Cada día aumenta mi convencimiento de que un diálogo nacional es urgente y que se impone como prioridad la discusión del modelo de país que deseamos. Este año hemos presenciado peligrosos eventos, que aún sin entrar a tomar partido sobre estos, se revelan como síntomas que ya no podemos dejar pasar. El primero de mayo anterior en la elección del directorio de la Asamblea Legislativa se evidenció que el ejercicio del poder político en el país pasa más cerca de los intereses de los partidos (es decir de grupos) que de un proyecto nación, que nos mantuvo al borde del rompimiento del orden constitucional (aunque para algunos se dio efectivamente ese rompimiento). Mientras tanto y menos de un mes después, por la intervención del Poder Ejecutivo (al menos así fue expuesto, a la opinión pública) un Juzgado dicta una resolución cuyo propósito es dejar de cumplir una resolución Jurisdiccional de un Superior, para responder – en apariencia – a la presión “popular”.
Estos graves incidentes, aunque en escenarios diversos, tienen como universo común el haber puesto en entredicho la legitimidad de nuestro Sistema Democrático de Derecho, en el cual el Primer Poder de la República toma sus decisiones por mayorías, en actos reglados y siempre constituido al menos por 38 de sus miembros, como garantía de representación y el Poder Judicial, toma sus decisiones de manera independiente, sólo sometido a la Constitución y las Leyes, de manera jerárquica ordenado en Salas, Tribunales y Juzgados, estando cada uno sometido a las decisiones de su superior respectivamente, como garantía de control. Al romperse las reglas, en uno y otro caso, cada cual actúa por su lado y en lugar de respetarse las reglas del Estado Derecho –que pretende la armonía social– nos queda la ley de la selva o con un acento aún más coloquial “sálvese quien pueda” (auque de antemano sabemos que en ese “quien” no está incluida la mayoría).Sin embargo, existe otra coincidencia, ambos acontecimientos adquirieron el estatus circense gracias a la intervención de ciertos medios de comunicación y de allí en adelante fueron el odio y el temor los que orientaron las acciones. Los discursos –en el caso del primero de mayo– se centraron en “evidenciar” cómo los enemigos de Costa Rica querían hacerse con el poder (en un bando mediante el fraude y en otro bando mediante “oscuros” acuerdos). En la decisión de no cumplir con una orden judicial (de variar la medida cautelar a unos imputados, todavía inocentes), fue el miedo –cuando no el pánico– el que reinó como “argumento”, equiparando a dos imputados con algo parecido a criminales nazi, “come niños y mata ancianos”, a quienes se les vinculó con un caso que aún se encuentra en investigación y según se desprendió del circo mediático, ni siquiera el Órgano responsable de la persecución penal ha esclarecido, mediante acusación formal.
Estos dos incidentes evidencian que nos encontramos ante un momento histórico en que tenemos que decidir como país entre seguir (o más bien retomar) la senda del respeto al ser humano y la potencialización de sus facultades –con independencia de sus circunstancias particulares–, como el norte de las decisiones políticas y judiciales, sometiéndonos a las decisiones que garanticen la estabilidad del proyecto nación o si, por el contrario, queremos tomar un rumbo diferente. Las lecciones de este lamentable mayo son mínimo dos; primero: hemos llevado al país al límite y no podemos continuar sin tomar decisiones; segundo: la urgencia de tomar una decisión en uno u otro sentido demanda un gran diálogo nacional, que se origine desde las comunidades, desde las necesidades de desarrollo de cada habitante, hacia las posibilidades reales del país –en términos de Estado-, atendiendo a la existencia de temas transversales en la vida nacional (economía, seguridad, producción, entre otros). La decisión sobre qué camino elegir, así como la instrumentalización de un proceso de tal envergadura, debe surgir desde valores esenciales del ser costarricense: la solidaridad, la esperaza, el coraje; y nunca más desde las voces del egoísmo, la cobardía y el odio.