Empiezo una noche de verano del año 1929. Tres jóvenes autores latinoamericanos están detenidos, fumando, en el Pont des Arts sobre el Sena. La revolución surrealista acaba de hacerse visible más allá de los mandatos eclesiásticos de André Breton, en una película, al fin y al cabo, española desde su título mismo: Un perro andaluz, de Luis Buñuel y Salvador Dalí. Los tres jóvenes imaginan que, una vez más, más temprano que tarde, la novela latinoamericana seguirá una moda europea, en esta ocasión el surrealismo. ¿Para qué, se dicen los tres jóvenes escritores? ¿No somos dueños de un surrealismo nativo en Latinoamérica? ¿Podemos igualar con la ficción a una historia más novelesca que cualquier ficción?
El Sena, quizás, guarda celosamente la imagen de los tres latinoamericanos. Uno posee un rostro maya acusado, es alto, moreno, con ojos soñadores y el perfil de los dioses de Mayapán. Otro, alto también, tiene estampa criolla, habla con una «erre francesa», se peina con gomina y tiene ojos protuberantes y sonrisa franca. El tercero, mestizo de ojos claros y porte aristocrático, es dueño de un hablar caribe pausado y una aguda disposición crítica. El primero es de Guatemala y se llama Miguel Angel Asturias. El segundo, cubano, es Alejo Carpentier. Y el tercero, venezolano, es Arturo Uslar Pietri. Entre los tres, en grados diversos, van a dar nacimiento a una nueva novela hispanoamericana en la que la realidad y la fantasía se den la mano. Carpentier bautizará al «realismo mágico» o «lo real maravilloso» en novelas como El reino de este mundo , Los pasos perdidos, La guerra del tiempo, Concierto barroco y El siglo de las luces. Uslar favorecerá la mitificación del ethos histórico de los descubrimientos y las guerras de América. Asturias, en fin, recogerá puntualmente la herencia legendaria de la indianidad maya y tomará, con manos lati noamericanas, el gran tema inaugurado por Valle Inclán: el dictador como protagonista de una realidad que supera a la ficción (El Señor Presidente).
Asturias, Carpentier y Uslar no inventan la novela hispanoamericana aunque la revelan (y rebelan) críticamente. Somos aliados de la paradoja española. Cervantes funda la novela moderna, pero después del Quijote, las sedes preferentes de la ficción se instalan en Inglaterra, Francia, Rusia, Alemania… España no vuelve a tener grandes novelistas hasta la aparición, que se diría milagrosa, de Pérez Galdós y Clarín. Iberoamérica no tiene novelistas coloniales. Las prohibiciones eclesiásticas y políticas inhibían con sobrada razón (o sinrazón) de tal suerte que la publicación de El Periquillo Sarmiento, de Fernández de Lizarde en 1821, el año mismo de la consumación de la Independencia, se lee como un acto de emancipación literaria. Situaciones picarescas locales, lenguaje popular, ambientes reconocibles. Prácticamente ilegible hoy precisamente por su apego a los giros del lenguaje de la época, Lizarde inaugura una larga línea de novelas y personajes de la picaresca latinoamericana, aunque no gobierna por encima de dos grandes corrientes, primero la del romanticismo prohijado por Rousseau y La Nueva Elisa (la novela más leída en Hispanoamérica en los albores de la Independencia). No nombro a las heroínas que dan título a las dos novelas románticas más populares de la América española en el siglo XIX con la esperanza de que nadie las vuelva a leer.
El realismo es la otra corriente dominante y su mejor novelista es el chileno Alberto Biest Gana (Martín Vias) aunque el más entretenido es el mexicano Manuel Payno, el Pérez Reverte de nuestro siglo XIX, autor de una obra maestra del género de aventuras, Los bandidos del Río Frío. Pero el sólido realismo de un Biest Gana no tarda en degenerar en melodramas populistas que llevan el sello de Zola y en cuadros de costumbres provincianas que llevan el de Pereda. No hay mucho que destacar, salvo algún asombroso título como Monja, casada, virgen y mártir, del mexicano Riva Palacio.
Lo que alcanza plenitud literaria en Hispanoamérica es la poesía. Rubén Darío y los modernistas enriquecen, perturban, extreman el castellano de América. De un lenguaje revigorizado salen las novelas del encuentro naturaleza-hombre que produce algunas novelas clásicas: La vorágine, de José Eustacio Rivera y, de Rómulo Gallegos, Doña Bárbara, Canaima y Cantaclaro. Un acontecimiento histórico, la revolución mexicana, radicaliza y libera contenidos y estilos narrativos, acercándolos al reportaje a veces, a la más antigua épica otras. Los de abajo, de Mariano Azuela es la obra clásica de la «novela de la revolución» en su etapa armada. La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán, la novela política suprema de la revolución en el poder. Pero la culminación narrativa de este ciclo realista, revolucionario y poético, se da en una de las obras maestras de la literatura latinoamericana y universal, el Pedro Páramo, de Juan Rulfo. Rulfo culmina y cierra la narrativa épica y realista enviándola al «Infierno de Comala». De sus tumbas nace un árbol negro y seco. Pero de sus ramas cuelgan manzanas de oro: son los frutos de la imaginación.
¿Y Cervantes? ¿Y el Quijote? ¿Y la tradición de la Mancha? «La desdeñada heredad de Cervantes», como la llama Milan Kundera, no tiene, en efecto, hijos hispanoparlantes en las Américas. Tiene un hijo que escribe en portugués. El más grande novelista latinoamericano del siglo XIX es el brasileño Joaquín María Machado de Assis. En Blas Cubas y Don Casmurro ,Machado es el único capaz de entender la profunda lección de Cervantes y de los dos grandes europeos manchegos, Sterne y Diderot. Ficción como celebración y crítica de la ficción. Crítica de la lectura y crítica de la autoría. La realidad fundada en la imaginación. La burla y la mezcla de géneros. La poética de la digresión. La novela como repertorio de posibilidades.
Es legítimo invocar, como lo hicieron desde el Pont des Arts los tres jóvenes escritores en 1929, las heredades culturales olvidadas; la prehispánica de Asturias, la afroamericana de Carpentier, la mestiza de Uslar Pietri. Pero quedaban otras tradiciones por descubrir, redimir e incorporar a nuestra novela. Paradiso, de Lezama Lima, entre sus múltiples virtudes, posee la de revitalizar, ni más ni menos, el universo poético de España en tierras (o islas) de América. El autor, precisamente, de un precioso tomo, La expresión americana, Lezama nos pide entendernos a nosotros mismos merced a la imaginación que somos capaces de crear. Esta «potencialidad para crear imágenes» es el signo de Paradiso y es un signo barroco, una recuperación extraordinaria de Góngora para ayudarnos a colmar el «horror al vacío» de la vida personal y colectiva de las Américas. Las cosas escapan «en el instante» en el que habían alcanzado «su definición mayor» y Lezama convierte a la novela en doble fuga musical y barroca del «fuego plutónico» que rompe y unifica a la vez.
En el extremo sur del continente, es Jorge Luis Borges quien contempla el cuadro de las heredades, pues la de sus breves ficciones de inmensas resonancias, la cultura europea, llega a suplir, desde luego, los vacíos enfrentados del océano y la pampa. Pero «cultura europea» para Borges es también cultura árabe y cultura hebrea. Cultura mediterránea. Con «Pierre Menard, autor del Quijote», Borges parecería culminar el trayecto transatlántico de Cervantes sólo para abrirlo de nuevo, pues Borges-Menard sólo nos dice que el siguiente lector es siempre el primer lector. No desprendo a la literatura argentina del resto de las literaturas iberoamericanas, pero sí considero que es la mejor. Borges no está solo. Lo acompañan por lo menos tres grandes novelistas. Adolfo Bioy Casares (La invención de Morel, José Bianco (Sombras suele vestir ) y, sobre todo, Julio Cortázar cuyo Rayuelaes la aguja de marear de nuestra modernidad literaria. Epica cómica y circular de nuestros frágiles equilibrios entre las dos orillas de una modernidad jánica, insegura de la cara que debe darle al futuro… y al pasado. Elaboración superior del lenguaje y de la fantasía, la obra de Cortázar remite nuestro recuerdo a otros argentinos que renovaron nuestro lenguaje —Roberto Arlt y Macedonio Fernández— y a dos uruguayos que refrescaron nuestra fantasía, Horacio Quiroga y Felisberto Hernández. Pero le sobra razón a Ricardo Piglia cuando se remonta a la obra maestra de nuestra literatura decimonónica, el Facundo, de Sarmiento, pues allí están ya, al cabo, finalmente, las semillas de una novela que es género de géneros, inclasificable y abarcante, biografía, reportaje, historia, economía, geografía, ficción de ficciones, realidad de realidades.
También en Uruguay, Juan Carlos Onetti creó un pluriverso propio en las novelas de Santa María y, en Brasil, se produjeron el más público (Jorge Amado) y la más privada (Clarice Lispector) de los escritores. Pero la cima de la novela brasileña del siglo XX la alcanzó Joao Guimaraes Rosa en su espléndida Gran Sertón: veredas,una obra de originalidad incomparable en la que los mundos físico y mental encarnan literalmente mediante una audaz modulación de pronombres y tiempos verbales en cada oración.
Repicar sin responso. No puedo olvidar a los novelistas de mi propia generación que ya se fueron. Manuel Puig, Severo Sarduy y, sobre todo, José Donoso, cuyo Obsceno pájaro de la noche es, en cierta forma, la novela final, onírica, barroca, simbólica, que arruina para siempre el jardín de la tía Isabel, la América como Edad de Oro, para instalarnos, desde el origen, en la pesadilla brutal de la historia. ¿Quién, más que Pepe Donoso, mereció y nunca obtuvo el Premio Cervantes?
Hablo de un pasado literario a veces rico, a veces pobre, siempre conflictivo. Hablo con optimismo de un presente y un porvenir como nuestras sociedades, cada vez menos clasificables y por lo tanto, cada vez más novelables. Y me excuso ante el lector, no tanto por las omisiones involuntarias, como por los recuerdos impostergables. Más como no es posible repicar y andar en la procesión, he optado por el repique sin responso pero limitándome a los novelistas físicamente desaparecidos aunque sus obras, sobra decirlo, pertenezcan al eterno presente de la lectura.