Un humanista en tierra de los autómatas

El humanismo fue una respuesta al oscurantismo, una fuerza remozadora de la ciencia y el arte, que a la postre desembocaría en uno de

El humanismo fue una respuesta al oscurantismo, una fuerza remozadora de la ciencia y el arte, que a la postre desembocaría en uno de los pasajes más productivos de la historia. Dicho movimiento se gestó desde la temprana Edad Media y se oficializó en el Quattrocento. Dicha manifestación se fue transformando y adquiriendo diferentes roles en el modernismo.

El humanismo tiene varias definiciones, entre ellas la del diccionario en línea de filosofía Babylon: “Actitud que hace hincapié en la dignidad y el valor de la persona. Uno de sus principios básicos es que las personas son seres racionales que poseen en sí mismas capacidad para hallar la verdad y practicar el bien” (http://diccionario.babylon.com/humanismo).

La decisión de confesarse humanista hoy en día es sin duda estoica. O, como lo calificarían los padres del posmodernismo, es una forma de pensar muerta, insulsa, “nada que ver”.

El ser humano ha llevado su civilización a instancias impensables, que los primeros humanistas nunca imaginaron. Ya los hombres no son capaces de imponer su voluntad sobre sus propios inventos, como si la cotidianidad fuera un engendro de ficción y terror, digna de un capítulo de las obras de Alfred Hitchcock.

En tal volatilidad de convicciones, se yergue majestuosamente el término autómata,  para explicar un poco tales comportamientos. ¿Cuál es la causa y el efecto semántico del término? Para averiguarlo se debe el lector remontar a la revolución industrial donde comenzó el apogeo de las máquinas, con  componentes más autosuficientes hasta que hoy las computadoras son dueñas del ruido y de la cotidianidad No es  raro que alguna faltilla ortográfica de este escrito, una computadora me haya echado la mano para encubrirla. Por consiguiente, el dominio de las máquinas llevó a la automatización de procesos, de funciones y razonamientos. Entonces el término deriva del objeto que realiza estas funciones y su correspondiente definición: “Máquina que contiene un mecanismo que le permite realizar determinados movimientos”… Sin embargo en el mismo sitio web hay una definición que se acerca más a esta reflexión: “Persona que se deja dirigir o actúa condicionada y maquinalmente”  (http://www.wordreference.com/definicion/aut%C3%B3mata).

Esta tendencia, generalizada y cultivada, tiene su complemento semántico y de contenido donde se forma en el llamado “outsourcing”, muy enseñado en la mayoría de las aulas de algunas profesiones y cuya cultura se expande en las tierras de las diferentes multinacionales, nos ha llevado de la mano a la antonomasia.

Varios gobiernos del Tercer Mundo se enorgullecen de pregonar nuevas inversiones que  se instalan en busca de mano de obra barata y lo apuntan como uno de los logros más importantes. Para ellos estas organizaciones tienen la magia de  animar el mundo fantasmagórico de la macroeconomía. Con ese discurso inflan la ilusión de jóvenes recién salidos de la secundaria, quienes se esmeran y esfuerzan por convertirse en autómatas. Entonces ante esta situación que pasa, ¿qué requisitos son necesarios para ser todo un autómata?

Tener cara de yo no fui.

Hablar y conformarse con trivialidades en los almuerzos.

Ser popular entre todos y amigo de nadie.

Ser adicto a la  sociedad de consumo.

Abstenerse de pensamiento controversial y propio; la meta suprema será hacer correr el sistema jamás pensar en cuestionarlo.

Promover y adoptar como propia una cultura plástica “light”.

Bajar la cabeza, ser un delator incondicional como norma, tanto para ascender, como por sanidad del sistema.

Por consiguiente, si no se cuenta con la mayoría de los requisitos anteriores serás un estorbo, una falla del proceso infalible y sistematizado de selección, comparado a un estudio de la CIA o la antigua KGB.

En este régimen empresarial no cabe un humanista. Si hubiera uno y se atreviera a reclamar sus derechos alcanzados con sangre, por ejemplo una jornada laboral digna y justa, pago de horas extras, espacios reales de socialización sin que una palabra ajena al sistema le cobre un empleo, pareciera ser utópico.

La posibilidad de crear espacios de interacción social en estas organizaciones, acerca de aquella vieja norma del humanismo, sobre el respeto máximo a la integridad de otro ser humano, es sistemáticamente imposible. Mucho menos pensar en el derecho de agremiarse; el que pronuncie la palabra sindicato será despedido por  blasfemia.

Al finalizar esta reflexión, no me queda más que felicitar a aquellos locos humanistas en esas tierras minadas empresariales; a quienes intentan tender puentes de sincera  fraternidad en una sociedad que desea borrar toda muestra de autenticidad y que promueve: la uniformidad, el sonambulismo y la mediocridad.

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