Prefiero a los críticos benévolos, prontos al elogio y renuentes a la censura. La crítica ha de ser algo así como el memorial de los placeres de un lector inteligente. Bien es verdad que acaso escasee la mercancía. Mas aun así, siempre queda el silencio. Una crítica negativa está justificada cuando se trata de deshacer falsos prestigios o de ahorrar al lector la lectura de los libros superfluos o nocivos.
La dureza, esa forma del pesimismo crítico, goza, como el pesimismo en general, de un injusto prestigio. Algunos elogian la sabiduría del crítico a quien sólo contentan los consagrados y los grandes. Son implacables con el escritor débil, aunque acaso sea excelente, y complacientes hasta la genuflexión con los consagrados y poderosos, aunque sean mediocres. Si tan devotos son de las cimas, que abandonen las novedades y publiquen memorables trabajos sobre Dante o Virgilio. La crítica dura suele ser hija de la inmodestia, a veces del resentimiento. El crítico asciende a un falso Olimpo desde el que reparte mandobles. Hay quien dijo que quien sabe hacer una cosa la hace y el que no, la enseña. O la critica, cabría añadir.
Este elogio de la crítica benévola o del silencio piadoso nada tiene que ver con la defensa de la crítica empalagosa que sólo busca ganar favores y amigos mediante el falso halago. No se trata de elogiar lo malo sino de buscar lo bueno y, si no se encuentra, guardar silencio. En cualquier caso, no hay mejor juez que el tiempo ni mayor éxito que el que otorgan los siglos venideros. Al fin y al cabo, con más o menos criterio, los manuales de literatura y los cánones literarios albergan obras que merecen la pena. Las demás no merecen vituperio y censura sino silencio y olvido.