Hace un siglo, en Europa, el cubismo abría paso a una transformación definitiva en el arte occidental, que sería conocida con el nombre genérico de vanguardia.
El joven e inquieto pintor mexicano Diego María Rivera, sediento de conocimiento viajó a París en 1909 y rápidamente trabó amistad con aquel hervidero intelectual y creativo.
Uno de sus amigos sería el escritor español Ramón Gómez de la Serna, ingenioso creador de las greguerías, expresiones eminentemente vanguardistas, cuya definición, según el mismo creador, constituye en sí una greguería: “es una afirmación capaz de desconcertar a una estatua”.
Ofrecemos aquí dos retratos de ese inolvidable autor español: uno de 1915, del mismo Rivera en su primera etapa cubista, cuando aún firmaba DMR y que es muy distinta del muralismo que luego lo consagraría. El otro, del fino escritor español Francisco Umbral, publicado originalmente en el diario El Mundo.
Ramón Gómez de la Serna, como hijo de una familia de clase media con abono en la ópera, decide desde muy joven tener estudio propio para recluirse a escribir sus cosas y ganarse la vida. Se pensaría en lo que entonces llamaban una “garçoniere”, pero la única señorita a lo garzón que tiene capilla en la alta basílica ramoniana, calle de Velázquez, es una muñeca de cera con la que se hacía las fotos para los periódicos.
De aquel estudio van saliendo artículos, reportajes, greguerías, novelas, monografías, efigies, libros sin género, inclasificables o mejor incunables, como El libro mudo, puro lirismo e incesante creación verbal, literatura en estado puro, pero afiebrada.Hasta se compra una moto con sidecar, Ramón, y se le ve pasar con su moto, por entre aquel Madrid de carros y tranvías, repartiendo colaboraciones a los periódicos y las revistas, colaboraciones que primero no cobra y luego le dan para ir tirando. Hay tres escenarios en los que podemos situar la movediza vida de Ramón: el estudio, el café de Pombo, en Carretas, y sobre todo el Rastro, al que dedica uno de sus mejores y más espesos y achocolatados libros.
Trabajó mucho con el fotógrafo Alfonso y lo suyo era el reporterismo lírico con las primeras fotos sepia de los años veinte. Pero lo que realmente estaba repartiendo Ramón por aquella prensa de estraza que tenía Madrid eran nada menos que las vanguardias europeas, que en París y Roma se daban en revistas exquisitas y purísimas, de colores fríos, pero que él, Ramón, consiguió colocar en la prensa diaria, entre las frases de Romanones y las noticias negras y empasteladas de la guerra de África.
Porque Ramón, a la greguería sólo le pone el nombre. En greguería estaba hablando toda la vanguardia europea, de Apollinaire (a quien Ramón prologaría un libro) hasta André Breton:
“AMADA MÍA DE HOMBROS DE CHAMPÁN”.
La greguería es algo así como una metáfora con dos vueltas de tuerca, el nuevo barroquismo del nuevo siglo. La analogía, la metáfora y la imagen estaban en el aire matinal de la época. Octavio Paz prefiere llamarlo así, analogía, y Ramón greguería. Pombo era un café del XIX con perfume de habaneras y novias eternas, “ay tarde de otoño llena de sol de Madrid”, todo eso.
En el Pombo sabatino y nocturno monta Ramón su barricada literaria con Bergamín, el pintor Solana y toda la gallofa bohemia de entre dos siglos. Esta barricada fue muy combatida por Cansinos-Asséns y otros, cada uno quería tener la suya, y por Pombo pasaron desde Ilia Ehrenburg hasta Josep Pla, que les puso a parir en catalán.
Pombo ha sido el buque insignia de los cafés literarios de Madrid, antecedido por el café del Príncipe adonde iban Larra y Espronceda, y sucedido por el Recoletos (generación del 27) y el Gijón (posguerra), más toda la galaxia Gutenberg de cafés de músicos, de percantas, de camareras y de valleinclanes, buscavidas, frotaesquinas y sablistas en espíritu que llenaron los mil cafés de un Madrid ocioso como un Pekín de café con leche, que el opio sólo lo probaron Rubén y Gómez Carrillo.
Pero Madrid no necesitaba inventar el surrealismo, que lo tenía en el Rastro (acumulación lautreamontiana de cosas incoherentes, algo así como las enumeraciones caóticas de Pablo Neruda y de Joyce). Como París tenía el surrealismo vivo en el desaparecido Mercado de las Pulgas, y Londres en el Soho, donde yo he visto los condones más imaginativos del mundo, y sobre todo en King’s Road, kilómetros de discos, látigos, uniformes, bragas, cutredad y modernosidad.
Quiere decirse que el surrealismo está en la vida, en la calle, como el clasicismo y hasta el gótico, y no hay más que salir a darse un paseo para volver al estudio cargado de imágenes, santorales, figuras y objetos sin nombre ni apellido ni dueño ni comprador, pero fascinantes como los hubiera visto Marcel Duchamp.
Breton sacaba su surrealismo de los sueños y Ramón del Rastro. Fue el primero en descubrir que el subconsciente estaba en la calle, que el planeta onírico de Freud estaba en el Rastro. La modernidad de Ramón es la misma que la del citado Duchamp: este coge un bidé y lo expone como si fuese una Venus. Ramón escribe del bidé que es “una jaquita blanca para la mujer de hoy”.
Los objetos, la pasión por “los objetos perdidos y encontrados” (título de un libro de González-Ruano), es una pasión de nuestro siglo XX, y llega hasta Neruda, que prefiere expresarse con herramientas y cereales mejor que con metáforas (se hizo surrealista en Europa). Ramón ha visto en seguida que las cosas viejas son la ceniza expresiva de la vida, el rastro de cosas que se nos caen camino de la muerte.
Así, Neruda acabaría dedicándole una Oda a Ramón. “Rey Ramón. Toca en su flor de losa y acuden manantiales, muestra el silencio sus categorías”. Ramón, gordo, apaisado e interminable, apasiona al chileno más que sus viejos amigos del 27, de cuya pureza/impureza político/literaria está un poco de vuelta. JRJ a Ramón le llama “jamono” y otro le ve como un Godoy feo que no hubiera enamorado a ninguna reina. Pero enamoró a Luisa Sofovich, judía rusoargentina con quien se casaría para siempre. Cuando la trajo a conocer España, ella se enamoró en silencio de Juan Belmonte.
Quiere decirse que Ramón está entre la antigualla del Rastro y la modernidad de las vanguardias, que viene a ser la misma cosa, y por eso tiene en su estudio un estampario donde hay desde sellos de Sumatra hasta desnudos de Cleo de Merode. Este estudio lo visité yo en la Casa de la Panadería, conservado por el Ayuntamiento. A Ramón le echa de Madrid la guerra, como a tantos. Muere en Buenos Aires, al costado frío de Luisita, que vino a enterrarle a Madrid y es cuando más la traté.
“Ahora me toca a mí”, me dijo. La venganza de las grandes viudas. Al entierro de Ramón fuimos con César, Alcántara, Olano y el maestro Agustín Lara, que se había traído sus músicos y le tocaron a Ramón el chotis “Madrid”. Era un día marceño, creo que 1963, y a Ramón lo pusimos encima de Larra en la Sacramental de san Justo, al otro lado del río. Un cementerio siempre es como el Rastro de los muertos, y entre ellos anda perdido Ramón, que le deben un libro genial, Los muertos y las muertas, donde él hace ya su biografía de difunto.
Tomado de El Cultural