Que nos den la mano para bajar del bus o corran para ayudarnos a poner un vídeo o colocar un retro proyector, y que nosotras agradezcamos sonrientes y nos sintamos bien con ello, expresa cómo la educación que hemos recibido nos ha preparado para las «ventajas» que nos concede el patriarcado. Cómo ser una mujer se aprende desde temprano, mediante lo dicho y lo no dicho en nuestras familias, los medios de comunicación, la escuela, la iglesia, etc. Dicha feminidad consiste, con las diferencias y matices obvios de todo fenómeno histórico cultural, en poseer moral y físicamente las siguientes características: un contingente de ternura, altruismo, pureza y humildad; un cuerpo delgado, apretado y una voz baja y delicada. Si se tiene o no se tiene lo anterior, es algo que debe mostrarse siempre en detrimento de las demás. Debe mostrarse ya que se parte del supuesto misógino de que, en principio, toda mujer es mala o capaz de maldad (Malinche o Marina, Eva, Dalila y un largo etcétera); y en menoscabo de las demás mujeres, pues la idoneidad de una, depende de la maldad de otras.
Esas representaciones relativas a las mujeres se sostienen sobre la naturalización, sobre el «siempre ha sido así», y por eso no se notan, no provocan preguntas o dudas, simplemente se cumplen desde la compulsión, como si se tratara del propio deseo. Se creen sin saber que es dogma y se actúan como si no hubiera obligación, porque reproducen una moral sobre lo femenino que afectivizamos. Eso nos dificulta reconocer que «ser mujer» responde a la lectura de mundo y a los intereses de un grupo, el de los hombres, que sostiene su poder a costa nuestra.La feminidad incluye necesariamente la desvalorización de lo femenino, de eso se trata, de que nos suscribamos a una identidad que no nos alcance, para seguir siendo la media naranja que la fantasía masculina codicia. Pero igual que está el serrucho con el que nos bajan el piso, está la sublimación de lo femenino, que se expresa en lo que Graciela Hierro llama «privilegios femeninos y trato galante». Gracias a esos privilegios, cualquiera de nosotras puede lucir el título de «Santa Madre de los Hijos de Alguien». Reparemos en lo siguiente.
Que nos paguen la cuenta, nos cedan el asiento, nos dejen entrar primero, nos digan doña, señora o señorita, nos llamen mi amor, reinita o linda, no es otra cosa que condescendencia machista que retribuye a los hombres sobremanera y nos deja a las mujeres, en el mejor de los casos, como inhabilitadas. Las prerrogativas del ser mujer no son más que mecanismos para mantenernos en nuestro lugar, un poco contentas para que no nos lamentemos.
Pero bueno, al suponerse como nuestro máximo anhelo tener marido y ser madre (sí, aunque muchas deseen, además tener una profesión), y al estar correspondida esa «ambición» con nuestra existencia material, aprendemos a valorar eso porque «eso» nos da un lugar, una presencia, aunque sea por y para los otros: a veces independientemente de que tengamos o no trabajo asalariado, una profesión u oficio, planes de estudio, amigas, etc. tener un marido, unos hijos o unas hijas, vivir en casa propia, «eso», es ser alguien.
No existe una mujer que lo crea, lo haga y lo repita todo, hay muchas que defienden con vehemencia ese pedazo de lugar asignado, y otras que infringen los mandatos.
Las últimas ven retirados esos privilegios: se caen al bajar de los buses, se convierten en las caperucitas en el bosque, en las Edit que miran para atrás, en las «por qué tan solita».