. ¿Acaso Ella inventó el juego? Si abrió la boca fue para satisfacer, a diestra y siniestra, deseos. El presidente y el ministro de Justicia se turnaron su lecho, rodaron con ella e hicieron lo que nunca debieran, dejaron caer secretos en la húmeda y olorosa inmensidad de sus almohadas, que sirvieron también de correo entre John y el mafioso Giancana. Por qué tenía Ella que saber de misiles, de los depósitos nucleares de China, y manejar datos de la guerra fría, tan lejos de la suya, que era una guerra caliente. Hasta Fidel corrió por sus almohadas como cuento.

A vista y paciencia de todos, la mano sin dueño del equilibrio, cobró la factura con creces. Los hermanos K fueron ejecutados en público para despejar dudas de la paradoja justiciera. Muchos no creen en la justicia natural, hija del viento, huracán o tormenta, que guía el destino infinito. Un análisis de la realidad, para quien sepa mirarla, dirá que no hay estrategia oculta que el paso del tiempo no esclarezca con la mejor de las respuestas.

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