¡Chu chu… plofff, pufff!

El hijo dilecto de la señora Olsen descubrió en su estadía en Europa los trenes que se mueven en trocha ancha. “Son rápidos”, se

El hijo dilecto de la señora Olsen descubrió en su estadía en Europa los trenes que se mueven en trocha ancha. “Son rápidos”, se sorprendió el tecnócrata. “Para quienes somos de olvido veloz, casi instantáneo, resultarían convenientes. Además favorecerían una acelerada reunificación de Liberación Nacional… sin los Arias”. Y  éstos hasta podrían irse en tren a disfrutar de sus rentas.

En realidad, y pese al juicio del sonadísimo tecnócrata, los trenes de trocha estrecha (alrededor de un metro) y los de trocha ancha (alrededor de metro y medio) son opciones que se siguen de la principal tarea para la que están destinados (carga o pasajeros), de las condiciones geográficas (montañosas, quebradas o llanas), del historial ferroviario del país (ligado a determinaciones económicas, normalmente), cuestiones de las que se sigue su velocidad. Diferente es el caso de los trenes rápidos o “bala”, donde el referente es la velocidad (pueden llegar a más de 500 k/h en condiciones especiales y su velocidad mínima es de 200k/h). Un modesto tren de trocha angostísima en el sur de Chile se movía a 25 k/h.  La velocidad más alta de los de trocha ancha, para pasajeros, puede estar entre los 90 y los 100 km/h, dependiendo de las exigencias del trazado.

La expresión “exigencias del trazado” pone en relación a los trenes de cualquier velocidad con los medios geográficos y humanos que atraviesan. La razón es obvia. A diferencia de otros vehículos de transporte terrestre el ferrocarril es muy pesado, su inercia es alta y cuesta echarlos a andar y todavía más detenerlos. Del mismo modo, su ruta (trazado, entornos, estaciones, visibilidad en los cruces, etc.) exige estudios técnicos, adecuaciones y mantenimiento/revisión constantes.

Hace cuarenta años atrás, por ejemplo, un ferrocarril atravesaba San Pedro de Montes de Oca por varios sitios de población y tráfico vehicular no ferroviario. Destruía las calles. Desde hace unos años el ferrocarril ha retornado. Vuelve a despedazar las calles. En el pasado, barreras y luces advertían del paso del tren. Eran útiles. Evitaban accidentes y muertes. Hoy no hay ni barreras ni luces. Y el movimiento de personas, carros y buses se ha multiplicado. La lluvia, en su época, no ha disminuido. Existen muchísimas más posibilidades de accidentes e incidentes que antes.

El actual flujo de trenes, y se piensa aumentarlo, se organiza peor que otrora. En uno de los ingresos a San Pedro, desde San José, en una pésima y estrecha “avenida”, la exigencia de espacio para el ferrocarril anula casi la posibilidad de circulación de automóviles particulares y buses de la locomoción colectiva. En cruces peligrosos (todos lo son si no han sido adecuados para el propósito) un terraplén, que nunca debió estar ahí, permite que el tren embista a un carro con varios pasajeros y lo empuje contra la mole. No es caso ficticio. Le ocurrió a un automóvil de la Policía. Un conductor experto de trenes confiesa que en el corto trayecto Heredia-San José existen 16 intersecciones peligrosas que empeoran si está oscuro y llueve. Pero el maquinista añade que en Costa Rica “no hay una cultura de respeto a los trenes” (LN: 29/01/2012). Traslada la responsabilidad enteramente a choferes y peatones. Estima su pitido basta para que los ‘obstáculos’ se esfumen de la vía.

La tesis de que el MOPT o INCOFER (o el Estado)  no tiene  por qué prevenir accidentes mediante trazados, señalización y cautelas adecuados la arrojó Karla González, de ingrata memoria, y la prolonga Miguel Carabaguíaz. Solo en el 2011 hubo 60 colisiones en las que el tren fue protagonista. Personas han sido atropelladas al ir ensimismadas o con sus aparatos electrónicos o con su existencia. Los primeros antes no existían. Si a Carabaguíaz, cabeza del INCOFER, la gente le simpatizase tanto como los trenes, tal vez la cifra de accidentes no alcanzaría peso estadístico. Por desgracia su pasión sin cautelas mata o deja inválidos.

La ultimísima Ley del Tránsito tampoco corrige significativamente la perspectiva de la responsabilidad del Estado por la seguridad en las vías. Tiende a cero. La ciudadanía debería considerarla fuente de una dramática violación de sus derechos humanos. El ominoso deambular de los trenes carabaguianos, y que se lo celebre, es solo una muestra de que el “liderazgo” político y funcionario en Costa Rica hace mucho decidió ignorar la seguridad y felicidad de su población.

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