Voces subalternas y escuchas subversivas

Voces subalternas. Feminidad y otredad en Clarice Lispector
Roxana Hidalgo
ensayo
editorial URUK
2012
157 páginasEn Voces subalternas. Feminidad y otredad en Clarice Lispector,  Roxana Hidalgo  se propone “explorar

Voces subalternas. Feminidad y otredad en Clarice Lispector

Roxana Hidalgo

ensayo

editorial URUK

2012

157 páginas

En Voces subalternas. Feminidad y otredad en Clarice Lispector,  Roxana Hidalgo  se propone “explorar de qué manera las imágenes de feminidad y otredad cultural en La hora de la estrella constituyen formas de transgresión de las construcciones míticas que han prevalecido en la modernidad capitalista y patriarcal que se instauró en Latinoamérica por medio de la organización colonial del poder”.  La autora realiza, con ese fin, una interpretación alegórica que parte del supuesto fuerte de que esa novela nos acerca, por medio de la imaginación literaria, a la realidad brasileña y, más ampliamente, latinoamericana.

La autora considera que esa obra de Clarice Lispector se despliegan espacios potenciales en los que las experiencias diversas de los sujetos subalternos cobran vida.  En particular, abriría “espacios de escucha subversivos que quiebran los límites que se han construido alrededor del progreso como destino único del subdesarrollo latinoamericano.”  Así, su objetivo es realizar una  interpretación sociohistórica  y psicoanalítica de la novela “en relación con estas condiciones fronterizas que se encuentran asociadas con la heterogeneidad radical de los sujetos subalternos”.

La indagación sobre las modalidades narrativas que adquiere la exploración literaria de esa heterogeneidad radical de los sujetos subalternos es el hilo conductor sobre el cual se teje la trama analítica e interpretativa que lleva adelante Hidalgo en los ocho capítulos que conforman el libro.  Los fundamentos teóricos de la interpretación provienen del enfoque modernidad-colonialidad, retomando principalmente los planteamientos sobre la “colonialidad del poder” de Aníbal Quijano.

Ese sociólogo peruano sostiene que la organización colonial del poder que se origina en la conquista española se articula indisolublemente con una estricta división racial del trabajo en la que se fundamentan las estructuras capitalistas de producción.  Siguiendo a Paterman,  Hidalgo considera que esas “formas de contrato social fundacionales de la modernidad” implican además un “contrato sexual” fundamentado en una “escena originaria” anterior que proviene de los antecedentes patriarcales de la cultura occidental.  Así, el “contrato racial” y el “contrato sexual” vinculan colonialidad, capitalismo y patriarcado, estableciendo formas de discriminación social y de explotación social del trabajo vigentes hasta hoy, agudizadas por las políticas neoliberales.

Precisamente, son esas formas de exclusión social las que producen sujetos subalternos, tal como los define Spivak, categoría que Hidalgo vincula, retomando a  Kristeva, con lo “abyecto” social.   De esa manera, los sujetos subalternos no sólo son excluidos, sino también estigmatizados  como aquello que la ideología oficial opone como el otro indeseado de la cultura y el sujeto occidental (hombre, blanco, heterosexual, letrado, etc.). Podríamos aquí decir, entonces, que  el orden social de la “modernidad-colonialidad-capitalismo” establece también un orden lógico-moral, que  opera mediante clasificaciones binarias, en las cuales un polo reviste el carácter positivo (hombre, blanco, propietario, letrado), mientras el otro polo adquiere la carga negativa (mujer, indígena/mestizo, pobre, analfabeta).

La autora otorga  particular importancia, entre los elementos de lo abyecto, al mestizaje, la transculturación y la hibridez, los cuales aparecen en el discurso hegemónico como una amenaza para la “pureza” de la raza blanca como símbolo del poder europeo occidental, pureza que constituiría uno de los “mitos fundamentales” de la modernidad occidental.

Desde luego, el problema aquí no sólo consiste en hacer evidente el carácter histórico y los efectos negativos de esas clasificaciones binarias que sustentan el orden social colonial-capitalista-moderno, sino fundamentalmente proceder a la deconstrucción de esas categorías con el fin de, al menos, imaginar otro orden social más justo.  Se trata, pues, de un acercamiento a la literatura para explorar cómo la misma ha contribuido en América Latina a la crítica y deconstrucción del orden social hegemónico.

Hidalgo considera que una de las escritoras fundamentales en ese proceso es la brasileña Clarice Lispector y, específicamente, su novela “madura”, La hora de la estrella.  La interpretación de los deseos, las fantasías y las imágenes sobre la feminidad, la exclusión social y la otredad cultural en esta novela,  publicada en portugués en 1977, poco antes de la muerte de Lispector, ofrecería “un acercamiento crítico a los lentos pero profundos cambios que se vienen produciendo en las imágenes sobre las relaciones entre los géneros, entre las clases sociales y los grupos culturales en las sociedades latinoamericanas contemporáneas.”

Según Hidalgo,  La hora de la estrella es una novela fundamental en la deconstrucción del paradigma de la colonialidad-capitalismo-modernidad.  La escritura de Lispector, por sí misma una escritura “abyecta”, crea espacios “impuros”, “intermedios”, “fronterizos”, desde los cuales se cuestiona aquello que está naturalizado como bueno y necesario por la dominación simbólica.  Mediante una fabulación de las experiencias más íntimas y las contradicciones internas de los personajes, Voces subalternas muestra cómo la escritura de Lispector cuestiona esas clasificaciones, que no son resultado de un contrato social democrático, sino de una imposición violenta, narrada de manera heroica por los vencedores como un triunfo de la civilización sobre la barbarie.

Hidalgo  realiza un análisis minucioso, exhaustivo de la novela.  En su lectura alegórica, el tiempo, el lugar y los personajes son considerados como “representación” o “encarnación” de las tensiones que atraviesan a las sociedades latinoamericanas, marcadas por la lógica moderna-capitalista-colonial.  El escenario en que ocurre la novela es Río de Janeiro, pero el nordeste brasilero constituye una referencia ineludible; Alagoas y el sertao brasileño son una suerte de “escenario tipo” en el cual se hacen manifiestos los estragos de la explotación capitalista sustentada en los “contratos raciales y sexuales” ya señalados, mientras que Río de Janeiro es una metáfora de las ciudades “ultramodernas” de la fallida modernidad latinoamericanas.

Precisamente, el personaje central es una joven mujer que está profundamente marcada por su origen “nordestino”.  Se trata de una mujer, mestiza, inmigrante y pobre, lo que la constituye en el summun de la abyección, la cual no sólo marca a hierro su comportamiento sino también su físico, magro y deforme.  Ella,  de una u otra forma, busca un lugar para sí en la gran ciudad, en una ciudad “toda hecha en su contra”, como dice la autora. Macabea, que carece de todo encanto y “no tiene”, además es huérfana y apenas alfabeta, lucha por vivir en un escenario que le es hostil, pero que a la vez ejerce sobre ella una fuerte fascinación, sobre todo en la dimensión del consumo.  Pero ¿cómo puede alguien que es “café frío”, que no es “apta para la vida”, que no es “un sujeto viable” (Butler) sobrevivir en la gran ciudad?

La autora analiza la lucha cotidiana de Macabea enfatizando en una dimensión central: su feminidad.  Precisamente, ella personifica la “heterogeneidad radical” gracias al paulatino descubrimiento de su sensualidad, el centro reprimido de una enorme vitalidad, que la convierte en “una flor que nace en medio del asfalto”.  Hidalgo analiza el paulatino proceso de  constitución de Macabea en sujeto activo, mediante las relaciones que ella misma establece con su cuerpo, con su “novio” Olímpico y con el narrador, Rodrigo.  Lo fundamental en todos estos casos, sin embargo, es que su constitución en sujeto activo no pasa por un proceso, típicamente moderno, de toma de la conciencia mediante el uso de la razón (pienso, luego existo) sino más bien mediante la liberación del deseo (deseo, luego estoy viva, entonces soy).

En ese sentido, podríamos decir que hay algo de nietzschiano en el personaje Macabea: se trata de una vitalidad desbordante, de un ímpetu dionisíaco que hace estallar toda forma apolínea, todo intento de capturar en la forma la vitalidad sensual de una mujer “abyecta”.  Precisamente, es el descubrimiento de su sensualidad, la afirmación de un enorme deseo de existir por el simple hecho de existir, como pura organicidad incontenible, como puro sujeto de deseo, lo que hace de Macabea un sujeto subversivo, pues es el despliegue de esa vitalidad el que va creando un “espacio fronterizo”, “liminal”, en el que las dicotomías constitutivas del orden hegemónico son cuestionadas.

Macabea, con su ingenuidad y su don de “no gente”, cuestiona y erosiona los roles masculinos y femeninos, tanto en relación con Olímpico (presentado en la novela como la encarnación de la masculinidad hegemónica en su versión popular e, incluso, como una encarnación del mal masculino como tal, de la masculinidad sádica) , pero también en la relación –virtual– con el narrador de la novela (un personaje mucho más rico que Olímpico y, probablemente, el personaje más interesante de la novela], que también ve cuestionada su masculinidad letrada cuando se enfrenta a un personaje que no se deja capturar por la palabra, que se resiste a la simbolización.

Macabea es para su novio un “espejo turbio” y para su biógrafo un “material opaco”, lo que es decir que, en ambos casos, no es un objeto dócil, sino un sujeto rebelde, un abyecto-Real que se resiste a cumplir el mandato patriarcal asignado a toda mujer “viable”: cumplir el papel de mero instrumento para la realización la masculinidad hegemónica.

Por otro lado, la novela presenta  no sólo la lucha de Macabea por hacerse un lugar en una ciudad hostil, sino también el esfuerzo que debe llevar adelante el narrador, Rodrigo, para contar la vida interior de Macabea.  Voces subalternas analiza, precisamente, esa tensión entre las subjetividades encontradas de esos dos personajes, Macabea y Rodrigo,  preocupada sobre todo por hacer evidente cómo la subjetividad sensual de Macabea resiste y cuestiona el ejercicio de escritura que se le impone como una necesidad ineludible a Rodrigo, quien está fascinado por Macabea y presiente que, pese a que aparenta ser una vida carente de atractivo, esconde un estremecedor secreto, el cual se propone narrar y, de ese modo, convertir la “nada” en “oro”.  A lo largo de la novela, Rodrigo se convierte en  el “sujeto supuesto saber”, pues es él quien, mediante un sufrido ejercicio de escritura, llega a revelar el secreto de Macabea, secreto que ella misma desconoce.

No voy a Reconstruir los pormenores de la filigrana que teje Hidalgo al analizar los  vínculos y relaciones que establecen los personajes entre sí, porque esa es tarea de cada uno y una de los lectores.  Baste señalar el siguiente resumen que hace la propia autor a partir del análisis de las relaciones entre Macabea y Olímpico, en buena parte con el auxilio teórico de La dominación masculina de Bourdieu: “Mediante las contradicciones, la ambigüedad y el sinsentido de la relación entre los personajes, la escritura de Lispector produce una deconstrucción de las imágenes sobre la feminidad y la masculinidad hegemónicas, así como de las imágenes sobre las diferencias entre clases sociales y experiencias culturales diversas… [esta escritura nómade produce el] descentramiento de los conceptos de sujeto, escritura e historia dominantes en la historia del pensamiento occidental”

Terminaré  con algunos comentarios generales no tanto sobre los análisis puntuales de los personajes y las situaciones, sino más bien sobre las conclusiones generales que se presentan en el capítulo final, “Feminidad, exclusión social y otredad cultural“.   La primera pregunta que quisiera plantear tiene que ver con la equivalencia que presenta la autora, retomando las contribuciones del paradigma modernidad-colonialidad, entre mestizaje y abyección.

Es evidente que la violación de las mujeres indígenas por los conquistadores españoles   marca el origen traumático de lo latinoamericano, de un trauma que no ha sido hasta hoy suficientemente elaborado y menos aún superado. Sin embargo, tengo dudas sobre el estatuto de lo mestizo dentro del discurso hegemónico contemporáneo, pues creo que hay indicios suficientes para cuestionar que “nuestro mestizaje sea inefable e impronunciable”, sobre todo si revisamos lo que ha ocurrido con el mestizaje en el periodo republicano −periodo de alguna manera ausente en el análisis, que pasa del periodo colonial al momento neoliberal−  en algunos países de la región.

La negación del mestizaje  probablemente aplica para Costa Rica (donde la construcción de la nación se ha realizado apelando a la blanquitud, como lo muestra Alexander Jiménez al estudiar el “nacionalismo étnico metafísico”) y algunos otros  países como Argentina, pero difícilmente puede extrapolarse a países como México, Perú, Bolivia o Nicaragua, donde el “mestizaje”  ha sido durante casi un siglo la “ideología oficial”.  En estos casos, el mestizaje ha devenido “identidad nacional” y se ha convertido en un dispositivo, paradójicamente, para  “controlar la fluidez ineludible, la ambigüedad y la incertidumbre incuestionables que la vida conlleva, mediante separaciones inexorables que abyectan la vida misma.”

Una de las discusiones más interesante sobre el tema del mestizaje en América Latina contemporánea se ha dado en el caso boliviano.  En ese país, Silvia Rivera Cusicanqui ha realizado una combativa crítica a lo que ella denomina el “mestizaje colonial andino”, señalando como argumento central que la reivindicación de Bolivia como “país mestizo” niega la persistencia de las culturas indígenas.  Precisamente, este es uno de los argumentos que ha sido utilizado por la oposición “criolla” contra Evo Morales: en Bolivia no hay indígenas, todos somos mestizos; similares argumentos fueron esgrimidos en México en 1994, cuando apareció el Ejército Zapatista en Chiapas, reivindicando la causa indígena.

La otra inquietud que tengo proviene de la afirmación que hace la autora hacia el final del libro: “De pronto [mediante la lectura], aquello repudiado, sucio, enfermo, débil, nos pertenece, se vuelve una prolongación inevitable de nosotros mismos; y de pronto, somos Macabea, sin que lo podamos evitar […]  Pasamos del asco y el repudio hacia la protagonista, a una identificación irresistible con ella.”  Quisiera problematizar los alcances de  esa identificación retomando una pregunta planteada por Spivak (¿Pueden los subalternos hablar?) que Hidalgo retoma y reformula en los siguientes términos:  ¿pueden los intelectuales hablar por/sobre los subalternos? Yo quisiera añadir una interrogante más: ¿Cuándo los  intelectuales hablan/escriben por los subalternos, con qué  propósito lo hacen?

Formulo esta pregunta porque me parece que, contra las ingenuas creencias del humanismo occidental,  la escritura, por sí misma, no redime a nadie, mucho menos a las personas de carne y hueso que sufren la condición de seres abyectos en la calle, no en los  libros.  En ese sentido, me deja un sinsabor lo que me parece el final “cínico” de la novela que estudia el libro que comentamos: Después de narrar casi cinematográficamente la muerte de Macabea,  su “hora de la estrella”, Rodrigo termina su relato con las siguientes palabras: “Y ahora, ahora sólo queda prender un cigarrillo e irme a casa. Dios mío, sólo ahora me acordé de que la gente muere. Pero ¿yo también? / No olvidar que, mientras tanto, es tiempo de frutillas. Sí”  Pero: ¿Eso es todo? ¿Sólo queda prender un cigarrillo e irnos a casa, a comer frutillas, mientras esperamos la muerte?

Me pregunto, en ese sentido, si la escritura opera simplemente como un filtro que nos permite acercarnos a la cruda realidad sin contaminarnos! Al final de cuentas, ¿no es precisamente la escritura –actividad moderna por excelencia− una forma de normalización, de domesticación de esa heterogeneidad radical, no es la imaginación literaria una sutura entre lo simbólico y lo real?  Ese efecto “estetizante” de la abyección sólo puede ser superado por un efecto “politizante”, cuando la lectura no se queda en un acto íntimo, privado, sino que repercute en la esfera pública, abriendo la posibilidad de una discusión y, al final de cuentas, de una acción.  Ese efecto político se lograría, como dice Hidalgo, solo si la lectura hace posible que desbordemos “la realidad traumática que nos une para imaginar [y construir, añadiría yo] un mundo posible donde la impureza de la opacidad silenciosa del desheredado, grita en medio de destellos tenuemente resplandecientes.”

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