Asunción, Paraguay-La voz de Augusto Roa Bastos fluye calma, cristalina. Habla igual que como mira. Pero cada frase que dice es contundente. Como cuando escribe. De cuerpo menudo y enorme modestia, el escritor nacido en Asunción del Paraguay, en 1917, es desde hace medio siglo uno de los faros de la literatura latinoamericana. Desde hace cinco años Roa Bastos vive nuevamente en Paraguay. En sus espaldas lleva cincuenta y dos años de exilio. Concluída esta conversación, fue internado en un hospital de la ciudad. El suyo ha sido un migrar constante que se inició temprano, a poco de haber nacido, cuando su familia se mudó a Iturbe.
«Lo primero que se me aparece es el río», dice ahora, llevado a recordar el pueblo de su infancia.
«Es un río muy sinuoso, que corre a través de la selva formando lagos interiores. Pienso siempre en el agua, a la que considero el elemento central de mis composiciones. Además en ese río tuve mi primer oficio pago. Porque por ahí pasaba el ganado en balsas y generalmente los troperos al regreso volvían ebrios, se caían al agua y había muchos ahogados. Entonces nosotros formamos un grupo de chicos que rescataba esos cadáveres.»
Esta fue una de las cosas que más le resistió su padre, administrador del ingenio azucarero local. La otra fue el empleo de la lengua de la tierra, el guaraní, que de todos modos Roa Bastos aprendió, de labios de una mujer indígena. La literatura asomaba por entonces como un balbuceo.
«Como no tenía amigos, convertí el portón en un ser viviente. Le hablaba y él me contestaba, porque encontré una manera de que su lenguaje fueran los chirridos de las bisagras», dice.
El tránsito de ese «niño sabiondo y patrañero» a la adultez fue abrupto. Vino de la mano de la Guerra del Chaco entre Paraguay y Bolivia. Corría 1933. Roa Bastos no había cumplido los 15 años.
«Con otros tres amigos nos escapamos del colegio, nos trepamos en un transporte de guerra y partimos hacia esa aventura un poco sonámbula.»
Sin edad para combatir, los cuatro permanecieron en la retaguardia, asignados como camilleros. Pero el destacamento en que estaban fue atacado por un avión boliviano. Una esquirla de esas bombas es la marca que Roa lleva, hasta hoy, en el pecho. Otra le destrozó a uno de sus tres amigos el estómago.
«El fue soportando así, sosteniendo los intestinos que se salían afuera, gritando ‘Mamá, mamá´, hasta que cayó muerto. Eso, que me hubiera impresionado muchísimo en otras circunstancias, me parecía natural, porque ya habíamos visto los deshechos humanos que venían del frente. Y lo que más sentía en esta pérdida era todo lo que habíamos vivido juntos. Ya no podré recuperar éso, ¡pero si ya está vivido! Porque todo lo que pasó tiene posibilidad de futuro. La memoria del pasado tiene su correlato en la memoria del futuro. Por eso pueden venir las profesías, que en realidad son la memoria de la humanidad. Ningún profeta ha pronosticado nada; simplemente ha recordado cosas que ya han pasado o se han sufrido.»
La guerra lo volvió a encontrar años más tarde, en Europa, esta vez como corresponsal. Para entonces Roa Bastos había estudiado letras y economía política, había publicado un libro de poemas, vivía del periodismo. Desde una Inglaterra todavía bombardeada, enviaba artículos y reportes por teléfono.
La vuelta a Paraguay marca el comienzo de su largo exilio. Porque en 1947 se produce el golpe militar de Higinio Morínigo. Y Roa Bastos, que como jefe de Redacción del diario El País publicaba reportajes sobre los yerbales, las plantaciones de caña de azúcar, «los lugares del sacrificio humano», no era mirado por el poder con simpatía. Tuvo que abandonar el país. Marchó hacia la Argentina.
«Estar migrando no es nada agradable ni es algo que uno elige. No tengo mucha pasta aventurera. En esas situaciones uno trata de cultivar una especie de indiferencia, o por lo menos de calma, para no dejarse arrollar por las cosas que van pasando.»
A la dictadura de Morínigo le sucedió, diez años después, la de Stroessner. A Roa Bastos se le retiró la nacionalidad. Tenía además la entrada prohibida al país. Tres veces ingresó, sin embargo, de incógnito a través del río. Pero en un medio chico, la policía tiene orejas largas.
Cuenta:
«Una vez entré para asistir a mi madre que estaba moribunda. Pude llegar hasta ella. Incluso me reconoció en esa especie de agonía premortal. Después me metieron en un calabozo. Pero nunca fui torturado y eso ya era algo fuera de lo común. Me expulsaron. La noticia de su muerte me tomó otra vez afuera.»
De su largo exilio, primero en Argentina y después en Francia, Roa Bastos rescata sobre todo el contacto con otras culturas y la necesidad de aprender idiomas, «cosa que para el paraguayo resulta bastante difícil, porque el idioma natal, el guaraní, crea una especie de conformación especial para los sonidos y dificulta bastante el aprendizaje y el uso de idiomas cultos como el inglés o el francés. El guaraní es una lengua selvática, muy impregnada de los elementos de la naturaleza. Hay una cosmovisión distinta. No ha sido estudiado a fondo como las lenguas europeas. Uno va viviendo el guaraní inconscientemente y de pronto, cuando empieza a reflexionar, van surgiendo los elementos constitutivos de la lengua, la relación entre la cultura indígena y la española. La gramática guaraní, por ejemplo, es increíblemente madura. Yo no sé cómo se inspiraron.»
Sumidos en su milenaria tradición oral, los indios guaraníes dicen que la palabra es el alma.
«Para mí –dice Roa– la palabra es el elemento central de la experiencia vital de un pueblo. En el Paraguay estamos escindidos en dos vertientes: por un lado la lengua popular, el guaraní, y por otro el español, que no dominamos muy bien. Es una mezcla de conflictos de tipo linguístico y también de modos de expresarse y de vivir la vida.»
Aunque casi toda su obra ha sido escrita en castellano, Roa Bastos también ha escrito en guaraní.
«Al principio era como una búsqueda de elementos que faltan en el español, y que tienen que ver con la naturaleza física, los colores, la consistencia de la tierra, del aire. Ahí se abalanza arrolladoramente la naturaleza sobre uno. Y uno tiene que luchar a brazo partido contra esa presión de lo natural. Esto hace que sea muy difícil la traducción del guaraní al español y viceversa. Generalmente no se encuentran los términos equivalentes: hay que hacer muchos rodeos para expresar lo que en guaraní se satisface con una sola palabra.»
Hasta los chistes en guaraní tienen, a su juicio, otra tonalidad. Casi todos son de tipo alegre, picaresco, sin que por ello el sexo tenga elementos morbosos.
«El humor ocupa en mi vida un lugar muy grande, porque yo en el fondo soy un hombre triste. Entonces la lucha es neutralizar esa tristeza esencial, que es un principio de muerte en el tejido vital de uno. Los humanos tendemos a dramatizar demasiado las cosas, a hacer valer nuestras pequeñas miserias. De las llagas de la vida mi madre solía sacar conclusiones chistosas. Y pienso que esa es una gran sabiduría.»
Su largo paso por el periodismo le sirvió a Roa Bastos para aceitar los mecanismos que confluyen en la escritura:
«Y también para perderle el temor a las palabras, que se da cuando uno empieza una obra nueva, porque el afán de perfección está siempre en primer plano.»
¿Cómo trabaja este hombre que, a los 83 años, acaba de terminar una novela y un libro de aforismos?
»Me levanto muy temprano –cuenta–, después de dormir sólo tres o cuatro horas diarias. Pero no tengo horarios fijos, sino que estoy en disponibilidad todo el día.»
Su método es por cierto llamativo: no empieza a escribir un nuevo libro hasta haber rumiado bien la trama:
«Porque lo que más me cuesta no es escribir, sino dónde empezar. O cómo. A veces me digo: ¿tendré que pasar mi vida haciendo siempre trampas, empezando por el fin porque me cuesta el comienzo? Esto a veces funciona. Es cuestión de mover las cosas de su lugar, entonces de pronto uno tiene una perspectiva distinta y todo cambia.»
Intentando explicarse el misterio de la creación artística, Roa Bastos concluye que la repetición es necesaria. Porque a su entender el arte mismo, en el sentido de la creación pura, imita, no crea nada. De ahí a hablar de los escritores que más admira hay un sólo paso. Afirma:
«Borges y Rulfo son los dos escritores representativos de la literatura que yo quisiera leer y que a lo mejor no encontraría. ¿Porque qué libro busca uno?, ¿determinado libro? No, el que quiero leer. ¿Y dónde está? No está. Entonces uno lo escribe o sigue esperando.»
El autor no se resignó a la espera. Su obra, escrita casi por completo fuera del Paraguay, vuelve una y otra vez sobre el antes y el ahora de su gente. Hijo de hombre está ambientada en el Chaco de la guerra. Yo, el supremo se basa en vida del dictador José Gaspar Rodríguez de Francia, quien gobernó el Paraguay entre 1811 y 1840. Una de las frases que Roa pone en sus labios, «difícil ser constantemente un mismo hombre», le vuelve ahora al escritor como pregunta.
–¿Qué otros hombres es usted?
–Ah, muchísimos. Todos los días descubro un nuevo habitante. Y así como vienen, se van. Y queda una especie de receptor-emisor que está esperando nuevos mensajes. Porque uno no saca las palabras solamente de sus fibras, sino de las experiencias vividas. El que no ha vivido, por lo menos mentalmente, no digo que haya tenido grandes aventuras como Hemingway u otros grandes novelistas, pero hay que haber vivido una experiencia para poderla expresar. Y generalmente, cuando me pongo a escribir digo, caramba, para qué voy a sentarme a escribir ahora si no voy a terminar nunca. En cambio si estuviera ahora con una muchacha lo pasaría mucho mejor, porque iríamos a divertirnos por ahí. Se me ha dado siempre la mujer como la tentación de la cosa prohibida. Una obsesión no solamente sexual o de género. La mujer es el misterio humano más profundo para mí. Es la protagonista de toda la historia paraguaya, y probablemente de América. En este siglo el sexo ha invadido todo el campo y no sobra lugar para otro tipo de consideración. Pero para el hombre que no tiene mucha perceptividad, o está condenado a no tener relación con la mujer, o sigue siendo el misterio más importante que existe, incluso por el hecho de no poder descubrirlo.
–¿Ha estado alguna vez perdidamente enamorado?
–Yo he estado enamorado siempre de una persona ideal, no de una persona física. Mi problema era tratar de encontrar esa persona ideal en la persona física y siempre el resultado final era la derrota. El ideal de belleza del hombre siempre supera a la belleza real. Entonces encuentra uno que se está menejando con déficit. Sin embargo las uniones no han estorbado mi trabajo, porque ya estaba bastante entrenado en la dificultad para escribir. Por el contrario, esas dificultades me enardecían un poco más para luchar.
–¿Siempre queda conforme con la escritura de un hecho vivido o a veces la literatura se le aparece como una imitación pálida de la vida?
–Quedo en duda. Entonces una manera de defenderme contra esa duda es no volver a releer mis cosas, que están ahí lanzadas. Que se arreglen, digo yo.
–Usted tiene tres hijos ya adultos. ¿Qué significó volver a ser padre de otros tres a partir de los 65 años?
–Casi nada. Ahora que me lo menciona vuelvo a pensar que yo no he sentido el paso del tiempo. Me asombra, sí, que por ejemplo ahora tenga reacciones, reflexiones, que no tenía a los 20 o a los 30 años. No puedo jactarme demasiado de eso porque es una cuestión de células. Creo que vendrá un momento en que empezará a notarse claramente la declinación, entonces me pondré muy contento, porque dejaré de estar en esta angustia permanente de estudiar las cosas, de descifrar los enigmas que le plantea a uno la vida a cada momento.
–En la más autobiográfica de sus novelas, Contravida, el protagonista, o sea usted, vuelve al pueblo de Iturbe, que es a la vez un lugar onírico llamado Manorá. Ahora usted vive, desde su regreso al Paraguay, en el barrio asunceño de Manorá.
–Aquí cerca hay una calle que llevó ese nombre desde la fundación de la ciudad. En guaraní tiene un significado casi literal: es el lugar para la muerte. Ahora estoy en un periodo de convalescencia de un derrame y de una operación del corazón. Yo soy uno de esos lagartos viejos que no mueren nunca.
–El tema de la muerte está muy presente en sus textos. ¿Piensa mucho en la muerte?
–Casi nada. Pienso que la muerte es una cosa muy natural. Y como no vamos a poder dar testimonio de la muerte, no me preocupa ni siquiera como un compromiso posterior. Yo creo que lo que hay que hacer es vivir la vida en presente, sacar el máximo partido posible sin ninguna clase de trampas, vivir honradamente en lo bueno y en lo malo, en lo peor y en lo mejor.
–Usted se encargó de novelar algunos hechos claves de la historia del Paraguay. ¿Cómo ve el futuro de su país y de América Latina?
–Paraguay es un país muy inmaduro, viejo pero sin vitalidad joven. La vejez no sería un fenómeno muy peligroso, al contrario, es la fuente de la experiencia y la sabiduría. Pero hace falta una mayor unión y comprensión. América Latina es un país fragmentado bajo la presión de los imperios. No utilizo la palabra imperialismo porque parece una especie de propaganda izquierdista y vulgar. Los imperios nos han impedido que América fuera el país que tiene que ser. Nos han utilizado como campo de explotación en la mayoría de los casos. Yo creo que eso va a cambiar. Porque hay un momento en que el ser humano toma conciencia de sus problemas y trata de resolverlos.