Un mundo soterrado y alucinante en el cine Rex

Tanda de cuatro con LauraNovelaCarlos CortésAlfaguara, 2002230ppNueva Década: ¢5.600El ganador del Premio Nacional de Novela 1999, por Cruz de Olvido, no es un literato

Tanda de cuatro con Laura

Novela

Carlos Cortés

Alfaguara, 2002

230pp

Nueva Década: ¢5.600

El ganador del Premio Nacional de Novela 1999, por Cruz de Olvido, no es un literato fácil de digerir y esto es una desventaja para él, porque cuesta entrarle; pero una vez en la onda, el lector va  entendiendo, paulatinamente, que está frente a un novelista con dominio pleno del oficio, que bien vale el esfuerzo de leerlo, porque tiene ambiciones artísticas mucho más allá de lo chiqui-tico del entorno.

Tanda de cuatro con Laura, la más reciente novela de Carlos Cortés no es ajena  a su producción anterior  y si bien tiene pocos contactos con la premiada Cruz de Olvido, está estrechamente entroncada con las experimentaciones tempranas que lo llevaron de la poesía a la narrativa. Me refiero a  Rituales, Inferno, Mujeres Divinas y Encendiendo un cigarrillo con la punta de otro, todas anteriores a l986.


Es en estos textos iniciales e iniciáticos de Cortés, donde se pueden encontrar las claves de  Tanda de Cuatro, porque la angustia existencial, la contradicción humana, el origen de las cosas, el amor inconcluso, la corrupción global y el sinsentido de la vida, junto al experimento narrativo, vienen de allí y no de la obra inmediata anterior. Incluso no sería extraño que esta novela tenga su génesis en los 70, antes que Cruz de Olvido, aunque se haya concretado en el 2000 y bajo el influjo de una temporada europea del autor, que también es sensible en el texto (Camus, Kundera).

Desde los años 80, cuando se resolvió por la batalla abierta con el discurso narrativo en vez del poético, aunque sea lo mismo, Carlos Cortés optó por una indagatoria sobre lo tenebroso de la vida, las más horrendas vivencias y las más sorpresivas alucinaciones. Desde el punto de vista intelectual, el quehacer de la escritura en Cortés persigue una iluminación que ilumine. El escritor se despoja en ella de sus fantasmas, de sus dudas, de sus obsesiones y si consigue convertirla en arte, no sólo se iluminará a sí mismo, porque aclarará su camino en este valle de sombras, sino que irradiará a los otros,  razón última de toda existencia humana y humanística.

En ese empeño, el instrumento narrativo que siempre ha empleado Cortés es un lenguaje fragmentario, en cierta forma alucinante como el mundo que a menudo aborda, donde  lo que importa son las imágenes que evoca más que el hilo narrativo. El estilo del «Once upon a time» sólo le importó cuando niño. Ahora le gusta meterse y meternos en honduras, todo lo cual lo vuelve  un autor barroco, dueño de una literatura que no es entretenimiento, sino «palabras retorcidas», para decirlo con una vieja  expresión suya.

Así el contexto, la nueva novela se inserta en el mismo mundo soterrado que lo preocupaba en los 80, con un ingrediente relativamente novedoso, cual es el cine. Cine en todos los sentidos: como ambiente y estructura física(la trama se desarrolla en el Rex), como materia de sustento vivencial (sus filmes preferidos), como estilo de narración( son retazos y a veces pantallazos que nos dejan atónitos), como mundo de sombras chinescas que retrata visiones de la realidad y del sueño sin continuidad de tiempos e incluso con personajes cinematográficos de la infancia o la memoria del autor.

No tiene nada de raro que Cortés intente una novela a la manera del cine y que casi toda  se desarrolle dentro de un cine. Primero, porque ha sido un cinéfilo probado y segundo, porque biográficamente está ligado a los cines (nació y se crió en el triángulo Roxi, Palace,  Raventós) el último de los cuales le tocó ver incendiado, hundido, y, por años abandonado, como él nos hace creer hoy al Rex.

En ese esqueleto de hormigón, a ratos vinculado con el edificio real, personajes de un submundo o lumpen comparten sus vidas, vicios y miserias con los recuerdos y proyecciones de la pantalla. Andrés, Alejandra, La Negra, Soriano, Korea, Curling, Peralta viajan lo mismo por el recuerdo que por el presente y pueden ser sombra o sueño o simplemente fantasmas entre las cuatro paredes de un viejo recinto donde otrora se concentró oropel y vida.

La amalgama cine literatura o a la inversa, es viejo matrimonio que se explota literariamente desde muchos ángulos desde que los Lumiére nos sorprendieron con aquella visión socarrona de la Luna bombardeada. O los cineastas se alimentan de la novela para sus guiones o los novelistas intentan la tercera dimensión en movimiento desde la inmovilidad -móvil de la dura, pero sugestiva palabra impresa.

Carlos Cortés ha intentado varios proyectos ambiciosos en esta novela. No creo haberlos descubierto todos, pero puedo mencionar algunos que acaso expliquen o aclaren la dificultad del texto.

Uno de ellos es el objetivo de novelar como en el cine: rompiendo la linealidad del relato y la  consecución y concordancia de los tiempos. Esto se ha practicado de muchas  formas en la novela moderna y después de Joyce casi todo novelista lo ha intentado, aunque  impone muchos riesgos de originalidad y comprensión, porque el texto requiere de muchas explicaciones que la imagen no, porque los  lleva en sí misma. Aquí nos  topamos con una dificultad que no supera Tanda de Cuatro con Laura, sino hasta después de la mitad del libro, cuando el  lector logra amarrar, mediante la atmósfera creada, el sentido global de los insustanciales personajes, de sus recorridos fugaces y el propósito de su creador.

Otro  intento del autor es  construir una novela a partir de una sola imagen -ambición frecuente entre escritores-, imagen que yo situaría en el derrumbado Teatro Raventós que por décadas permaneció a oscuras llevando agua y sol, tras el incendio en 1962. Para llevar a cabo ese afán, Cortés se inventa un submundo de indigentes sex-drogadictos que viven en un fantasmagórico cine Rex,  similar a  los subterráneos del París de Balzac o a las  cuevas del Informe sobre Ciegos, de Sábato. En ese reducto de sombras, tuberías  y futbolines muertos, se instala un conjunto de relaciones entre personajes poco definidos que van a dibujar la atmósfera de una ciudad despiadada, corrupta y que dan la sensación de retacería, sucesión de imágenes inconexas como si fuera una película que se mira en partes diferentes y noches diferentes, sin un principio ni un fin, salvo en las últimas páginas, cuando el autor busca un the end que le otorgue sentido a la moviola  caleidoscópica del inicio. Novela de espacio, dicen los expertos.

En el contenido y la estructura se siente más el influjo de Blade Runner de Ridley Scott , que los clásicos de Johnn Huston u Orson  Wells que se  citan, pues no hay suficiente ubicación física de la acción y la velocidad de los cambios puede desorientar al lector, pero lo que sí está muy claro es que Tarde de Cuatro con Laura no ha sido un proyecto atropellado, sino en extremo cuidadoso con el lenguaje y lleno de ambiciones artísticas de un escritor que comparte así el mundo interior que lo inquieta y que como en una pantalla, también salta para iluminar a su público.

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