La mentira en política

La filosofa y cientista política alemana estadounidense Hannah Arendt (1906-1975) aborda en el texto adjunto, un tema provocador y sugerente que desarrolla con amplitud

La filosofa y cientista política alemana estadounidense Hannah Arendt (1906-1975) aborda en el texto adjunto, un tema provocador y sugerente que desarrolla con amplitud en su ensayo «La mentira en política», publicado en el libro Crisis de la República (Taurus, 1999). Lo ofrecemos como aperitivo a una reflexión inminente.

El sigilo −que diplomáticamente se denomina «discreción», así como los arcana imperii, los misterios del Gobierno− y el engaño, la deliberada falsedad y la pura mentira, utilizados como medios legítimos para el logro de fines políticos, nos han acompañado desde el comienzo de la Historia conocida. La sinceridad nunca ha figurado entre las virtudes políticas y las mentiras han sido siempre consideradas en los tratos políticos como medios justificables. Cualquiera que reflexione sobre estas cuestiones solo puede sorprenderse al advertir cuán escasa atención se ha concedido en nuestra tradición de pensamiento filosófico y político a su significado (…).

Una característica de la acción humana es la de que siempre inicia algo nuevo y esto no significa que siempre pueda comenzar ab ovo, crear ex nihilo. Para hallar espacio a la acción propia es necesario antes eliminar o destruir algo y hacer que las cosas experimenten un cambio. Semejante cambio resultaría imposible si no pudiésemos eliminarnos mentalmente de donde nos hallamos físicamente e imaginar que las cosas pueden ser también diferentes de lo que en realidad son. En otras palabras, la deliberada negación de la verdad fáctica −la capacidad de mentir− y la capacidad de cambiar los hechos −la capacidad de actuar− se hallan interconectadas. Deben su existencia a la misma fuente: la imaginación. En modo alguno cabe considerar como algo obvio el que podamos decir: «El sol brilla», cuando en realidad está lloviendo (consecuencias de ciertas lesiones cerebrales es la pérdida de esta capacidad); más bien indica que, aunque nos hallamos bien preparados, sensitiva e intelectualmente, en el mundo, no estamos encajados o acoplados en él como una de sus partes inalienables. Somos libres de cambiar el mundo y de comenzar algo nuevo en él. Sin la libertad mental para negar o afirmar la existencia, para decir «sí» o «no» −no simplemente a declaraciones o propuestas para expresar acuerdo o desacuerdo, sino a las cosas tal como son, más allá del acuerdo o del desacuerdo, a nuestros órganos de percepción y cognición− no sería posible acción alguna; y la acción es, desde luego, la verdadera materia prima de la política.

Por consiguiente, cuando hablamos de la mentira, y especialmente de la mentira de los hombres que actúan, hemos de recordar que la mentira no se desliza en la política por algún accidente de la iniquidad humana. Sólo por esta razón no es posible que la haga desaparecer la afrenta moral. La falsedad deliberada atañe a los hechos contingentes, esto es, a las cuestiones que no poseen una verdad inherente en sí mismas ni necesitan poseerla. Las verdades fácticas nunca son obligatoriamente ciertas. El historiador sabe cuán vulnerable es el completo entramado de los hechos en los que transcurre nuestra vida diaria; ese entramado siempre corre el peligro de ser taladrado por mentiras individuales o hecho trizas por la falsedad organizada de grupos, naciones o clases, o negado y tergiversado, cuidadosamente oculto tras infinidad de mentiras o simplemente dejado caer en el olvido. Los hechos precisan de un testimonio para ser recordados y de testigos fiables que los prueben para encontrar un lugar seguro en el terreno de los asuntos humanos. De aquí se deduce que ninguna declaración táctica pueda situarse más allá de toda duda −tan segura y protegida contra los ataques, como, por ejemplo, la afirmación de que dos y dos son cuatro.

Es esta fragilidad humana la que hace al engaño tan fácil hasta cierto punto y tan tentador. Nunca llega a entrar en conflicto con la razón porque las cosas podrían haber sido como el mentiroso asegura que son. Las mentiras resultan a veces mucho más plausibles, mucho más atractivas a la razón, que la realidad, dado que el que miente tiene la gran ventaja de conocer de antemano lo que su audiencia desea o espera oír. Ha preparado su relato para el consumo público con el cuidado de hacerlo verosímil mientras que la realidad tiene la desconcertante costumbre de enfrentarnos con lo inesperado, con aquello para lo que no estamos preparados.

En circunstancias normales, el que miente es derrotado por la realidad, para la que no existe sucedáneo por amplio que sea el tejido de falsedades que un experto mentiroso pueda ofrecer jamás, aunque recurra a la ayuda de las computadoras para ocultar la inmensidad de lo fáctico. El mentiroso, que puede salir adelante con cualquier número de mentiras individualizadas, hallará imposible imponer la mentira como principio.

 

Tomado de El País Cultural.

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