Un arte espectral, recién publicado por el sello Backlist (Planeta), nos regala las valiosas reflexiones de un peso pesado de la literatura del siglo XX como Norman Mailer (Nueva Jersey, 1923 – Nueva York, 2007) sobre todo lo que concierne al oficio literario en la práctica: el ejercicio de la profesión de escritor, el arte de escribir, el periodismo cultural y la industria editorial. Una compilación de textos varios (prólogos, introducciones, entrevistas…) y material inédito que se completa con un análisis descarnado de sus gigantes literarios, sus contemporáneos y rivales y de la nueva narrativa norteamericana emergente: de Tolstoi a un joven Jonathan Franzen, pasando por Hemingway, Faulkner, Updike o Capote. En el extracto del capítulo que ofrecemos a continuación, Mailer reflexiona sobre el mayor reto que plantea la literatura a cualquier autor: encontrar y pulir un estilo propio.ESTILO
El estilo, por supuesto, es lo que todo buen autor joven busca adquirir. En el acto del amor, su equivalente es la gracia. Todos lo quieren, pero ¿quién puede encontrarlo trabajando directamente hacia la meta?
En mi caso, Advertencias fue el primer libro que escribí con un estilo que pudiera llamar propio, pero no lo empecé hasta 1958, diez años después de que se publicara +Los desnudos y los muertos. En el medio habían llegado Costa bárbara y El parque de los ciervos, y no quería tener otra vez dos novelas tan difíciles de escribir.
No sabía lo que estaba haciendo. Aparte del vértigo que ataca a cualquier atleta, actor o joven empresario que tiene un éxito inicial enorme, yo tenía mi propio problema particular, una maravilla: no conocía mi oficio. Los desnudos y los muertos había sido escrito a partir de lo que podía aprender de leer a James T. Farrell y John Dos Passos, con buenas dosis de Thomas Wolfe y Tolstoi, más tintes homeopáticos de Hemingway, Fitzgerald, Faulkner, Melville y Dostoievski. Con semejante ayuda, fue un libro que se escribió solo.
Yo sabía, sin embargo, que no era un logro literario. Había hecho un libro con un estilo general prestado por muchas personas y no sabía lo que tenía por decir yo mismo. Aún no había tenido suficiente de mi propia vida. Incluso podría adelantarse la idea de que el estilo les llega a los autores jóvenes más o menos en la época en que reconocen que la vida también está dispuesta a herirlos. Hay algo allá afuera que no es necesariamente engañoso. Eso explicaría por qué autores que estuvieron enfermos en la infancia casi siempre llegan temprano en su carrera como estilistas desarrollados: Proust, Capote y Alberto Moravia son tres ejemplos; Gide ofrece otro. Esta noción daría cuenta, por cierto, del desarrollo temprano y completo del estilo de Hemingway. Tuvo, antes de cumplir los veinte, la sensación inconfundible de estar herido, tan cerca de la muerte, que sintió que su alma se deslizaba fuera de él y después volvía.
El joven autor medio no está así de enfermo en la infancia ni es tan duramente usado por la vida temprana. Sus pequeñas muertes sociales son equilibradas a veces por sus pequeñas conquistas sociales. Así que escribe en el estilo de otros mientras busca el propio y tiende a buscar palabras más que ritmos. En su apuro por dominar el mundo (raro es el escritor joven que no es un cretino consumado), también tiende a elegir sus palabras por su precisión, su capacidad de definir, su acción acrobática. A menudo su estilo cambia de escena a escena, de párrafo a párrafo. Puede conocer un poco acerca de crear atmósferas, pero la esencia de la buena escritura es que instala una atmósfera tan intensa como la de una obra teatral y después la altera, la amplía, la conduce hacia otra atmósfera. Cada frase, precisa o imprecisa, jactanciosa o modesta, cuida de no meter un dedo hiperactivo a través del tejido de la atmósfera. Tampoco las frases se vuelven tan vacías de cualidad personal como para que la prosa se hunda en el suelo de la página. Es un logro que llega por haber pensado en la vida de uno hasta el punto en que uno la está viviendo. Todo lo que pasa parece capaz de ofrecer su propia suma al conocimiento de uno. Uno ha llegado a una filosofía personal o ha alcanzado incluso esa rara meseta donde está atado a su propia filosofía. En esa coyuntura, todo lo que uno escribe proviene de la atmósfera fundamental propia.
Un desarrollo semejante debe de haberse producido en mí en los diez años pasados entre la publicación de Los desnudos y los muertos y el comienzo del trabajo en Advertencias a mí mismo. En todo caso, se convirtió en el libro en el que traté de separar mi bilis espiritual legítima de mi autocompasión, y tal vez fue la tarea continuada más dura que me había planteado a mí mismo. Lo que agravaba cada problema era que también estaba tratando de dejar de fumar, y como corolario de abandonar la nicotina, me vi lanzado al problema del estilo mismo. En aquellos días, mi psique se sentía tan distinta sin cigarrillos como mi cuerpo al pasar del aire al agua. Era como si percibiera con sentidos distintos, y las reacciones claras se vieran embotadas. Escribiendo sin cigarrillos, el mundo que buscaba casi nunca llegaba, no en un tiempo rápido. En compensación, tenía garantizada una sensibilidad al ritmo de lo que escribía y eso me ayudaba a volcar mi mano en dirección de la mejor prosa. Empecé a aprender lo difícil que es pasar de la hegemonía de la palabra a la resonancia del ritmo. Esto puede ser un salto más grande que un brinco a la poesía. Así, Advertencias a mí mismo fue un libro cuya escritura me cambió la vida.
En El parque de los ciervos había estado tratando de encontrar un estilo a través de tres borradores. El primero había sido proustiano: no un Proust de primera categoría, desde luego. Proust intentado. Proust fracasado. El segundo borrador estaba ubicado en algún lugar entre la novela inglesa de costumbres y Scott Fitzgerald: no del bueno, pero en esa dirección general. Encajaba con el material esencial. Así que aprendí cómo el estilo repele literalmente ciertos tipos de experiencia y puede equivaler a una esposa dominante que siempre está dispuesta a elegirte los trajes. Si un escritor insiste en un tono específico, a pesar de todas las advertencias internas, incluso puede limitar la variedad de experiencias que entren en el libro.
Encontrar la manera propia de uno es algo elusivo. Aunque sin duda ayuda a desarrollar un estilo único, primero tienes que aprender cómo escribir. Allá por los años cincuenta, Nelson Algreen estaba dando una clase de escritura en Chicago y me invitó a asistir. Leyó un cuento de uno de los chicos. Hemingway de cuarta. Después, le dije a Nelson:
«¿Por qué le prestaste tanta atención? Sólo estaba copiando a Hemingway.» Y Algreen, que tenía diez años más que yo y sabía mucho más, dijo: «¿Sabes?, estos chicos están mejor si se atan a un escritor y empiezan a imitarlo, porque aprenden mucho haciéndolo. Si son buenos en algún sentido, tarde o temprano se librarán de la influencia. Pero antes tienen que atarse a alguien.» Eso fue útil.
Por otro lado, lleva tanto tiempo encontrar tu propio estilo. Se reduce a un conjunto de decisiones sobre qué palabra es valiosa y cuál no, en cada frase que escribes. Ése es un elemento. Otro es la coherencia general. Tienes escritores que son excepcionalmente talentosos pero siguen siendo lo que yo llamaría grandes aficionados. El ejemplo más notable sería una escritora tan dotada como Toni Morrison. Su estilo puede cambiar de un capítulo a otro: su vigor no reside en proteger el tono. Puede escribir con belleza durante páginas enteras, y después, al capítulo siguiente, se demora en un modo pedestre. Viola lo que es ella en su mejor momento, su voz distintiva, esas percepciones distintivas.
El estilo es carácter. Un estilo bueno no vendrá de un carácter malo, indisciplinado. Ahora bien, un hombre puede ser malvado, pero creo que la gente puede ser mala en su naturaleza esencial y aun así tener buen carácter. Bueno en el sentido de estar bien afinado, ser flexible, suave, adaptado, tener principios. Incluso un hombre malo puede tener principios; puede ser fiel a su propia maldad, lo cual tampoco es fácil. Y además creo que uno tiene que desarrollar su propia gracia física. Los escritores que son poseídos por un poco de gracia pueden tender a escribir mejor que los escritores que son físicamente torpes. Tengo la impresión de que es así. Es cierto que no podría demostrarlo.
El estilo es también un reflejo de la identidad. Dado un sentido firme de ti mismo, puedes escribir en una veta coherente. Pero si tu identidad cambiara, también cambiará tu presencia en tu prosa. Es innecesario decir que la enfermedad, la tragedia, la frustración enorme, la propia edad están destinadas a alterar toda noción firme de ti mismo.
Y, desde luego, el tema de uno también afectará las palabras de uno. Una voz periodística puede meterse en el funcionamiento de unas cuantas novelas de actualidad. Pero la verdad es que no quisieras ser Henry James para describir la vida de Gary Gilmore. Existe el vicio de la escritura demasiado espléndida. Para lo que Henry James quería hacer, sin embargo, su lenguaje era ideal. Reconoció antes que ningún otro que la educada vida social, a pesar de sus aspectos ridículos o afectados, también ofrece un espectro de pequeñas opciones presentes en cada momento. En la vida social, una persona a menudo elige entre tres o cuatro alternativas igualmente agradables, incluso para elegir ser un poco más cálido o un poco más frío de lo que originariamente esperaba ser hacia una persona dada. James tenía un sentido extraordinario de esa vibración imprevista dentro de lo casi totalmente esperable, y creó un mundo narrativo a partir de tal percepción, un mundo que dependía por entero de su voz única.
Es reconfortante sostener que algunos escritores importantes desarrollan un estilo a partir de evitar sus debilidades mayores. Hemingway no era capaz de escribir una oración larga, compleja, con buena arquitectura en la sintaxis. Pero convirtió esa incapacidad en su habilidad personal de escribir breves frases declarativas o largas oraciones fluidas conectadas con conjunciones. Faulkner, por el contrario, no era capaz de escribir con sencillez, pero sus oraciones demasiado opulentas, congestionadas, producían una atmósfera extraordinaria. A su vez, Henry Miller rara vez podía contar bien toda una historia. Prefería sus excursiones apartadas de la historia, y esos apartes son lo que lo hizo excepcional.
Como saben, un buen esquiador rara vez se preocupa por un camino. Sólo va, confiado en que reaccionará ante los cambios del sendero a medida que se le presenten. Lo mismo pasa en la escritura. Tienes que tener confianza en tu técnica. Ésa es la belleza de lograr el tono correcto en el momento correcto: te permite sentirte como un buen esquiador, tranquilo y relajado ante la próxima curva inesperada.
Hay dos tipos de escritores. Faulkner, Fitzgerald y Hemingway, Melville y James escriben con un tono inimitable. Hay otros escritores, por lo común menos famosos, que pasan por una variedad de modos. Yo estoy en este grupo. Lo mismo puede decirse de los pintores. Matisse pintaba de un modo reconocible, mientras que Picasso pasaba por cien antes de terminar. El estilo era la herramienta cortante con que podía delinear una realidad. Él lo veía como una herramienta más que como una extensión de su identidad. He encontrado que esta actitud es útil para mí mismo. Es mejor si la escritura de uno está cerca del material con el que uno está trabajando: una prosa bastante formal para una ocasión, casual para otra.
¿Metáforas? Preguntas por las metáforas. Tenía un querido amigo, Charlie Devlin, que me ayudó mucho con Los desnudos y los muertos, y de hecho era el modelo, considerablemente alejado, del personaje llamado McLeod en Costa bárbara. Charlie era un irlandés de cuarenta años tranquilo, saturnino, que estaba viviendo todo el tiempo en la pequeña pensión donde alquilé un cubículo (cuatro dólares por semana) para terminar Los desnudos y los muertos. Solíamos tener prolongadas conversaciones literarias. A cierta altura le mostré el manuscrito. Lo hizo pedazos. Podía ser un crítico severo. Dijo: «Es un libro mejor de lo que esperaba, pero no tienes el menor don para las metáforas.» Después agregó: «La metáfora revela la verdadera captación de la vida en un escritor. A tal punto que si no tienes metáfora, aún no has vivido mucho de la vida.» Nunca olvidé esa charla, y empecé a trabajar con energía en mi vida y mis metáforas. Sostendría que han mejorado con la edad.
Por otro lado, el buen diálogo depende de tu oído. Tiene que haber algo en cada discurso que se relacione con el anterior. Pero ni siquiera quiero hablar sobre el diálogo. Cierta gente tiene un material maravilloso, otros no, pero eso es sólo un aspecto de la escritura, no es el aspecto, y además, no creo que puedas enseñarlo. La mayoría de los chicos con talento empiezan con buen diálogo. Se sienten felices de que esté allí y se divierten: eso puede hacerte arrancar como escritor. Quienes no estén dotados para el diálogo, es de esperar que tengan el don de la filosofía o del buen lenguaje.
Si uno quiere un ejemplo de diálogo espléndido donde el listón está tan alto como debe, entonces, lean a William Kennedy o Joan Didion. Pero tampoco traten de imitarlos. El diálogo espléndido es inimitable. Es la ayuda indispensable, sin embargo, en la mayoría de los cuentos.
Un texto narrativo breve tiene tendencia a buscar climas de permanencia: en algún sentido pequeño para siempre. La novela se mueve con la misma naturalidad hacia el flujo. Ocurre un hecho, un hombre es herido y un mes después está trabajando en otra cosa. Al cuento le gusta ser clásico. Es más aceptable cuando queda demostrado un punto fatal. En cambio, la novela es dialéctica. Está más viva cuando uno puede rastrear los desastres que siguen a la victoria o los giros sutiles que a veces provienen de una derrota. Una novela puede ser creada a partir de cuentos sólo si el punto de cada cuento es más interesante e incisivo de modo sucesivo que el punto que lo precede, cuando el autor de hecho está cavando en busca de petróleo.
Larry Shainberg: Usabas una frase que quiero analizar contigo: «El vigor elástico de una frase.»
Norman Mailer: Sí. Eso puedes aprenderlo en un curso de escritura.
LS: Cuéntame qué quieres decir con vigor elástico.
NM: No puedes cambiar una sola palabra. ¿Qué es el vigor elástico? Quiere decir que todos los componentes están trabajando juntos. Repito: no puedes cambiar una sola palabra. Los mejores cuentos se construyen sobre esta premisa.
Aunque Dwight Macdonald no nos dio un gran conjunto de libros, gastó sus capacidades en escribir parte de la mejor crítica política y literaria de nuestra época. Más importante que su oeuvre, sin embargo, fue su influencia. Fue uno de los mejores maestros de escritura del mundo. No dio clases, pero si uno ya había aprendido un poco sobre escritura, había muchas vías por seguir en los aciertos de su estilo. Dwight tenía algo fabuloso que ofrecer: buscar la sensación del fenómeno intelectual. Describe lo que ves mientras incide en la suma de tus pasiones y tus logros intelectuales. Lleva al acto de escribir todo tu oficio, cuidado, devoción, falta de patrañas y honestidad de sentimiento. Y después escribe sin mirar por encima del hombro para ver si viene la policía literaria. Escribe como si tu vida dependiera de decir lo que sentiste con tanta claridad como puedas, mientras no pierdes nunca de vista el fenómeno que vas a describir. Si algo te suena mal, es malo. Otros recibieron el mismo mensaje de Hemingway, pero hacía falta Dwight Macdonald para sugerir a muchos intelectuales jóvenes que la clave para el descubrimiento nuevo reside no tanto en la idea con la que empiezas una frase como en la estrecha cercanía de tu ataque en la continuación, y tu disposición a apartarte de las intenciones preconcebidas mediante la percepción ofrecida en un giro inesperado y feliz de la frase.
Como corolario de lo anterior: saber lo que quieres decir no es la mejor condición para escribir una novela. Las novelas mejoran mucho cuando descubres algo que no sabes que sabías: una comprensión aguda de uno de sus personajes más opacos, una metáfora que te asombra mientras la estás asentando, una verdad -por cierto se siente como una verdad- que solía eludirte.
Leer la obra de los buenos escritores es, por supuesto, un nutriente para desarrollar tu estilo cuando eres joven. Después de que has llegado, sin embargo, aparece un punto donde perversamente, o por necesidad, no deseas leer demasiado. Se vuelve imposible mirar cada buena novela que aparece. Si estás tratando de hacer tu propia escritura, distrae. Por lo general, mantente apartado de la obra de los contemporáneos durante un año o dos seguidos: esto ahorra mucho tiempo de lectura. Es asombroso cuántas novelas muy promocionadas desaparecen en dieciocho meses.
Tomado de El Cultural.