Ahora que han pasado todas las fiestas de fin y principio de año, considero oportuno referirme a una tradición sui géneris, que desde hace unos cuarenta años pretende paliar la crisis moral que aqueja a la sociedad capitalista actual, y que se refleja en la vorágine de su religiosidad. Hablo de las convivencias institucionalizadas donde el abordaje del problema es místico, como lo es también el método de su resolución.
Desde septiembre de 2011, cuando mi hijo cursaba el sexto grado en escuela pública, en reunión de padres se nos informó acerca de una de las actividades que tendrían lugar días antes de la graduación. Se trataba de una convivencia de despedida a los niños, para que no se fueran sin recibir una última y reforzada dosis de moral, y para recuerdo ad perpétuam de su segundo hogar.
Entonces, a partir de la feliz decisión comunicada a las familias de los graduandos, empezaron los planes y las aguas de la imaginación infantil se tornaron turbulentas. ¿Cómo sería la actividad? En la reunión, a grandes rasgos, fueron tratados sus objetivos, los cuales no pretendían más que acercar las tiernas almas a la felicidad.En la acera de enfrente, la de los niños, se discutiría la tradición y cómo asumirla con entereza. Aunque, a decir verdad, no todos los sujetos-objetos de la convivencia resultaron permeados por la expectativa: mi hijo ni me preguntó de qué se trataba. Tuve que prepararlo ante cualquier sorpresa, pues yo había sobrevivido al trance muchos años atrás. Le dije que llorar no es un deporte, sino un mecanismo fisio-psico-moral que libera energía potencial del dolor humano -y a veces del gozo en todas sus dimensiones-, y alivia o estabiliza el desequilibrio físico y espiritual, derramando gotas de “mar prisionero” (agua salada). Bueno, él me entendió.
Una de las salvedades –según parecía, la más importante- que estuvo sobre el tapete desde el principio -para no herir las susceptibilidades de la fe-, fue la laicidad de la convivencia. El Comité de padres, que incluía a un “niña” (maestra, en buen tico) madre, convino en que no habría manejo religioso de la actividad. Como la comunidad de padres de familia estaba compuesta por fieles de distintas congregaciones religiosas y uno que otro ajeno al “opio de los pueblos” (Carlos Marx), estuvimos de acuerdo con la naturaleza seglar del evento. En dado momento soñé viendo a mi muchacho disfrutar de un ejercicio espiritual de carácter epicúreo, en donde una sabia mujer o sabio varón, en estado de éxtasis pitagórico o nahua, o en “serenidad suprema” (nirvana), induciría en él sentimientos y razones de identidad con la madre naturaleza, le haría entender que la luna no es de queso y que los ticos, en vez de volar en naves con motor de plasma, deberíamos aterrizar y liberarnos de la esclavitud neoliberal que nos ahoga, armándonos del amor por el trabajo y por la ciencia, cual faro orientador de la armonía universal, que toma su aliento de la sabiduría milenaria (filosofía) y alimenta nuestro espíritu.
El día de la convivencia los papás debíamos ingresar al sitio una hora antes de su clausura y así recibir a los pollitos “acicalados”. Llegamos puntuales a la cita, en donde nos recibió un mozuelo cuyo discurso religioso era vacilante y nos trataba de “tú”. El joven explicó la dinámica por seguir y anunció la presencia del maestro ceremonial, que previamente allanaría el camino al encuentro. Fue una media hora de moderado culto religioso en que, en buen cristiano, se inculpaban tirios y troyanos. En el acto imperaba la lógica agustiniana del pecado: todos somos malos progenitores, y ante tan infinita desgracia sólo nos queda llorar. Luego llegaron los niños, que al ver a papi y mami lloraban a moco partido.
Mi hijo, por no llorar durante la convivencia -pues no recibió aprestamiento moral al efecto- fue emplazado por algunas compañeras que lo consideraron hereje, y tuvo que complacerlas con un par de lágrimas fingidas. ¿Qué tanto habrán pecado escolares a punto de graduarse, como para derretirse en llanto colectivo?
Como habréis comprendido, queridos lectores, en un país donde la educación, por órdenes de los imperios históricos e intereses de la burguesía criolla y de la oligarquía cuasifeudal, es de carácter religioso-positivista, donde la mayoría de la población maneja al dedillo los pormenores de la vida y muerte de Michael Jackson, pero ignora que en Costa Rica existen indios que aún resisten la colonización, donde “filosofía” es una mala palabra, a la que se teme tanto como a la matemática, y por eso no se enseña, la convivencia no podía ser de otro modo.