Silvio y sus letra

Ante una pregunta de Belén Gopegui, para un encuentro sobre literatura, acerca de cómo escribe sus canciones Silvio Rodríguez, el cantautor cubano se extiende

Ante una pregunta de Belén Gopegui, para un encuentro sobre literatura, acerca de cómo escribe sus canciones Silvio Rodríguez, el cantautor cubano se extiende en un relato autobiográfico y emotivo que aproxima al talento y la creación de una de las figuras más sobresalientes de la música latinoamericana en las últimas décadas.

Antes que hacer canciones me fui haciendo hombre en la primera década de la revolución cubana, años 60. Pudiera afirmar que adquirí nociones de ética simultáneas a las de estética, y es que tuve una adolescencia muy participativa, a la vez que leía ferozmente sobre lo humano y lo divino. El día que triunfó la revolución yo acababa de cumplir 12 años y a esa edad un primo me reclutó para la Juventud Socialista. Unos meses más tarde estaba inmerso en la lucha estudiantil preuniversitaria e iba de casa en casa pidiendo conservas para los milicianos, atrincherados por los primeros ataques y sabotajes. En 1961, con 14, fui uno de los 100, 000 jóvenes que integraron el ejército de alfabetizadores que dejaron las ciudades por la vida a la intemperie. Escogí para alfabetizar una zona cercana a la Sierra del Escambray, donde la lucha de clases era muy violenta. El ejército de maestros al que pertenecía puso su mártir: un brigadista de mi edad, llamado Manuel Ascunce, fue torturado y muerto por los alzados. Poco después se produjo la invasión contrarrevolucionaria por Playa Girón, atizada por las administraciones norteamericanas. Me hice miliciano el mismo día de aquel desembarco y mi generación, fundida a la anterior, siguió aportando sangre. Un día ya nos dimos cuenta de que no éramos niños, que cualquiera de nosotros podía estar entre los caídos de la aurora siguiente.

 

 

A los 15 dibujaba una página de historietas en el semanario Mella, órgano oficial de la Unión de Jóvenes Comunistas. A los 17 fui llamado a las Fuerzas Armadas Revolucionarias, a través del servicio militar, donde presté servicios durante algo más de tres años. Producto de mi experiencia anterior como dibujante y diseñador gráfico, la mitad de mi vida militar la pasé en jefaturas especializadas en elaborar propaganda de defensa.

Puede que el trabajo político directo, en edades tan tempranas, me haya inmunizado, al menos un poco, contra sus efectos. Puede que la saturación del recurso me haya hecho replanteármelo desde un ángulo más humano, menos rígido. Puede que tuviera tan claro lo que era la propaganda que a la hora de escoger las palabras para una canción tratara de evitar a toda costa lo que se le pareciera. Aún así no podía, ni quería, traicionar mis principios ni dejar de estar de parte de lo que consideraba correcto. Entonces tuve que trabajar contra las frases hechas, contra los caminos trillados, contra las fórmulas obvias que sonaban a panfleto y no a literatura. Porque de eso se trataba: yo quería que mi lenguaje se pareciera a los discursos poéticos, no a los políticos, aunque el compromiso con mi país y con mi tiempo me arrastrara a los contenidos más urgentes.

La labor que desarrollé para el cine, entre 1970 y 1975, es buen ejemplo de cómo debí trabajar para la inmediatez, a la vez que buscar un lenguaje literario (y musical) que otorgara «vida propia» a la obra. Entonces hice muchas canciones por encargo, aunque nunca acepté un trabajo que no me motivara, lo que ya implica una empatía cómplice. «Columna Juvenil del Centenario» es de esa época y fue escrita para un documental reportaje. En su caso hay, además, algunos elementos extra artísticos -en este caso político-históricos- que pueden ayudar a la comprensión de por qué abordé la letra sobre la Columna como lo hice, e incluso hasta la música. Espero no estar extendiéndome demasiado.

En 1970 el documental «Columna Juvenil del Centenario», del realizador Miguel Torres, no representaba una imagen idílica de la Columna Juvenil, sino que asumiendo un papel testimonial de nuestra realidad mostraba un ángulo nada oficialista. Mientras la prensa cubana enfocaba con un triunfalismo rimbombante (ingenuo) la campaña que los jóvenes libraban en la provincia de Camagüey, aquel trabajo cinematográfico, cámara en mano y en blanco y negro, mostraba adolescentes vistiendo ripios, durmiendo a la intemperie, demacrados por la comida insuficiente y la labor excesiva, protagonistas que a la vez se expresaban con una firmeza y voluntad impresionantes. Pero esta óptica más completa de la realidad contradecía a cierta zona de la dirección ideológica que prefería una visión simplemente épica, sin profundizaciones que sacaran a la luz aspectos contradictorios de la dramática realidad que vivíamos. Aquel modo predominante de ver las cosas en la superestructura cubana tenía su núcleo de artistas, escritores y hasta de autores lisonjeros, a tono con las justamente endurecidas canciones soviéticas de la segunda guerra mundial. Pero tanto el mundo del cine cubano como la mayoría de los trovadores éramos más distendidos que aquel otro país pretendido y ortodoxo, aburridamente solemne, hierático.

Estas eran mis circunstancias y yo era un opositor de la visión oficial cuando escribí esa canción. Pero lo contado no era todo. Por entonces había cierta fobia ideológica por el rock, algo así como una enfermedad infantil izquierdista, a decir de Vladimir Ilich. Esto llegaba a los extremos kafkianos de buscar células de rock en la música de los compositores, y había listas con calificativos y censuras para compases sospechosos. Después de algunas adversidades yo y un grupo de jóvenes músicos tuvimos la suerte de encontrar refugio para aquel tipo de excesos en el ICAIC (Instituto de Arte e Industria Cinematográficos). Ahí yo me desquitaba haciendo rocanroles con letras revolucionarias que los cuadrados de la cultura se tenían que zampar. Como el noticiero semanal ICAIC y las películas ponían nuestra música, aquella fue nuestra forma de contribuir a barrer con los prejuicios que existían con el rock.

Por eso Canción de la CJC y otras de entonces son medio roqueras, lo que por otra parte contribuía a engordar nuestra fama de muchachos conflictivos.

Cuando en aquellos tiempos me ponía a escribir, debía estar conciente de varios frentes de confrontación a la vez: aquel del que formaba parte como país martiano y socialista a 90 millas del imperio; estos otros combates domésticos mencionados, que suponían una forma de disidencia revolucionaria; y, para colmo, debía cargar con el implacable frente intimo, contra el que no había excusa y me exigía ser cada vez mejor persona y artista.

Con la mayoría de las canciones que hice, las que no eran por encargo sino solamente porque se me ocurrieron, el proceso ha sido muy parecido. Cuando hice Te Doy Una Canción pasé de lo personal a lo colectivo con tanta naturalidad como cuando alguien va con su pareja, dándose besos, hasta una reunión de compañeros. Es que son el mismo hombre y la misma mujer; no tiene porqué haber costuras; y si las relaciones que establecen tanto privadas como públicas son honestas, la verdad es que debieran verse unas como la continuación de las otras, ya que usamos la misma piel para amar que para defender lo que creemos. Puede que la vestimenta, los utensilios, la parafernalia acompañante pueda cambiar. Quizá por eso funcionen mejor una marcha para el combate y un bolero para enamorarse.

Puede que a otros les sea más sencillo explicar cómo llegan «al tono» de lo que escriben. A mi me resulta difícil porque muchos de mis procesos nunca han tenido método. También porque ese «tono» suele ser un hallazgo fundamental, al punto en que en ocasiones parece disputarle importancia al asunto. Estoy lejos de ser un defensor de la forma a ultranza, pero si admitimos que una manera es la llave de una puerta ¿cómo no vamos a reconocerle lo que le corresponde? Lo que me mueve y deseo escribir suele estar ante mis narices, como ante las de cualquiera, pero hasta que no encuentro la forma de abordarlo soy un inválido. En ese proceso de búsqueda, a veces me he metido años. Ha sido como otra vía para llegar a las canciones, que pudiera ser la de la sedimentación, como una especie de aprendizaje largo y secreto que desemboca en las palabras justas o en «el tono», como tú lo llamas. Eso me ha pasado, por ejemplo, con Rabo de Nube, que también es una canción política, a su manera.

Nací en una zona rural donde los campesinos llaman rabo de nube (raboenube) al tornado. Siempre me fascinó esa metáfora del pueblo y, vampiro (chupa-ideas) como soy, intenté el tema varias veces. Una vez casi di por terminado un texto, pero era tan conciente y manipulador que asesinaba la transparencia del símbolo. Muchos años después, en la ciudad de México, en una tarde sin prisas, se me apareció la canción tal como está, con relativamente poco esfuerzo, como si ya estuviera hecha en algún rincón de mi cabeza. La única explicación que le encuentro es que abordé aquella idea, descubierta en la infancia, ni más ni menos que como un niño: no haciéndome el inocente sino desde un estado de inocencia.

Así que supongo que me puse a tiro de aquella canción. Y por lo tanto debo dejar a cada cual el camino que deberá recorrer para situarse al alcance de lo que desea. La única técnica que en este caso pudiera articular es que el proceso no debiera ser confundido con poner a nuestro alcance lo que queremos poseer. Eso -al menos en mi caso- no resulta. Debe ser que hay estancias de la sensibilidad y sendas para llegar a ellas que son estrictamente personales. No sé por qué me da un poco de vergüenza revelar que soy de los que -de alguna forma- creen en lo inasible, o puede que más bien en lo intransferible.

No quiero dejar de mencionar algunos maestros que no paran de enseñar buenas maneras de poesía política: Brecht, Hikmet, Josef, Vallejo. Hasta el mismísimo Rimbaud hizo un alegato antiguerrerista con aquel poema que una vez leí bajo el título de «El durmiente del valle». Para qué hablar de Miguel Hernández o Pablo Neruda. Ya sé que estos dos, junto a Brecht y Maiakovsky, resultan explícitos o directos, que su mensaje no es tan sesgado como te interesa ver ahora. Pero leyéndolos puede que haya aprendido lo que me estaba vedado. ¿Por qué prohibido? Porque yo era un ciudadano de una revolución victoriosa y fundaba una nueva sociedad en la que los contenidos contingentes empezaban a formar parte de lo cotidiano, o sea que debía aligerarlos de herrajes embarazosos para hacerlos más llevaderos, capaces de ser llevados en los bolsillos de la gente. Porque de alguna forma mi realidad me pedía, más que gritos, susurros acompañantes en el largo camino por recorrer.

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