Tiempos violentos

Prólogo de Arthur Miller a su obra Después de la caída.Esta no es una obra sobre algo; he querido que sea algo en sí

Prólogo de Arthur Miller a su obra Después de la caída.

Esta no es una obra sobre algo; he querido que sea algo en sí misma. En primer lugar, es una manera de mirar al hombre y a su naturaleza humana como la única fuente de violencia que se acerca cada vez más a la destrucción de la raza. Es éste un concepto que no toma en cuenta ideas sociales ni políticas como creadoras de violencia, sino la naturaleza del propio ser humano. Ya debemos convencernos de que ninguna persona ni ningún sistema político tiene el monopolio de la violencia. Es también evidente que el común denominador de todos los actos violentos es el ser humano.

El primer «relato» real de la Biblia es el del asesinato de Abel. Antes de este drama sólo hay un paraíso sin rasgos característicos. Pero en ese Edén hubo paz porque el hombre no tuvo conciencia de sí mismo. Es probable que se nos diga que el ser humano se convierte en «sí mismo» en el acto de adquirir conciencia de su cualidad de pecador. Él «es» eso de que se avergüenza. Después de todo, la infracción de Eva consistió en hacer accesible el conocimiento del bien y del mal. Puso ante Adán la posibilidad de una elección. Por lo tanto, donde la elección empieza, el Paraíso termina y la inocencia concluye, pues ¿qué es el Paraíso sino la ausencia de toda necesidad de optar por determinada acción? Saliendo del Edén se abren dos caminos. Para Caín, o, si se prefiere, para Oswald [presunto asesino de JF Kennedy], hay una sola alternativa, un solo camino: dar rienda suelta al interno determinismo que conduce en este caso al crimen, o alegar desconocimiento como virtud y defensa. El otro camino es el que ruge por todo el resto de la Biblia y la historia; la lucha de la raza humana a través de miles y miles de años por calmar los impulsos destructores del hombre, por expresar sus ansias de grandeza, de riqueza, de realización y de amor, pero sin convertir en un caos la ley y la paz.

 

 

La cuestión que finalmente aflora en esta obra es: ¿cómo se debe conseguir esa calma? Quentin, el personaje central, llega a la escena abatido y bajo la sensación de la falta de sentido de sí mismo y del mundo. Su triunfo como abogado se le ha desmenuzado en las manos al no ver en él más que su propio egoísmo. Ha soportado la ruina de dos experiencias matrimoniales. Su desesperación no le permite el lujo de echar la culpa a otros. Busca desesperadamente una visión clara de su propia responsabilidad por lo que es su vida, y lo hace porque poco antes ha conocido a una mujer a la cual cree que podrá amar y que lo ama; atormentado como está por sus dudas, no puede cargar con la responsabilidad de otra vida. En resumen, se ve frente a lo que Eva trajo a Adán: la terrible realidad de la elección. Para optar o elegir es forzoso conocerse; pero el hombre que se conozca no deberá cerrar los ojos al impulso criminal que anida en él, la eterna y solapada complicidad con las fuerzas de la destrucción.

No es posible volver a colgar la manzana en el árbol del bien y del mal; en cuanto empezamos a ver, estamos condenados a armarnos de la fuerza necesaria para ver más, no para ver menos. Al ser interrogado Caín, se sintió sorprendido y dijo: «¿Es que soy yo el custodio de mi hermano?». Las primeras palabras de Oswald al ser detenido fueron: «Yo no hice nada». ¿Qué país ha entrado alguna vez en una guerra que no se apresurase a proclamar ofendido su inocencia? El crimen y la violencia exigen inocencia, sea real o cultivada.

Y a través de toda la agonía de Quentin circula la sempiterna tentación de la inocencia, esa ansia profunda por volver al momento en que, según parece, estaba libre en realidad de toda mancha. A esa época fugaz, cuando algo era parte de nosotros y nosotros nos sentíamos a gusto con los demás, y todo simplemente «nos pasaba». Pero cuanto más de cerca examina el hombre esos años aparentemente unificados, más claramente advierte que su Paraíso retrocede sin cesar. Pues siempre existieron su conocimiento consciente, siempre la elección, el conflicto entre sus propias necesidades y deseos, los impedimentos que otros ponen en su camino. Siempre existió el panorama de seres humanos que estimulan en sí y en todos los demás la tentación a solucionar el problema de ser un yo real; y con eso destruir además lo que es amado.

Esta obra, pues, es su juicio; el juicio de un hombre llamado a rendir cuentas, ante su propia conciencia, de sus valores y sus actos propios. El «oyente», que para algunos será un psicoanalista y para otros Dios, es Quentin mismo, que se vuelve en el borde del abismo para contemplar su experiencia, su naturaleza y su tiempo con el fin de sacar a la luz, sopesar y…, fuera de toda inocencia, prevenirse por siempre contra su propia complicidad con Caín y contra la del mundo.

Pero es inevitable que una obra de imaginación dé pábulo a muchas versiones distintas. Algunos la calificarán de obra «acerca» del puritanismo, «acerca» del incesto, o «acerca» de la transformación de la culpa en responsabilidad. Para mí es un hecho tan real como un puente nuevo. Y al decir esto sólo intento expresar lo que tantos escritores norteamericanos están procurando que llegue: el día en que nuestras novelas, obras de teatro, cuadros y poemas entren realmente en las cosas del momento, la inconsciente escapatoria de los dominios de nuestra experiencia real, una fuga que vacía el alma.

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