Tlatelolco

Crepúsculo del 2 de octubre de 1968: Díaz Ordaz, con su maquinaria militar, ordena aplastar una manifestación multitudinaria en la Plaza de las Tres

Crepúsculo del 2 de octubre de 1968: Díaz Ordaz, con su maquinaria militar, ordena aplastar una manifestación multitudinaria en la Plaza de las Tres Culturas: Tlatelolco. Las cifras oficiales no reportan más allá de treinta muertos. Los cadáveres recogidos sobrepasan los trescientos. De los desaparecidos no se tiene cuenta.

12 de octubre de 1968: se inauguran los Juegos Olímpicos en México. Un atleta de la delegación italiana dijo: «Si están matando estudiantes para que haya Olimpiada, mejor sería que esta no se realizara.» ( Poniatowska). El Batallón Olimpia, los de guante blanco, sicarios del poder, aún no cesaban de practicar detenciones, de torturar y de desaparecer a jóvenes y viejos. No se defiende la Olimpiada, exclamó alguien, sino que se defiende el sistema dictatorial. A los padres no se les permitía asistir al reconocimiento de sus hijos masacrados: ahí no había pasado nada. Un portavoz del gobierno declaraba que treinta muertitos en México son como un muertito en Francia (C.Fuentes).  En los templos no se celebraban misas de difuntos para no comprometerse en nombre de los subversivos, así llamados los estudiantes caídos.

Mientras ese día Gustavo Díaz Ordaz inaugura la Olimpiada, en los hogares más humildes de México aún las flores adornaban los altares y todavía el pueblo buscaba a familiares y amigos desaparecidos. En la ceremonia, lo acompaña su Secretario de Gobernación, Luis Echeverría, el elegido por el dedo índice para la sucesión presidencial. Un mérito de Echeverría: cómplice de la brutal represión.

La prensa solo da cobertura esplendorosa al arte y al deporte; en tanto cientos de personas se apretujan en las puertas de las morgues y de las cárceles para conocer del destino de sus hijos, de sus cónyuges, de sus hermanos, de sus vecinos, de sus nietos… Ningún gobierno del mundo censura el acto de barbarie. ¿ Cómo otras naciones iban a censurar la masacre si Rusia dos meses antes había invadido Praga con el Ejército del Pacto de Varsovia, dejando una estela de muerte entre aquella juventud que se oponía a toda dictadura? ¿Cómo lo iba a hacer Estados Unidos que drogaba a sus soldados para que pudieran soportar la resistencia del pueblo vietnamita, en una guerra que ni sus propios generales entendían? ¿Cómo lo iban a hacer los gobiernos de Latinoamérica, si eran una herida purulenta de generales, comandantes y cuartelazos? ¿Si China no se cansaba de torturar y matar disidentes y Francia arremetía contra sus estudiantes en París?…

Tlatelolco: Plaza de las Tres Culturas, conjunto arquitectónico compuesto por unas pequeñas pirámides, un templo colonial y un edificio moderno, situado en un suburbio del Distrito Federal.

Los hijos de los aztecas,  los zapotecas,  los mayas y  los otomíes se congregaron esa tarde en las pirámides de la Plaza de las Tres Culturas para manifestarse, para exclamar su desacuerdo con el oprobioso régimen político y económico que les conculcaba su libertad y sus ideales de justicia. Desde el edificio moderno, las ametralladoras vomitan su carga de fuego y muchos cayeron en este primer golpe brutal. Una multitud, en medio del terror, corrió a refugiarse en el templo Santiago Tlatelolco. Las puertas del viejo templo no fueron abiertas por orden del Arzobispo y, en su atrio, muertos y heridos era el resultado de la vergonzosa complacencia. Días después, el Arzobispo, en contra de toda disposición anticlerical del Estado, fue aclamado en el Zócalo por masas afectas al gobierno de turno.

Y como la sociedad no es lineal, al mismo tiempo que en la mayor parte del mundo se reprimían  las manifestaciones de estudiantes, como la de Tlatelolco, muchos otros jóvenes tarareaban las canciones de los Beatles, bailaban al ritmo de los Rolling Stones o se contorsionaban como Elvis, demostración inequívoca de que la mercadotecnia ejerce una función de cloroformo.

Una oración por quienes esa tarde murieron en pro de su libertad y la de su pueblo. Una oración por estos jóvenes estudiantes, quienes diez días después fueron ajenos a una fiesta olímpica mundial glamorosa, ciega  y muda espectadora de la injusticia y de  la barbarie.

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