“Los dos elementos que el viajero capta en la gran ciudad son: arquitectura extrahumana y ritmo furioso. Geometría y angustia”, afirmaba Federico García Lorca en su conferencia Un poeta en Nueva York., para enseguida advertir: “He dicho ‘un poeta en Nueva York y he debido decir ‘NuevaYork en un poeta’. Se me ocurre que en esa inversión de términos caben: París en Hemingway, México en Efraín Huerta, Acapulco en Malcom Lowry, Chicago en Carl Sandburg y Buenos Aires en Jorge Luis Borges, para dar sólo unos pocos ejemplos.” Lo sustancial del párrafo de García Lorca sintetizaba el modo en que la urbe moderna -lo monumental, las formas nuevas, el vértigo, la velocidad, lo estridente, como también la soledad y el desarraigo- entraba con diversos matices a la literatura.
El tema, aún acotado al vínculo entre metrópoli y poesía, es vasto en abordajes dispares y expresiones que van de la urbanidad incipiente descrita por Baudelaire, a la ciudad mecánica de los vanguardistas de inicios de los años ‘20; de esa N.Y. que García Lorca veía como una “Babilonia trepidante y enloquecedora” a la Estridentópolis que los poetas de México sentían vibrando en sus pentagramas eléctricos. Esa maravilla arquitectónica plasmada desde el amor o el odio, la cercanía o la nostalgia, tomada como mero escenario o personificada y convertida en interlocutor que dialoga mano a mano con el poeta, permite el desglose de sus personajes: un ciudadano tipo moldeado en sus rutinas, pero también habitando sus márgenes y asumiendo rumbos en contravía. De esa gama sobresale el flaneur, que explora la calle con tránsito y mirada propia, poseedor por tanto de una identidad distanciada del hombre seriado de la muchedumbre. Le toca al flaneur descifrar los pliegues del centro y los suburbios en apuntes mentales, disquisiciones conceptuales que no excluyen a la inventiva. Podrían encarnar en esta figura personajes como “Juancito Caminador” –alter ego del poeta Raúl González Tuñón- deambulando por plazas, ferias, puertos, mercados y grandes estaciones ferroviarias; y poetas como Jorge L. Borges: ese flaneur casi ciego que adelantaba un paso tembloroso por esquinas, pulperías y almacenes de su barrio, Palermo.
Además de lo expuesto, hay un núcleo que se impone en el vínculo entre lugar y literatura: el habla. La urbe conlleva una oralidad empujada por nuevos modos de relacionarse: un diálogo, un trato, una manera distinta de comunicar. Los antecedentes de la nueva expresión derivada de estos nuevos ámbitos ya estaban expresados en un libro de Baudelaire de 1857: Splee de París, en la que no falta el hastío hacia ese perímetro perturbador que le arranca al poeta líneas irónicas: “No a todos les es dado tomar un baño de multitud: gozar de la muchedumbre es un arte. Multitud, soledad, términos convertibles… Quien no sabe poblar su soledad, tampoco sabe estar solo en medio de una muchedumbre atareada”.
El poeta francés instala una prosa poética musical que prescinde del verso y la rima sin abandonar su impronta metafórica ni su respiración interior. Una composición abierta, flexible, con pasajes narrativos, sin pretensiones de contar, y plena en sugerencias, matices, imágenes. Por las calles de Baudelaire va el paseante, “el caminante solitario y pensativo consigue una singular embriaguez en esta singular comunión”. El hombre callejero –dice- logra “abandonarse a lo desconocido que pasa”. A ese flaneur que vive “la transitoriedad del presente”, adjudica el poeta un “tedio salvaje”.
La ciudad, entonces, vivida, soñada y aborrecida (Apollinaire le dispensa el trato de: “hospital, lupanar, purgatorio, infierno, prisión”), pasaría a ser un excitante de todos los “ismos” de la vanguardia que encuentran en el nuevo reticulado y el cosmopolitismo, el correlato de aquello que buscaban plasmar en sus creaciones: movimiento, dinamismo, simultaneísmo, “imaginación sin hilos”.
HIERRO Y CEMENTO
Una de las proclamas del Futurismo que lidera Filippo Tommaso Marinetti, enfatiza: “Con nosotros empieza el reinado del hombre sin raíces, el hombre multiplicado que se mezcla al hierro, se nutre de electricidad”. Los poetas innovadores hablan de metrópolis tentaculares, dinámicas, con una “batería de chimeneas de fábrica” y desarrollan incluso teorías al respecto: “La arquitectura del cálculo, del cemento armado, del hierro, del cristal, del cartón, de las fibras textiles”, permiten obtener el máximo de elasticidad y ligereza. Imaginan así ciudades “polirrítmicas y estridentes” con enormes centros industriales, hoteles y mercados cubiertos, estaciones ferroviarias, grandes talleres metalúrgicos, túneles espirales, puentes de hierro, poleas, grúa, calles en distintos niveles con pasarelas mecánicas y tranvías de doble piso. Todo sobre el gran riel futurista. Algo semejante “a un inmenso edificio en construcción, tumultuoso ágil, móvil, dinámico, en cada una de sus partes, y la casa futurista parecida a una gigantesca máquina”.
Apenas un par de décadas después, los estridentistas de México hacen de la metrópoli moderna uno de sus ejes. Sus libros –Urbe, Esquina, Pentagrama eléctrico, Andamios interiores– reivindican lo multitudinario, las edificaciones de hierro y cemento pobladas de anuncios luminosos. Cuando en 1925 se trasladan a Xalapa, Veracruz, para refundarla como Estridentópolis, se reúnen en el Café de Nadie, pergeñan la que será una de sus publicaciones principales: Horizonte y anuncian que el líder del grupo, Manuel Maples Arce “comprará un automóvil y un edificio de cincuenta pisos para instalar las oficinas del movimiento”. En 1926 en Xalapa, otro de los protagonistas del Estridentismo, el poeta List Arzubide, celebra así la inauguración de un imponente estadio en las páginas de Horizonte: “sobre las gradas de la gigantesca herradura, sesenta mil personas se estremecen bajo la amplitud de un cielo donde los aeroplanos cantan la victoria del esfuerzo”. En la misma revista presenta los coches “autovías” -especie de buses que marchan sobre rieles-, mientras Maples Arce publica el artículo La estética del sidero-cemento: “los caminos de hierro entrecruzan los continentes y es casi una realidad la yuxtaposición de las perspectivas internacionales que simultanean la inquietud de la vida contemporánea”. El poeta se prodiga en información sobre un material de cemento armado: el sidero-cemento, al que presenta como decisivo en la construcción de puentes, hangares, fábricas y estaciones, “al garantizar resistencia, adherencia y estabilidad”. En su libro Urbe (según los críticos, el detonante de la vanguardia en México, que será traducido al inglés por John Dos Pasos como Metrópoli), Maples Arce describe el paisaje callejero como si lo observara desde un vehículo en movimiento: “Pasan las avenidas del otoño/ bajo los balcones marchitos de la música/ y el jardín es como un destello rojo…esquinas flameadas de poniente/ a veces pasan ráfagas, paisajes estrujados… en el motor/ hay la misma canción…hay un tráfico ardiente de avenidas”.
En otro pasaje relevante de este libro, expresa: “He aquí mi poema/ brutal/ y multánime/ a la nueva ciudad. / Oh ciudad toda tensa/ de cables y de esfuerzos/ sonora toda/ de motores y de alas… oh ciudad fuerte/ y múltiple hecha de hierro y de acero/ los muelles. Las dársenas/ las grúas/ y la fiebre sexual de las fábricas… la multitud desencajada/ chapotea musicalmente en las calles”.
UN POETA ENTRE LOS RASCACIELOS
A fines de los ‘20 García Lorca, recién arribado a Estados Unidos luego de atravesar parte de Europa, escribe a sus padres: “París me produjo una gran impresión, Londres mucho más, y ahora Nueva York me ha dado como un mazazo en la cabeza… El puerto y los rascacielos iluminados confundiéndose con las estrellas, las miles de luces y los ríos de autos ofrecen un espectáculo único en la tierra. Los inmensos rascacielos se visten de arriba abajo de anuncios luminosos de colores que cambian y se transforman… chorros de luces azules, verdes, amarillas, rojas, cambian y saltan hasta el cielo. Más altos que la luna, se apagan y se encienden los nombres de bancos, hoteles, automóviles y casas de películas, la multitud abigarrada de jersey de colores y pañuelos atrevidos sube y baja en cinco o seis ríos distintos, las bocinas de los autos se confunden con los gritos y músicas de las radios, y los aeroplanos encendidos pasan anunciando sombreros, trajes, dentífricos, cambiando sus letras y tocando grandes trompetas y campanas. Es un espectáculo soberbio, emocionante, de la ciudad más atrevida y más moderna del mundo”. Pero pronto iba a conocer la contracara, “el gran pánico financiero”, cuando el crak del 29 y el “espectáculo del dinero en todo su esplendor -su desenfreno, su crueldad- dará paso a su gran libro Poeta en Nueva York publicado recién en 1940 y que revelará la desesperanza, el sufrimiento, la enajenación, la avaricia. El español denuncia “los poderes que impiden la libre realización del individuo” y en una poética fecundada por el surrealismo desarrolla un enjambre de símbolos alegóricos y de base bíblica. En una atmósfera a ratos espectral que hace eje en la soledad y la muerte- escribe: “Asesinado por el cielo/ entre las formas que van hacia la sierpe… Con el árbol de muñones que no canta” (…) “Desfiladeros de cal aprisionaban un cielo vacío/ donde sonaban las voces de los que mueren bajo el guano” (…) “No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie” (…) “Yo denuncio a toda la gente/ que ignora la otra mitad” (…) tendremos que pacer sin descanso las hierbas de los cementerios”.
Como quedó dicho al inicio, lo urbano le dio a la poesía un tema, pero además le otorgó un habla que en muchos poetas latinoamericanos derivó en un lenguaje que se ensanchó hacia los años ’60 merced a un modo de orquestar diversos discursos. Habrá que analizar el modo en que ese fraseo–una cadencia, un tono confidencial, el argot y las locuciones populares- va a consolidar una expresión que cobrará espesor y diversidad en sucesivas generaciones; además de revelar pertenencia, una identidad.
En el álbum de esta poesía quedarán para siempre los versos que Borges dedicó a su Buenos Aires en un texto que tituló precisamente con ese topónimo; dice: “Y la ciudad, ahora, es como un plano/ De mis humillaciones y fracasos… No nos une el amor sino el espanto;/ Será por eso que la quiero tanto”.
EL HABLA DEL BARRIO
Otro poeta argentino, aunque más contemporáneo, Juan Gelman, va a mostrar entre sus diversos registros expresivos una cadencia aporteñada, de chamullo, de gestos que subrayan lo consabido con un lenguaje elusivo armado de guiños, insinuaciones, reticencias, indirectas, frases irónicas y toques de lunfardo. Debatiéndose entre una guiada digresión y apoyado a ratos en el vocabulario propio de Buenos Aires, el poeta crea un clima de confidencia, de comunicación entre pares; se respira una circunstancia de cercanía, de confianza. Gelman, quien tituló a uno de sus libros con el anagrama de Gotán, firmará posteriormente textos de tono místico en coautoría con poetas del tango (Pascual Contursi, Homero Manzi, Antonio Lepera, González Castillo); vale decir con los autores esenciales de la canción de Buenos Aires. En varias entrevistas depositará en el ámbito del barrio las marcas de mucha de su producción literaria: “El tema siempre fue el barrio, fue lo que más me marcó. Lo digo sin demagogia porque es verdad; me marcó como persona y supongo que para todo lo demás. Ahí jugué al billar por primera vez, fui a la milonga por primera vez, jugué al dominó y a los dados por primera vez”. Tras la obra de este poeta, quien se encargó también de revelar una juventud jalonada por un itinerario de cafetines como habitué de antros donde podían escucharse orquestas de tango, jugar al ajedrez o al billar, reunirse con la barra de amigos, se mueve un “ser porteño”. Esa identidad se expresa a través de un montaje lingüístico en el que interviene la jerga callejera, los refranes, los aires de la crónica periodística y las onomatopeyas; todo dentro de una oralidad extendida. El hablante en Gelman y otros poetas argentinos de su generación, la del ’60, responde al coloquio urbano con un interlocutor a la mano. La altisonancia del poeta oracular ha dejado paso a la murmuración del hombre de la calle atravesado por una discursividad que es mescolanza. Interviene, como quedó dicho, una gestualidad porteña que conlleva una ironía áspera, una mirada a ratos corrosiva y un modo de interpelar la realidad que incorpora a la parodia, al remedo. Apenas un ejemplo: Gelman reformula el remate de la letra de un tango popular, Mi Buenos Aires querido (“Mi Buenos Aires querido/ cuando yo te vuelva a ver/ no habrá más penas ni olvido”) que como deseo martilla en muchas otras composiciones, y arma un pastiche sentando una posición menos idílica. En un poema con el mismo título y que también sería llevado a la canción, Gelman escribe: “Hay que aprender a resistir/ ni a irse ni a quedarse/ a resistir/ aunque es seguro/ que habrá más penas y olvido”.
EL TEMA EN LA LITERATURA TICA
El tema que nos ocupa toma, en la literatura costarricense, diversos caminos y formulaciones dependiendo de la metafísica de cada escritor y del lugar que ocupen los espacios urbanos –en tensión siempre con la naturaleza exuberante del país- dispersos en los pliegues de una idiosincrasia cuyo imaginario en mucho se ha apoyado en la vida rural. De todas formas será recién en la década de 1980 cuando la ciudad se filtre en las obras de los escritores ticos –sobre todo a través del coloquio urbano de sus nuevos poetas- y el paisaje lugareño deje paso al reticulado callejero, al tránsito atascado y al paso apurado del hombre cosmopolita.
Mucho más atrás en el tiempo, Max Jiménez criticaba en su poema “Nueva York” (Quijongo, 1933) la ciudad despersonalizada y la multitud que, si por un lado alcanza las alturas de los rascacielos, por el otro: “anda por las calles sin su alma”. Jiménez habla de un hombre “esclavo del progreso” y se pregunta: “¿y la vida? Unas luces, este ruido”. De su parte, Francisco Amighetti dice sobre el mismo territorio en “Tranvía de mi barrio”: “con su andar chirriador de paralítico… tranvía que ibas olfateando gente, como un fiel perro”, mientras en el texto “Llueve en Nueva Yoark”, rememora el paisaje de Costa Rica desde una ventana en Harlem.
Muchos años después será el poeta Carlos Duverrán quien toque el tema de San José llamándole “isla de los sollozos” de “contorno fantástico”. Escribe: “mi laberinto es este, mi ciudad y mi vida”, colocando a “Chepe” en el centro de su existencia. Para Jorge Debravo, los amantes se hacen uno con su entorno; dice en “Ciudad”: “¡Ah, toda la ciudad se me tendió en tus ojos/ y sus nieblas y lluvias se mudaron a mi alma!… Yo sumergí mi vida entre las aguas/ de tu ciudad y comenzamos a besarnos,/ ¡tu ciudad a besarme y yo a besarla”, mientras que Mario Matarrita reduce toda la capital a una sola, emblemática, arteria de San Pedro: “Vivo en la calle de la soda cáustica/ vivo entre príncipes y mendigos”. De los poetas de las últimas generaciones que se ocuparon del tema, hay que nombrar a Jorge Arturo, LuisYuré, Luis Chacón, María Monteo, Cristian Marcelo, Guillermo Fernández y Luis Chaves, entre otros. Este último deja entrever aristas de la capital en imágenes fragmentadas; recortes con apariciones fugaces de la Sabana, la soda Palace o la Peri, a la que ve como un racimo de “luces a la distancia/ una constelación administrativa”.
Otro poeta de las promociones recientes, Gerardo Cerdas, escribirá en “Poema doble de ciudad”: Mi cabeza es un terrón/ donde crece un árbol de piedra/ ¿qué tiene este pavor que ver conmigo?”.
Pasando a la narrativa, la última novela del escritor nicaragüense Sergio Ramírez, La Fugitiva -con mucho de la biografía de Yolanda Oreamuno- recrea un San José en sus mínimos contornos arquitectónicos y sociales. Mediante una descripción pormenorizada abarca imágenes del cementerio, parques, colegios, la fábrica de licores, los barrios levantados por la riqueza cafetalera, eclécticos en sus formas -como el Amón con estilos varios: victoriano, almudejar, tudor. En esas páginas donde alterna datos de la ficción con la realidad, señala Ramírez que, aun con menos de veinte mil habitantes, San José fue la primera ciudad latinoamericana alumbrada con energía eléctrica.
Respecto a Oreamuno, hay que decir que no sólo innovó la novelística centroamericana con su libro La ruta de su evasión (1949) en el modo de elaborar los perfiles sicológicos de sus personajes, sino que además produjo una suma de crónicas y cuentos magníficos. Uno de ellos, De su obscura familia (1951) incluye un retrato profundo del Distrito Federal mexicano que recuerda el sentimiento de otredad de El Extranjero de Camus. El personaje -un costarricense que ha ido a parar a México por cuestiones políticas- se pierde en la actividad febril de la zona céntrica. Ese lugar neurálgico le arranca a Oreamuno estos pasajes: “rebasa todas las fronteras. Es rítmica y también desacompasada, subterránea y estrepitosa; elegante y populachera; noble y sórdida. El mexicano se mueve con una suerte de recóndita certeza y el extranjero no detona, se funde”. Respecto a la “masa humana” que todo el tiempo llena esas calles, escribe que tiene “la movilidad de una planta acuática flotando en los vaivenes de la corriente”. Cuando el personaje se detiene a observar un cruce de vías, describe esa intersección como un punto donde circulan, por un lado: “mujeres perfumadas y distantes y hombres de abrigo oscuro con caras animales de macho voraz y gestos de diplomático al acecho”; por el otro: “hombres de sarape, mujeres de rebozo, niños harapientos, boleros insolentes, pachuchos afeminados, vendedores a grito pelado… ventas de todo en el suelo”. Agrega, en una crónica lograda de la vida citadina, el siguiente párrafo: desde temprano: “el vendedor estrena grito. Debuta en el aire de la mañana partiendo con su alarido en dos un instante… los olores todavía están dormidos… La selva de gritos se tiende sobre él, lo defiende de la soledad, y a cada momento rompe con una oferta el cristal de su indiferencia”; el personaje, dice: “estaba dispuesto a contaminarse con todo”.
Por último y dejando en claro que estos apuntes sobre el vínculo entre ciudad y literatura no pretende agotar el tema, sino abordarlo desde experiencias diferentes, es referencia obligada el libro Cuentos del San José Oculto (2002) del escritor y periodista argentino Tomás Saraví, quien en su larga estancia en la capital fue un flaneur de aguda observación y persistencia. Podría decirse que Saraví vivía la calle con curiosidad, intensamente, dialogando por igual con sus personajes y sus lugares. Su rastreo abarcaba librerías de viejo (Aristos, El Infiernillo, El Erial, etc.), bares y cantinas (La Nueva Lira, el Morazán, el Buenos Aires, El lobo púrpura –ex Rincón Gitano y ex Titanic). Su andar laberíntico incluía espacios esotéricos y sociedades secretas: sectas, logias, fraternidades, sociedades teosóficas, masónicas, etc. Y se jactaba de haberse codeado con personajes de la intemperie como Casandra, Muñeca, el beato Cecilio, la adivina Soraya de Persia, Disifredo Garita, el santón Martín Bosco, la tarotista Alma Gitana y Marcavé (su nombre verdadero era Arturo Mora Chavarri), ese ex cartero que inventó un idioma y hasta escribió el libro de gramática: Idioma y libro universal Marcavé.
Podríamos concluir en que la ciudad moderna que produjo a García Lorca deslumbramiento y rechazo; aquella que dio a la literatura un espacio, pero sobre todo un habla, un modo de expresarse, una oralidad especial; aquella mole de cemento que los vanguardistas vieron como adelanto de una esperada modernidad, se ha convertido en muchos casos en un no lugar, una gran máquina de despersonalizar y aplastar a sus habitantes. En ese sentido, se impone una imagen del poeta Carlos Francisco Monge; la de aquel que abre los ojos en medio del reticulado urbano y ve un “mar de cemento y piedra”, un “jardín metálico”, un “bosque petrificado”.