Con motivo del fallecimiento del escritor costarricense Samuel Rovinski, el 13 de agosto del año pasado, el doctor Arnoldo Mora hace un análisis atinado acerca del legado literario de Rovinski y la ubicación de éste en el contexto de la literatura nacional.
La reciente muerte del notable dramaturgo, escritor y hombre de cultura que fue Samuel Rovinski deja un vacío en nuestro medio cultural imposible de llenar. Su figura en el campo de las letras se hace sentir en casi todos los campos, donde ocupó un lugar señero en nuestra vida cultural en el último medio siglo. Samuel es uno de los iniciadores del Teatro Arlequín, con el que se dio comienzo a una de las etapas más brillantes de la actividad teatral en el ámbito nacional. Rovinski es autor de obras dramáticas y comedias que han marcado la historia de nuestra dramaturgia. Por eso considero que, a pesar de la corta distancia que nos separa de su desaparición física, es hora de que emprendamos un primer aunque somero análisis de su aporte en la historia de la literatura costarricense, con el fin de darle el lugar que le corresponde en nuestras letras.
Estoy seguro de que muchos otros estudiosos, dentro y fuera del ámbito académico, vendrán para poner de relieve diversos aspectos y aportes de la obra de Rovinski. Pero su muerte no debe servir solamente para rendirle el merecido homenaje que debemos darle a los grandes de nuestras letras, sino también para ir más allá y reconocerle el lugar que le corresponde en nuestra memoria histórica al destacar la originalidad de sus obras; porque hay antes y un después de Samuel Rovinski, no solo en nuestra dramaturgia, sino también en la novelístico, como trataré de ponerlo en relieve en este breve ensayo.
UN CONTEXTO SOCIAL E HISTÓRICO
En términos generales y viendo las cosas desde el punto de vista generacional que tanto gustaba a Ortega y Gasset, Samuel Rovinski pertenece a las primeras generaciones de destacados escritores posteriores a la Segunda República, primeros herederos de esa Costa Rica que surge con el triunfo del figuerismo a partir de los conflictivos años cuarenta, la más violenta década de nuestra historia reciente y que culminó con la Guerra Civil de 1948. El aporte mayor del nuevo orden político y cultural que trasformó a nuestro país es la modernización de inspiración ideológica socialdemócrata que se guió por las ideas de Rodrigo Facio y de don Pepe.
En lo demográfico, a partir de 1960 Costa Rica superará el millón de habitantes y San José los cien mil. La Universidad de Costa Rica, la única por ese entonces, se reforma gracias al pensamiento y liderazgo de Rodrigo Facio, se abren los Estudios Generales y, con ello, las nuevas generaciones se inician en la educación superior con una visión humanística que les abre la mente y la sensibilidad hacia horizontes no aldeanos.
El Estado crece con una burocracia que ha pasado o está pasando por las aulas universitarias. La Costa Rica oligárquica, ancestralmente liderada por los sectores cafetaleros, pierde su hegemonía tradicional lograda desde el siglo XIX. La banca nacionalizada abre la posibilidad de una más amplia y sólida base social al sistema democrático en el campo económico, gracias al acceso al crédito de sectores no oligárquicos, lo que permite el auge de la clase media, gran ganadora de las reformas sociales de la década de los cuarenta.
Todos estos cambios vertiginosos culminan con el ingreso de Costa Rica al Mercado Común Centroamericano y el inicio de una industrialización dependiente, especie de “sucursalización” al servicio del expansionismo de las grandes trasnacionales predominantemente norteamericanas. Todo esto ocurre, además, dentro del contexto de la Guerra Fría, acentuada desde los inicios de los sesenta con el triunfo de la Revolución Cubana, la primera revolución socialista de Nuestra América, y situada en la zona geopolíticamente más sensible de la región como es la Cuenca del Caribe, mientras Costa Rica experimenta cambios radicales en todos los campos.
¿Cómo se reflejan esos cambios tan irreversibles como vertiginosos y sin precedentes en nuestra historia, en la conciencia, es decir, en la sensibilidad social y en la vida íntima de los costarricenses? ¿Cómo se expresa en su creación simbólica y, concretamente, en las letras? Para llevarla a cabo, emerge con nuevos bríos una generación que sustituye a la gran generación de novelistas comunistas de las décadas anteriores y que tenían el mérito histórico de haber llevado la narrativa nacional a su plena madurez, como fueron Carmen Lyra, Calufa, Fabián Dobles, Adolfo Herrera y Joaquín Gutiérrez, a los que se une, desde otra opción ideológica, José Marín Cañas, quien tiene el mérito de abrir a la novelística costarricense a horizontes nuevos más allá de nuestras aldeanas fronteras mentales y geográficas.
LA NUEVA GENERACIÓN
Estas nuevas generaciones, hijas directas del triunfo figuerista del 48, ciertamente no parten de cero, como lo acabamos de señalar, pero marcan con sello personal sus valiosos y originales aportes. Con ellos se inicia una nueva etapa en la historia de nuestras letras. En el campo de la narrativa y el ensayo dan origen a la crítica social y cultural del emergente contexto urbano de clase media y del naciente proletariado de la Meseta Central, producto de la industrialización y del crecimiento demográfico ya mencionados.
Sus aportes más originales se dan en la dramaturgia que llega a su más alta expresión gracias a destacados exponentes. Alberto Cañas, Samuel Rovinski y Daniel Gallegos llevan a la madurez a nuestra dramaturgia en todos sus géneros, cada uno a su manera y con sus talentos específicos. Alberto Cañas prolonga la tradición costumbrista que iniciaran Aquileo Echeverría y Carlos Gagini y continuara Carmen Lyra, haciendo del “concho” (el pequeño campesino de la Meseta Central) no solo el personaje protagónico de sus obras, sino el portador por excelencia de la “idiosincrasia” costarricense. Más que imitar su lenguaje, Cañas destaca en el campesino su ingenio; a través suyo presenta una problemática humana que va más allá de lo puramente localista, signo de que Costa Rica ya no es vista como una aldea perdida en las montañas y valles de un país cercado por dos océanos. Daniel Gallegos refleja en su teatro las angustias existenciales de una generación que adquiere su conciencia histórica a la luz de los signos inquietantes de la nietzscheana muerte de Dios y la sartreana angustia de un final apocalíptico de la especie, que corre el riesgo de sucumbir a una hecatombe nuclear si se rompe el equilibrio del terror propio de la Guerra Fría.
El teatro de Gallegos surge debido a su angustiada mirada dirigida a los grandes conflictos que afectan el destino de la humanidad. Temas de hondura metafísica que cambian la sensibilidad de la sociedad actual y su concepto de la divinidad, que replantean en clave social la razón de ser de la religiosidad en nuestros tiempos, son el fondo de una obra que no tiene antecedentes en nuestra dramaturgia como es “La colina”. En “El séptimo sello”, que nos evoca la atmósfera agónica del cine del sueco Ingmar Bergman, Daniel Gallegos nos presenta la eventualidad de un final apocalíptico de la especie provocada por la amenaza de un holocausto nuclear.
REALISMO
El más realista desde el punto de vista estético es Samuel Rovinski, cuyo teatro combina de manera excelente la tradición costumbrista y cómica de la clásica picaresca con la comedia de sabor campesino, pero trasladada con talento y simpatía hacia el medio suburbano popular. “Las fisgonas de Paso Ancho” es la comedia más exitosa de nuestro teatro. No hay en ella una burla a nuestros campesinos pobres, arrojados del campo por la modernización capitalista y lanzados al submundo de los barrios capitalinos. Desarraigados en un barrio citadino y trasladados a un medio que no les es familiar, no por ello pierden el ingenio y la sensibilidad, gracias al espíritu indoblegable de las mujeres, que se convierten en protagonistas de una comedia con el clásico sabor de la picaresca que dio origen en el Renacimiento a la literatura moderna. Picaresca pura pero no sin cierta fisga de crítica social.
El campesino de la comedia rovinskiana anda en búsqueda de una nueva identidad, aquella que proviene de un medio social suburbano. A través de la risa, el teatro picaresco de Rovinski inicia la búsqueda de una identidad popular desdeñada por los sectores medios en auge, como ya lo era tradicionalmente por las clases oligárquicas ya en declive. La dramaturgia de Rovinski es la más comprometida, políticamente hablando, de los tres que he denominado “clásicos” del teatro costarricense. Lo dicho se refleja aún más claramente en sus dramas.
Los grandes conflictos bélicos a que se enfrenta una guerrilla popular, con un ejército oligárquico y brutal, se plantean en la obra cumbre de Rovinski como “El martirio del pastor”, dedicado a quien se ha convertido en la figura emblemática, no solo del cristiano comprometido, sino de todos los pueblos de la región, como es Mons. Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, asesinado mientras oficiaba misa por sicarios de una de la oligarquías mas sanguinarias de nuestra región. Ninguna obra de teatro de origen costarricense ha tenido más éxito internacional que esta de Samuel.
En “Guliver dormido”, Rovinski traslada la crítica política al ámbito nacional, y presagia detrás de la aparente calma y apatía política del ambiente nacional, un cercano despertar del pueblo como si se tratase de un gigante que yace dormido pero no muerto.
Estas son las obras más conocidas de Samuel Rovinski. A su estudio se han dedicado los mayores esfuerzos de críticos y estudiosos de nuestras letras. Incluso, la Universidad de Costa Rica poco antes de su muerte le dedicó una jornada de estudio organizada por la Escuela de Filología de la Facultad de Letras.
DOS NOVELAS
En el campo de la novelística, lo hecho por Rovinski no debemos considerarlo como una obra menor, pues a Samuel debemos dos novelas, una de principios de su carrera (1974) y otra del final (2003), que constituyen una verdadera saga, una de las pocas sino la única –al menos, la única que conozco− de nuestra novelística. Más que de la vida e imagen social del final de la oligarquía criolla, la tradición novelística de Costa Rica se ha ocupado de destacar la identidad de los sectores campesinos populares. El énfasis ha sido dado más al espacio geográfico y en la exuberante sobreabundancia de nuestra naturaleza, que en lo procesos históricos, de la imagen de una estampa o de un cuadro épico, fosilizado en el tiempo. Es el paisaje más que el tiempo, lo estático más que el devenir temporal, el destino triste (García Monge) o la paz bucólica (Alberto Cañas en una aldea llamada San Luis que refleja la Costa Rica vista por los sectores burgueses urbanos triunfantes en el 48) lo que en esas páginas se refleja. El realismo social de los novelistas comunistas expresa la conflictividad social (Herrera García, Fabián Dobles) o política (antimperialismo en Joaquín Gutiérrez y Calufa) o ambas (Calufa) haciendo realidad aquello que afirmaba Hegel en su “Estética”, a saber, que la importancia del arte estriba en que refleja los grandes conflictos políticos de una época.
Esta conflictividad se expresa en la narrativa y en la estética de esa generación de clase media urbana, que surgió con las reformas sociales de la década de los cuarenta y que se consolidó con el triunfo liberacionista a partir de la década de los cincuenta. La soledad, el burocratismo, el kafkiano anonimato, la tragedia sin drama de los sectores medios se reflejan sobre todo en la obra de la gran novelista de esta nueva generación: Carmen Naranjo.
Como dijo Manheim, la utopía al hacerse realidad histórica se convierte en ideología. Y toda ideología no es más que la concreción de una conciencia enajenada según el joven Marx. Tal es la gran tragedia política por excelencia. Los ideales democráticos y “liberadores” del 48 reflejados en la ideología socialdemócrata de Rodrigo Facio y José Figueres, se ven anulados por la corrupción y el solitario individualismo de la cultura citadina carente de horizontes, rutinario y sin sentido, propios de una pequeña burguesía burocrática anonadada por el anonimato de un Estado gigante pero corrupto. Tal es el tétrico mensaje de Carmen Naranjo en su narrativa y en sus lúcidos y desafiantes ensayos.
Pero quien más ahonda en los procesos históricos en que se enraiza esa nueva Costa Rica, bucea en la trama dialéctica de esa época y sus conflictos sociales y generacionales y, de allí, extrae la vida de una familia y sus dramas internos como tema de su narrativa, es Samuel Rovinski. En sus novelas “Ceremonia de casta” (editorial Costa Rica, 1976) y “Herencia de sombras” (Editorial de la Universidad de Costa Rica, 2003) Samuel, a través de los avatares de la familia de origen oligárquico de Juan Matías y su esposa alajuelense Beatriz Rodríguez, nos describe con singular realismo psicosocial las tres generaciones que se sucedieron en la Costa Rica que va desde la última administración de José Figueres (1970-1974) hasta a los primeros años del primer gobierno de Óscar Arias (1986-90). El período comienza con el patriarca de la familia Juan Matías y culmina con la de su nieto Manuel del mismo apellido.
Esas dos obras reflejan, al mismo tiempo, el inicio y el fin cronológico de la narrativa del propio Samuel Rovinski. Ambas también hacen patente la evolución de su estilo y de su estética. De manera particular, la primera de esas novelas denota un dominio de las técnicas narrativas modernas que hasta ese entonces solo Joaquín Gutiérrez había mostrado en nuestras letras. Rovinski se adentra con innegable maestría en el monólogo interior, cambia la grafía de su escritura para mostrar hasta visualmente los niveles de hondura psicológica en sus personajes. El universo psicosocial y político que Samuel Rovinski refleja en esas dos novelas no es más que la lúcida mirada de quien ve y vive la agonía inexorable de esa oligarquía otrora todopoderosa perpetrada por sus propios descendientes imbuidos de otros valores, pero que conservan y a quienes animan idénticas ambiciones.
Con la muerte de los patriarcas Matías-Rodríguez también fenece una Costa Rica, cuya desaparición ya nadie parece llorar, pues su obsolescencia es tan evidente que no ameritan ni un suspiro de añoranza y menos un lamento trágico. Su muerte es un luto sin llanto, su fin una ceremonia que tiene más de ritual vacío que de respetuoso adiós. Todo es fruto de esas decisiones políticas que han llevado al país a un proceso de modernización sin retorno, donde todo se vale menos mirar hacia atrás. La vida de esa oligarquía se convierte en un espectáculo que se agota en sí mismo, en una muerte adelantada, en un teatro sin público, en una sala con butacas vacías y pasadizos poblados de sombras oscuras.
Por eso, la parte culminante y final en ambas novelas, que evoca el barroquismo tropical del realismo mágico, en cuyos detalles el narrador se refocila con una mal disimulada mueca de sarcasmo, constituye al mismo tiempo el mensaje −por no decir la moraleja− que nuestro autor desea dejar como verdad última. Apegado a su mundo, feneciente como él mismo, el anciano patriarca Juan se aferra a su vieja mansión, a su hacienda como a un mundo que lo vio crecer y ahora se niega a abandonar, mientras su nieto tan solo ve una ocasión de hacer pingües negocios con empresas extranjeras. Por su parte, Beatriz, dada su doble condición de esposa sumisa y de procedencia social inferior, por lo que nunca fue plenamente aceptada por la familia Matías, adopta una actitud aparentemente pasiva y silenciosa, es más un testigo cercano que un protagonista real de los dramas familiares. Sin embargo, ese silencio no denota pasividad sino espera; por lo que su acumulado resentimiento estallará con virulencia al final de sus días…
Pero eso es ya adentrarnos en la culminación de esta saga que es +Herencia de sombras. La unidad de las dos obras la da el personaje que aparenta ser una sombra que crece al final de la misma, cual es la matriarca Beatriz Rodríguez. Presencia siempre actuante pero nunca en primera fila, doña Beatriz dejó el protagonismo a su esposo Juan en la primera obra “Ceremonia de casta”, y a su nieto Manuel en la otra “Herencia de sombras”. Con ello se hace evidente que la verdadera sombra que acompaña a todos estos avatares de la familia Matías-Rodríguez, haciendo que pase de una oligarquía criolla y autosuficiente a una burguesía financiera socia menor del capital transnacional, es la matriarca doña Beatriz. Ella es una presencia siempre oscura, pero siempre imprescindible. El lazo familiar que se mantiene hasta al final de la etapa oligárquica de su marido, continúa con el ascenso plutocrático y delicuencial de su nieto.
MODERNIZACION Y DECADENCIA
Rovinski demuestra conciencia de los cambios inexorables que acarrean los procesos de modernización capitalista de que es testigo y protagonista su generación. Describe con crudo realismo su época, pero lo hace sin diatriba, sin ánimo de inducir al lector a una opción que él considera exclusivamente personal. Fiel al realismo de finales del siglo XIX, deja que los hechos hablen por sí solos y que el lector saque sus propias conclusiones. Le basta con que los hechos sean mostrados sin más, en una prosa desnuda y cruda, como corresponde a toda estética realista. En su última etapa que se concreta en su última novela “Herencia de sombras”, Rovinski renuncia a las técnicas narrativas posteriores a Joyce y Proust, se refugia en el realismo social anterior. Desde el punto de vista formal, “Herencia de sombras” es mas tradicional. “Herencia de sombras” sigue los cánones consagrados por la novela realista de finales del siglo XIX. No hay retrocesos cronológicos como en “Ceremonia de casta”. No hay preocupación por adentrarse en la psicología de los personajes con la sola excepción del personaje femenino Catalina, hermana de Manuel y protagonista de “Herencia de sombras”. Por ello considero que Catalina es el personaje mejor logrado de esta última novela de Rovinski. Sin embargo, Samuel aporta un elemento nuevo, cual es el suspenso propio de la novela policíaca.
La denuncia que caracteriza al drama histórico-político se ve engalanada con la técnica cercana a la crónica periodística del suspenso del crimen y a un desenlace que en nada honra a los herederos de don Juan. Los herederos de la vieja oligarquía terrateniente, convertidos hoy en abogados, políticos y ejecutivos al servicio de los intereses de empresas trasnacionales tienen en común su vínculo de sangre, por lo que son una “casta”, pero añaden un elemento de corrupción mayor que los convierte en auténticos delincuentes, cercanos al bajo mundo. Las peripecias de una familia de “abolengo” se ven igualmente entremezcladas con los acontecimientos políticos y las denuncias de crímenes provocados por la guerra que tuvo como escenario la frontera norte de Costa Rica, llamada la Guerra de los Contras. Prostitución y crímenes, delincuencia y droga se mezclan en un desenlace que, sin embargo, aúna incluso formalmente a las dos novelas. “Herencia de sombras” termina como termina “Ceremonia de casta”: con un entierro. En la primera novela se trata del entierro del patriarca de la familia, don Juan Matías; en la segunda novela “Herencia de sombras”, se describe la muerte de la matriarca doña Beatriz Rodríguez.
Todo termina en un entierro, el entierro de una clase social que ha dominado este país, por lo que ha sido y es protagonista, más para mal que para bien, de la realidad social y política de nuestro pequeño país. Fiel a sus dotes de excelente dramaturgo, también en su obra novelística Samuel Rovinski no hace de los hechos narrados una tragedia, pero la conciencia con que los asume tampoco le permite verlos como una comedia. Sin perder su reconocida maestría en el drama, Samuel Rovinski convierte sus obras en denuncias que invitan a pensar sobre el destino histórico de este pueblo que lo vio nacer y hoy lo recibe agradecido en su suelo. La historia se convierte en ceremonia, pero una ceremonia que deja secuelas convertidas en una herencia, la dramática herencia que más que luz arroja sombras.