Después de los esfuerzos de paz del expresidente Andrés Pastrana, el nuevo mandatario, Álvaro Uribe parece dispuesto a utilizar todos los medios a su alcance para acabar con la guerrilla.
Álvaro Uribe Vélez, Presidente de Colombia.
El clima de desempleo, caos social y violencia de los narcotraficantes, los grupos paramilitares y la guerrilla, ensombrecieron el pasado 7 de agosto, la toma de posesión de Álvaro Uribe Vélez, un político de derecha que parece decidido a utilizar la mano dura con tal de acabar con la inseguridad que distinguen la vida política del país sudamericano.
Uribe llegó a la presidencia gracias a su postura crítica hacia el proceso de paz impulsado por su antecesor, Andrés Pastrana, quien no pudo alcanzar un acuerdo con el principal grupo guerrillero, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
Una de sus primeras tareas como presidente electo, fue lograr que el gobierno de Estados Unidos aceptase que la ayuda que destina para el narcotráfico en el marco del Plan Colombia, sea ahora utilizada para acabar con lo que Uribe denomina «bandas terroristas»: las FARC, el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia.
Además de los fondos que se utilizarán para fortalecer al ejército colombiano y dotarlo de armamento de alta tecnología, Washington empezó a entrenar a grupos especiales de la milicia y no descarta la opción de intervenir de manera más directa en un conflicto que ya se prolonga por más de cuarenta años.
AIRES DE GUERRA
Las críticas de Uribe hacia las gestiones de Pastrana, desconocen un esfuerzo que creó muchas expectativas y esperanzas y que, desgraciadamente, fracasó por la imposibilidad de las partes de llegar a un acuerdo definitivo de paz.
El exmandatario Pastrana puso su presidencia en juego y, contra viento y marea, decidió desmilitarizar una zona de 40 mil kilómetros como un gesto de distensión hacia las FARC.
Sin embargo, durante el lapso que se prolongó el diálogo, aquellos que sólo saben vivir de la guerra y que, incluso, lucran de ella, pusieron todas las trabas posibles para que la seguridad se volviese una utopía inalcanzable.
La guerrilla y los paramilitares no dejaron de matar y secuestrar y los sectores más poderosos de la oligarquía impusieron límites de acero a las concesiones que Pastrana podía haber realizado.
El carácter ideológico del conflicto colombiano se perdió en medio de los intereses del narcotráfico, la elite económica y la imperiosa necesidad, por parte de los Estados Unidos, de aplastar definitivamente a la insurgencia.
El rentable negocio del conflicto civil acabó con los esfuerzos de Pastrana y generó descontento en el pueblo, cansado del clima de violencia generalizada y deterioro social.
Uribe es producto de este escenario. Salió de las filas del Partido Liberal para fundar una nueva fuerza política y asumió una postura contraria a un proceso de paz que estaba muerto antes de nacer.
Hijo de un empresario asesinado por las FARC, Uribe representa al ala política más comprometida con la opción militar como única solución posible a la guerra.
El alejamiento de la guerrilla de la mesa de diálogo le brinda al nuevo mandatario la ocasión perfecta para poner en práctica una ofensiva cuyo único fin será la destrucción total de los grupos armados irregulares.
La Casa Blanca observa con buenos ojos la política de Uribe y le ha prometido todo el apoyo en su lucha.
La implicación de Estados Unidos en el conflicto colombiano podría hacerse más evidente en los próximos meses.
El apoyo económico y logístico que Estados Unidos brinda hasta la fecha, podría dar paso a apoyo aéreo estadounidense a las acciones ejecutadas por el ejército colombiano e, incluso, a una intervención directa de tropas comandadas desde el Pentágono en la guerra civil.
La implicación extranjera en la situación de Colombia podría tener consecuencias inesperadas. Muchos senadores que se opusieron a la nueva faceta anti insurgente del Plan Colombia, opinan que el país podría convertirse en un nuevo Vietnam para las fuerzas armadas estadounidenses.
UN PAÍS SIN LEY
En la raíz de todos los problemas que vive Colombia hoy, se encuentran las graves diferencias sociales que dividen al país.
La guerra ha sido pretexto para que los gobiernos se hayan negado a un proceso de democratización política y económica que es necesario para que la nación pueda gozar algún día de una paz verdadera.
Con una moneda depreciada, una economía en crisis constante y un índice de desempleo que supera el 20 % de la población, si Uribe pretende sacar el país adelante deberá de buscar soluciones a estos graves problemas.
La situación de los productores de hoja de coca es otro de los grandes retos para el nuevo gobierno. La sustitución de cultivos, con los precios actuales, no ha sido efectiva y muchos campesinos prefieren seguir con la producción de este producto básico para la elaboración de cocaína.
Otro desafío que debe afrontar el nuevo ejecutivo es el desprecio generalizado a los derechos humanos. Las relaciones entre las fuerzas armadas y los grupos paramilitares aún no están del todo claras.
Actualmente, hacer política, ya sea de derecha o de izquierda, representa un riesgo demasiado elevado. Así lo demuestran los alcaldes de varios municipios rurales, que se han visto forzados a dejar sus cargos debido a las constantes amenazas de la guerrilla y de las autodefensas.
Por ahora, el diálogo parece algo imposible y la paz es una esperanza difusa que se resiste a morir. Ante estas circunstancias, miles de ciudadanos han tenido que recurrir al duro camino del exilio para escapar de la miseria y de la violencia.
Es paradójico que un país tan rico, — productor de petróleo, platino, oro, café, etcétera –, tenga que afrontar una situación tan difícil. El problema parece ser que, por el momento, la guerra es el negocio más rentable.
Intensificar el conflicto sólo contribuirá a que aquellos que se benefician con la guerra sigan recibiendo ganancias fruto del sufrimiento y de la sangre de un pueblo.