La Tierra: un balón que pateamos todos los días
La crisis ambiental que vive nuestro planeta, agravada por el cambio climático, no es un tema para verlo de lejos, como si la cosa no fuera con nosotros. Uno de los acontecimientos más recientes y que dibujan esta triste realidad fue el partido de fútbol, que se le debe llamar así porque fue convocado por la FIFA, que se realizó entre Estados Unidos y Costa Rica el 25 de marzo de 2013, en el estadio de Denver, Colorado.
Evidentemente, mi interés no es escribir sobre fútbol, pero sí de la metáfora que ese encuentro “deportivo”, entre dos naciones muy dispares, representa para la humanidad.Si bien es cierto el fútbol es un deporte, es decir, una actividad para mantener el cuerpo en buenas condiciones físicas, mantener un “buen” espíritu o ánimo, el trabajo colectivo, la capacidad de emprender retos y trazarse metas, entre otros, es igualmente cierto que es una actividad muy lucrativa. El lugar pactado para el partido fue el mejor para favorecer las actividades lucrativas, con vistas al acceso a una plaza para Brasil 2014, evidentemente a favor de los Estados Unidos, y nunca para ofrecer un espectáculo deportivo. Digo que a favor de la nación del norte, porque para la mayoría de los futbolistas ticos jugar en esas condiciones es antinatural. Es interesante que tratándose de la nación más “poderosa” del mundo, con todo el conocimiento científico de lo que podría ocurrir en el estadio aquella noche, se insistiera en realizar el encuentro futbolístico. Lo mismo ocurre a nivel planetario: aun cuando existe suficiente evidencia científica para cambiar algunas de las actividades humanas que atentan contra el ambiente y contra nuestra propia especie, lo cierto es que las continuamos haciendo de manera tozuda e intransigente. Así como los mismos Estados Unidos no quisieron suscribir el Protocolo de Kioto para reducir los gases de efecto de invernadero, así tampoco fueron capaces de cambiar la sede del partido o de solicitar la suspensión, en ambos aspectos por intereses económicos.
El partido mismo fue un fiel reflejo de la conciencia que existe en relación con el estado de salud del planeta. Seguramente, aquella nevasca en el estadio de Denver permanecerá en la retina de gente que vio el partido con angustia y de quienes vieron el hecho como noticia. Era inconcebible jugar con aquellas condiciones meteorológicas. La falta de cordura, de sentido común, de racionalidad, de sensatez, de razonabilidad, de equidad, de solidaridad, de legalidad fue lo que imperó en los dirigentes del fútbol nacional, de la CONCACAF y de la FIFA. En ese momento, no era importante el deporte, ni la salud de los asistentes ni de los actores en el terreno de juego, tampoco era importante el respeto a las reglas en cuanto a las condiciones de la cancha. Lo único que parecía importante era que el anfitrión, no un anfitrión cualquiera, estaba ganando y eso significaba tres puntos más y mayores posibilidades para estar en el mundial.
El partido se jugaba porque se jugaba, no importaba si alrededor del estadio el sol brillaba o el planeta se estuviera cayendo en pedacitos, si afuera todo el mundo cantaba y bailaba de alegría o si toda la humanidad perecía. Nada importaba. Solo que la nación del norte se hiciera de los tres puntos. Aquel fue un escenario tan autista como el que se vive cotidianamente no sólo en la nación de las barras y las estrellas, sino en todo el mundo. Seguimos creyendo que nuestro planeta Tierra es infinito e insensible, que podemos seguir derrochando y contaminando sus recursos, que en realidad son nuestros, para nuestro provecho. Seguimos creyendo que con dinero, que con ciencia y tecnología podemos evitar la extinción de nuestra especie. Sin embargo, podríamos terminar sepultados en nieve, ahogados por las inundaciones o muertos de sed, pero continuamos por la misma senda de la destrucción.
Hace tiempo que los ecologistas hemos venido implorando para que dejemos de patear esta gran pelota azul que es nuestro planeta, nuestro único hogar. Después de todo, por más patadas que le demos, el planeta mismo tiene sus propios mecanismos de homeostasis, de autorregulación, para seguir su ruta por el Universo y la vida seguirá pululando por todas partes, aunque sea sin nosotros, los seres humanos, perfectos animales que nos creemos dioses. No hay que salvar el planeta, debemos cuidarlo para nuestra propia salvación como especie.