Los estudios sobre el nacionalismo han sufrido un cambio de perspectiva teórica notable en los últimos veinte años. La publicación de Comunidades imaginadas, de Benedict Anderson, y La invención de la tradición, editado por Eric Hobsbawn y Terence Ranger, estimula un cambio de perspectiva en el debate sobre los procesos de «nation building», enmarcados hasta entonces en la discusión que impulsó la sociología del desarrollo sobre los procesos de modernización motivados por el proceso de descolonización y formación de nuevos estados-nación en África y Asia, hacia la consideración de los procesos culturales de «imaginación de la nación», en general descuidados hasta entonces, aunque es posible encontrar algunos antecedentes notables, como la Interpretación de las culturas, de Clifford Geertz.
Esta nueva «ola» de estudios sobre la nación ha extendido su influencia hacia América Latina y, de forma particular, hacia Costa Rica. En este país, hemos sido testigos de una intensa y crítica revisión de los imaginarios nacionalistas, proceso en el que la historiografía ha jugado un papel sin dudas de primera importancia, aunque es también menester reconocer el aporte que han dado a este proceso la crítica literaria, la filosofía y, en general, las ciencias sociales. El imposible país de los filósofos, de Alexander Jiménez, es una de las más recientes contribuciones a este esfuerzo y se ubica, por partida doble, en el campo de la filosofía: por un lado, es un ensayo crítico sobre la filosofía de la imaginación nacionalista y, por otra, toma como su objeto de estudio (como materia prima, documental), precisamente, a aquellos textos en que la imaginación filosófica costarricense de mediados del siglo XX plasmó sus contribuciones al proceso de invención de la nación costarricense que arranca hacia mediados del siglo XIX.Entre las muchas lecturas pertinentes que es posible realizar de este sugerente texto, quisiera en esta ocasión concentrar mis esfuerzos en la intención crítica que tiene este ensayo filosófico. Con el riesgo de simplificar demasiado las cosas, podríamos decir que la tesis central del libro de Jiménez es que el imaginario filosófico sobre la nación costarricense deber ser sometido a crítica y revisión, antes que por sus -abundantes– inconsistencias filosóficas, por sus consecuencias políticas y socioculturales. El autor encuentra que el imaginario nacionalista pergeñado por los «filósofos nacionalistas étnicos metafísicos» en Costa Rica es, dejando de lado los matices, una manifestación insostenible de aquello que Freud llamó el «narcisismo de las cosas menores o irrelevantes», narcisismo que deriva en muy cuestionables tesis filosóficas acerca de la superioridad «esencial» de la nación costarricense sobre sus vecinos más cercanos.
El nacionalismo de los filósofos, elaborado en torno a un principio étnico de nacionalidad que habría estado tramado sobre metáforas, ficciones, imaginaciones y narraciones llenas de prejuicios éticos y políticos discutibles, habría tenido consecuencias de primer orden en la vida sociocultural del país (tanto al interno como en su relación con los países vecinos), ya que, al haberse convertido en nacionalismo oficial del estado de la «segunda república», habría provisto las coordenadas cognitivas, afectivas y morales que orientaron el aprendizaje de varias generaciones acerca de sí mismas y de los «otros». En lugar de someter a crítica los prejuicios xenófobos que se habían enseñoreado del sentido común, los filósofos étnicos metafísicos se habrían dado a la tarea de fortalecerlos, puesto que mediante un proceso de racionalización (en el sentido freudiano del término) en clave de discurso académico, habrían recubierto (o, tal vez mejor, encubierto) a los mismos con la autoridad de lo racional y científico.
Así, el discurso filosófico habría contribuido, categorías metafísicas como «alma nacional», «esencia nacional», «ser costarricense» y otras similares de por medio, al afianzamiento del mito del «idilio campesino», imaginado hacia el último tercio del siglo XIX, cuando los intelectuales liberales desarrollaron un proceso de formación de la «conciencia nacional». Pero en esta nueva versión de se mito, la sociedad costarricense no sería ya pensada como el producto natural de la vida noble de los idealizados campesinos humildes y sencillos, sino como el producto del trabajo conceptual y racional de sus intelectuales. En esta perspectiva, la sociedad costarricense sería concebida, en contraste con los países vecinos, como una sociedad racionalmente organizada, racionalidad que se atribuiría (otro mito actualizado) al carácter étnicamente homogéneo (blanco) de la sociedad y que alcanzaría su máxima manifestación, precisamente, en el discurso del nacionalismo étnico metafísico. Según esta ideología racial, la democracia, el pacifismo y otras características (idealizadas) que hacían de la sociedad costarricense en un país excepcional (y ejemplo) respecto a sus vecinos, eran producto natural e incuestionable de la composición étnico-racial de la población y no de procesos históricos. Paradójicamente, la racionalidad era considerada un atributo natural e inmutable -y por lo tanto, innecesario de debatir– que hacía de la sociedad costarricense una avanzada del progreso en medio del caótico trópico centroamericano.
Pero el discurso étnico metafísico tendría también importantes diferencias con el discurso nacionalista liberal de fines del siglo XIX. En lo fundamental, estas diferencias se expresarían en el tratamiento que ambas tendencias dan a la herencia española. Mientras el nacionalismo liberal tendía a minimizar, sino rechazar, como un obstáculo al cambio, la importancia de la herencia colonial y la tradición hispana para la constitución de la nación, a la cual concebía como una sociedad (proto) moderna y cosmopolita, los filósofos étnico metafísicos llevarían adelante un proceso de revalorización de la herencia española, atribuyéndole un carácter esencial y fundamental en la constitución de la Costa Rica moderna. Probablemente, y esto está apenas sugerido en el libro que reseñamos, este nuevo discurso sobre la hispanidad tenía, entre sus pretensiones, el objetivo de conjurar cualquier intento -como el esbozado por los liberales– de fundar una nación secular y, por el contrario, legitimar la renovada importancia que ganaba por entonces el catolicismo y la iglesia católica en la vida social y política de la nación, la cual se prolonga, sin solución de continuidad, durante toda la segunda mitad del siglo XX. En este relato metafísico que anula las determinaciones históricas e instala en el imaginario nacionalista una falsa universalidad que no hace sino prolongar las exclusiones y los olvidos, la modernidad costarricense sería, así, una consecuencia natural de los atributos de raza, clase, religión y género heredados de la colonia.
De esta forma, los «filósofos étnicos metafísicos» crean una tradición filosófica empeñada en sostener y dotar de un aura filosófica, a tradiciones y visiones del mundo que buscaban legitimar un país inverosímil, «el imposible país de los filósofos». El problema, según Jiménez, no está tanto en la imposibilidad, entendida como algo irrealizable, sino en su carácter imposible en el sentido de insufrible. Es decir, desde una perspectiva crítica, el país que postulaban los filósofos étnicos metafísicos no sólo sería irrealizable, sino también indeseable, en tanto sostiene un principio étnico que sirve de legitimación a hechos y procesos antidemocráticos, dañinos e inhumanos. Como correlato, la institución filosófica costarricense de mediados del siglo XX habría suplantado las comprensiones e imaginaciones democráticas, para colocar en su lugar un imaginario xenófobo, racista, excluyente e intolerante, todo ello envuelto en una aureola supuestamente patriótica, humanista y filosófica.
Así, el nacionalismo étnico metafísico costarricense sería una filosofía de la historia que, siguiendo a ese destacado crítico cultural que fue Walter Benjamin, podríamos catalogar como «historicista», esto es, un discurso ficcional en el que la dinámica histórica es borrada de un plumazo con el fin de construir un mito sobre la nacionalidad donde, «Con unas cuantas palabras y metáforas mágicas, desaparecen fraudes electorales, golpes de estado, dictaduras, prácticas racistas y opresivas, luchas obreras, huelgas, peleas por derechos humanos, instituciones y órdenes institucionales, y en su lugar aparece una sociedad étnicamente predestinada a ser blanca, racional, democrática y feliz.» Un discurso, en fin, que en lugar de cuestionar las exclusiones y los olvidos, se sitúa en un tiempo vacío y homogéneo de un nacionalismo que canta loas a los vencedores de la historia; un discurso tributario de una ideología del progreso de corte metafísico que, en último término, no hace sino prolongar la dominación sobre los vencidos, olvidando que «Jamás se da un documento de cultura que no sea también un documento de barbarie» (T. 7).
Desde este punto de vista y más allá de las observaciones puntuales que podrían hacerse a El imposible país de los filósofos, me parece que el mérito principal del libro de Jiménez es haber realizado una lectura a contrapelo de la producción filosófica costarricense que contribuye a producir, a su modo, «un giro copernicano» en el quehacer filosófico de este país, cuya historia -diríamos parafraseando a Borges- se resume en gran parte (al menos para el periodo que estudia Jiménez) a unas cuantas y letales metáforas. Puede señalarse, entonces, que el debate que ha generado este libro abona la esperanza que tiene su autor de que el ejercicio crítico que realiza sirva para «mostrar el daño causado por ciertas formas de percibir e imaginar a los extraños [y a sí mismos, podríamos añadir], y la de dibujar escenarios más files al proyecto de sociedades democráticas, equitativas y hospitalarias». Es de esa forma que el «amor a la tierra», que el autor declara profesar hacia Costa Rica, no deriva, como habría ocurrido con frecuencia entre los filósofos étnicos metafísicos, en ese «desbordamiento morboso» que es el nacionalismo productor de imaginaciones inhóspitas y fatales, sino que es posible abrir las puertas a las imaginaciones generosas que rediman a los oprimidos de la historia y hagan posible la conformación de una nación no excluyente ni autocentrada. Demás esta decir que esta es una tarea que resulta urgente frente a los desafíos que plantean los procesos de globalización a la imaginación filosófica.