Escribo desde esta otra costa, la del litoral dálmata, árida y áspera, tan diferente de la limonense nuestra, rebosante de verdor caribeño. Atrás quedó -hace unos días- la geografía italiana, en el crepúsculo intenso y bellísimo de este otoño, y me recibió un interminable archipiélago de luces que delataban a decenas de las más de mil islas e islotes que pueblan el mar Adriático. Al aterrizar el avión en el puerto de Split, en ruta hacia Zagreb, la capital, destacaba el perfil de las desnudas serranías costeras, nítidamente delimitadas por la última luz de la tarde.
¡Cuánta emoción! Volver. Sí, volver a Croacia unos tres años después de mi primera visita, y palparla alegre, distendida y aún más bella, muy distante de aquellos crudos tiempos de guerra infame. Recorrer de nuevo esa bellísima y soberbia Zagreb; los feraces valles que se extienden por el norte hacia Hungría; esa inefable Dubrovnik, de murallas antiquísimas e inexpugnables, donde la historia permea el aire y se funden tantos estilos arquitectónicos; y, por supuesto, retornar al minúsculo y amadísimo villorrio de Mrcevo, para dormir en la humilde casa de papá (con unos 250 años de construida), así como redescubrir huellas familiares por ahí cerca, tanto en Klisevo (pueblo de mi abuela Kate y cuya iglesita fue la sede de bautizos y matrimonios de toda la familia) como en Majkovi (grotescamente bombardeado durante la guerra). ¡Y siempre rodeado por el cálido afecto de tres generaciones de mis numerosos y queridos primos!
Culmino mi periplo aquí en Cavtat, un poco al sur de Dubrovnik, adonde este simposio mundial me ha traído para presentar los resultados de mis labores de investigación para el manejo de la mosca blanca, seria plaga agrícola, en los últimos 12 años en el CATIE. De alguna manera, se trata de la charla científica más importante de mi vida, no solo por nuestros originales y valiosos hallazgos, sino también porque me ha correspondido hacerlo en la tierra de papá.
Fue por eso que, al final de mi presentación, incluí su foto y la de Mrcevo, junto con el siguiente texto, publicado en el Semanario Universidad hace unos tres años: «Ahora, cuando desde este café en la amplia estrada de Dubrovnik veo grupos de niños corretear felices en la fresca tarde marina, así como bandadas de palomas volar a placer, sin estruendos de cañones ni metralla, ansío que no vuelva la guerra, que nunca haya más guerra. Y que ni el cielo ni el mar vean alejarse más hijos, como hace casi un siglo lo atestiguaron las pródigas aguas del Adriático, cuando solitario, anónimo y sin rumbo cierto, partió mi padre Pasko, para nunca volver».
Satisfecho, al caer la tarde y regresar a mi habitación en el hotel, salgo al balcón para meditar, absorto en la contemplación de este mar sereno y plácido. Diviso la línea del horizonte y evoco aquella otra costa, la de Puerto Limón, adonde él llegara hace exactamente 80 años -sin haberla imaginado nunca-, solitario y con tan solo su oficio de albañil y su temple.
Entonces admiro de nuevo su visión, tenacidad y esfuerzos que, junto con los de mi madre Carmen, permitieron que sus once hijos obtuviéramos profesiones y oficios dignos, para servir bien a su nueva patria. Como la mía de entomólogo agrícola y forestal que hoy me ha permitido venir hasta esta otra orilla, a contravía de su incierto viaje en barco de entonces, venturoso, para honrar su memoria con el genuino amor de un hijo agradecido.