Además del manoseo a la moda (a Rambo, Rumsfeld y Condoleeza no les interesa el dolor que acompaña a los muertos, a la televisión tampoco porque la violencia vende), la convocatoria ostentaba un tufillo de ignorancia insolente, también muy a la moda. El 11 de Septiembre chileno culmina una conspiración militar bajo la forma de un golpe de Estado. El golpe abrirá paso a una dictadura empresarial/militar que usa el terror de Estado contra los sectores populares y la ciudadanía para reconstituir un país abierto a los «buenos negocios». Ese terror de Estado será la base para una Constitución autoritaria que, con afeites menores, es la que rige actualmente a Chile. La existencia política allí tiene como uno de sus referentes centrales la impunidad, amnesia y descaro de los criminales: empresarios, militares y políticos.
El 11 de Septiembre estadounidense y global se materializa un riguroso ataque artesanal a símbolos del poderío del capital mundial y del gobierno de Estados Unidos. Quienes lo realizan son militantes políticos que, además, pueden poseer convicciones religiosas (como casi cualquiera, por lo demás). Destruyen su vida y las de otros intentando llamar la atención hacia la urgente necesidad de reconstruir políticamente el planeta. Obviamente no son terroristas religiosos. Y la expresión «terrorista» no es nunca simétrica a la de «terror de Estado». Quienes activaron la violencia armada en Estados Unidos murieron en su esfuerzo. Sus vidas han sido desvaídas por la propaganda totalitaria. Sus ideas, equivocadas o correctas, no mueren porque las ideas, como parece no saberlo solo la administración Bush, no pueden ser destruidas ni con un ataque al World Trade Center (!) ni con la agresión y ocupación de Afganistán e Irán o a «los otros 60 o más lugares de oscuridad en el mundo». Todos los muertos del 11 de septiembre estadounidense constituyeron una provocación a la sabiduría humana mundial. Uno de sus éxitos, pírrico, es que ha mostrado que, como especie, somos más estúpidos, perezosos y arrogantes que nunca.