Retrato de una londinense

Es un hecho que nació en el campo, aunque suene extraño; también parece ser cierto que a veces se marchaba de Londres, durante

Nadie puede asegurar que conoce Londres si no conoce a un verdadero cockney -si no puede doblar por una lateral, lejos de los negocios y de los teatros, y golpear en una puerta particular en una calle de domicilios particulares-. Estas casas en Londres tienden a ser el mismo perro con diferente collar. La puerta da paso a un pasillo oscuro; del pasillo oscuro emerge una estrecha escalera; desde el descanso de la escalera surge un salón doble, y en este salón doble hay dos sofás, unos leños ardiendo a cada lado, seis sillas, y tres largas ventanas que dan a la calle. Qué sucede en la mitad posterior del salón que da a los jardines de las otras casas es a menudo materia de conjetura. Pero es el salón que da al frente el que nos ocupa ahora; porque era allí donde la señora Crowe estaba siempre sentada en el sillón junto al fuego; allí era donde vivía, allí donde servía el té.

Es un hecho que nació en el campo, aunque suene extraño; también parece ser cierto que a veces se marchaba de Londres, durante esas semanas de verano en que Londres deja de ser Londres. Pero nadie sabía ni podía imaginar a dónde se dirigía o qué cosas hacía cuando abandonaba Londres, y dejaba su sillón, el hogar a leña sin fuego y la mesa sin tender. Representarse a la señora Crowe con su vestido negro y su velo y su sombrero, que camina por un campo de nabos o asciende una colina donde pastan vacas, parece incluso más allá del poder de la imaginación más desenfrenada.

Junto al fuego en invierno, junto a la ventana en verano, permaneció sentada durante sesenta años -aunque no estuvo sola-. Hubo siempre alguien sentado en el sillón de enfrente, visitándola. Y antes de que esta primera visita permaneciera sentada durante unos diez minutos, la puerta invariablemente se abría y María, la criada, la de ojos saltones y dientes prominentes, la criada que había abierto esa puerta durante sesenta años, la abría una vez más anunciando a un segundo visitante; y luego a un tercero, y luego a un cuarto.

Un tête-à-tête con la señora Crowe es algo que nadie ha presenciado. A la señora Crowe le disgustaban los tête-à-tête. Una peculiaridad que compartía con muchas anfitrionas ha sido la de jamás haber intimado con una persona. Por ejemplo, estuvo allí siempre un hombre anciano, en un rincón junto al armario -por cierto, asemejándose tanto a una parte integrante del maravilloso mobiliario dieciochesco como una garra de bronce-. No obstante, se lo llamó siempre el señor Graham, nunca John, nunca William: aunque a veces ella lo llamó «querido señor Graham», para subrayar que lo conocía desde hacía sesenta años.

La verdad es que ella no deseaba ninguna intimidad; lo que deseaba era conversar. La intimidad alimenta el silencio, y ella aborrecía el silencio. Deben entablarse conversaciones, y deben orientarse hacia generalidades, y sus temas deben incluir a todo y a todos. No deben ser demasiado profundas, y no deben ser demasiado ingeniosas, porque si una conversación se extendiera demasiado hacia alguna de estas dos direcciones, habría alguien, seguramente, que se sentiría excluido, y quedaría sentado balanceando su taza de té, sin decir nada.

Así es que el salón de la señora Crowe tenía poco en común con los célebres salones que describen los autores de libros de memorias. Iban allí a menudo personas inteligentes -jueces, doctores, miembros del Parlamento, escritores, músicos, gente que viajó por el mundo, gente que jugaba al polo, actores y personas completamente insignificantes-, pero si alguien decía algo brillante era percibido como una infracción a las reglas de la etiqueta, algo que había que ignorar, como un ataque de tos y estornudo o una catástrofe con un muffin. La conversación que complacía y alentaba la señora Crowe era una versión con pretensiones del chisme de pueblo. El pueblo era Londres, y el chisme era sobre la vida en Londres. Sin embargo, el enorme talento de la señora Crowe consistía en convertiresta extensa metrópoli en una pequeña aldea con una sola iglesia, una casa señorial y unas veinticinco casitas. Tenía información de primera mano sobre cada obra de teatro, sobre cada exposición, sobre cada juicio, sobre cada divorcio. Sabía quién se casaba, quién se moría, quien permanecía en la ciudad y quién la abandonaba. Podía mencionar que acababa de ver el auto de Lady Umphleby, y arriesgar que iría a visitar a su hija, cuyo bebé había nacido ayer a la noche -como lo haría una mujer de pueblo acerca de la esposa del hacendado, que se dirige a la estación en busca del señor John, que viene de la ciudad.

Y como ella realizaba este tipo de observaciones desde hace cincuenta años, había adquirido un asombroso caudal de información acerca de la vida de las personas. Cuando el señor Smedley, por ejemplo, comentó que su hija se casaría con Arturo Beecham, la señora Crowe añadió inmediatamente que en ese caso ella sería prima segunda de la señora Firebrace, y en un sentido sobrina de la señora Burns, por el primer matrimonio que contrajo con el señor Minchin de Blackwater Grange. Pero la señora Crowe no era en absoluto una snob. Era, simplemente, una coleccionista de relaciones y parentescos; y su sorprendente habilidad en esto servía para imponer en sus reuniones un tono familiar y un carácter doméstico, porque cuántas personas son primos vigésimos, sin que ellos mismos lo sepan.

Haber sido admitido en la casa de la señora Crowe equivalía, por lo tanto, a ingresar como miembro a un club, y la suscripción exigida como pago era contar con una buena cantidad de chismes al año. Mucha gente pensó, cuando una casa ardía, o estallaban las tuberías o la criada se fugaba con el mayordomo, que iba a ir y contarle todo a la señora Crowe. Pero aquí también había que respetar distinciones. Ciertas personas tenían el derecho de ir a la hora del almuerzo; otras, y éstas eran la mayoría, debían ir entre las cinco y las siete de la tarde. Las del escalafón que tenía el privilegio de cenar con la señora Crowe eran pocas. Quizás sólo el señor Graham y la señora Burke lo hicieron, pues la señora Crowe no era una mujer rica. Su vestido negro era viejo y raído; el broche de diamante en el vestido era siempre el mismo broche de diamante. Su comida favorita era a la hora del té, porque la mesa de té es económica y promueve una elasticidad que satisfacía sus hábitos gregarios. No obstante, fuese un almuerzo o un té, la comida tenía un carácter inconfundible, al igual que el vestido y sus joyas le sentaban a la perfección y tenían, a su modo, un carácter único. Allí nunca faltaría una torta especial, un budín especial, la particularidad de la propia casa y una institución como María, la vieja criada, o el señor Graham, el antiguo amigo, o el viejo chintz de las sillas, o la vieja alfombra.

Es verdad que a veces la señora Crowe salía a tomar aire y era invitada a almorzar y a tomar el té en casa de otras personas. Pero en sociedad se mostraba furtiva y fragmentada e incompleta, como si observara la boda o la noche de fiesta o el entierro apenas para retener los pedacitos de información que necesitaba para alimentar su propio tesoro. Así es que rara vez la inducían a aposentarse; permanecía siempre al margen. Se sentía fuera de lugar entre las sillas y las mesas de esa otra gente; debía tener su propio chintz y sus propio juego de mobiliario, y su propio señor Graham para ser ella misma, completamente. A medida que pasaron los años estas pequeñas incursiones en el mundo exterior se fueron extinguiendo hasta cesar por completo.

Había construido un nido tan sólido y tan completo que el mundo exterior no podía ofrecerle ni una sola pluma o ramita para agregarle. Por otra parte, su círculo de amigos era tan fiel que podía confiar en ellos para que le acerquen los fragmentos de información que debía incorporar a su colección. Era innecesario que abandonara en invierno el sillón junto al fuego, la ventana durante el verano. Y con los años sus conocimientos se volvieron, aunque no más profundos -pues la profundidad no iba con ella-, sí más redondeados, y más completos. De modo que si una obra de teatro tenía éxito en su estreno, la señora Crowe no sólo se refería a ella al día siguiente añadiendo comentarios de lo que había ocurrido entre bambalinas, sino que recordaba otras noches de estreno, en los ’80, o ’90, y describía el vestuario de Ellen Terry, o lo que había hecho la Duse, y qué cosas dijo el querido señor Henry James -acaso nada muy notable-; y allí, hablando de ese modo, parecía que todas las páginas ilustradas de la vida de Londres durante los últimos cincuenta años pasaban suavemente ante nuestros ojos, para el regocijo de uno. Había muchas; y las ilustraciones eran nítidas y brillantes y de gente famosa; pero de ninguna manera la señora Crowe se estancaba en el pasado, de ningún modo lo exaltaba por sobre el presente.

De hecho, lo que más importaba siempre era la última página, el momento actual, inmediato. El encanto de Londres consistía en que siempre ofrecía algo nuevo para observar, algo insólito de qué hablar. Uno sólo tenía que mantener los ojos bien abiertos; y permanecer sentado de cinco a siete, todos los días de la semana. Sentada en el sillón junto a sus invitados, de vez en cuando ella arrojaba breves miradas hacia la ventana a vuelo de pájaro, y era como si tuviera un ojo en la calle, o un oído ocupado en los autos y en los ómnibus y en los gritos de los diarieros, allí debajo de la ventana. Porque algo nuevo estaba sucediendo en ese preciso momento. Uno no podía dedicarle mucho tiempo al pasado; uno no debía centrar toda su atención en el presente.

Nada era más característico, y quizá sí un poco desconcertante, que la mirada ávida que dirigía, interrumpiendo sus propias palabras, hacia la puerta abierta por María quien, ya más pesada y más sorda, anunciaba la llegada de un nuevo invitado. ¿Quién era el que estaba a punto de entrar? ¿Qué tendría, él o ella, para agregar a la charla? Pero su destreza para extraer lo que cada visitante podía aportar, su habilidad para ponerlo en común eran tales que nunca producía ningún daño; y era parte de su peculiar triunfo que la puerta nunca se abriera demasiado a menudo; el círculo nunca crecía más allá de lo que ella podía dominar.

Así es que para conocer Londres no sólo como un glorioso espectáculo, un centro comercial, una corte, una colmena de industrias, sino como un espacio en donde la gente se reúne y conversa, ríe, se casa y muere, pinta, escribe y actúa, gobierna y legisla, es esencial conocer a la señora Crowe. Es en su salón que los fragmentos innumerables de esta extensa metrópoli parecen conformar una totalidad viva y animada, exhaustiva, agradable y divertida. Los viajeros ausentes durante años, maltratados, achicharrados bajo el sol y recién llegados de la India o de África, desde remotísimos lugares y aventuras entre salvajes y tigres, deberán venir directamente a la pequeña casa de esta calle tranquila y reservada para ingresar de nuevo, y de un solo paso, en el corazón de la civilización. Pero ni siquiera Londres podía mantener con vida a la señora Crowe por toda la eternidad. Es un hecho que un día la señora Crowe no se acomodó en su sillón junto al fuego mientras el reloj daba las cinco; María no abrió la puerta; el señor Graham se alejó por propia voluntad del juego de mobiliario. La señora Crowe ha muerto, y Londres -no, aunque Londres todavía existe-, la ciudad de Londres nunca volverá a ser la misma.

Traducción: Sergio Di Nucci

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