En los últimos tiempos, en un afán de combatir y desprestigiar un proyecto de ley que pretende hacer de Costa Rica un Estado laico, uno de los argumentos esgrimidos mencionados con más insistencia es la necesidad de preservar la tradición judeo-cristiana como la parte fundamental de algo que llaman “identidad nacional”.
Hablar de identidad nacional es no sólo extendernos sobre conceptos extraídos de la Historia nacional, sino también tocar aspectos que tienen que ver con componentes culturales, étnicos, cívicos, antropológicos, políticos, etc., propios de la sociedad costarricense, incluso antes de la llegada de los conquistadores españoles.
Lo que podríamos considerar como “identidad nacional”, concepto muy discutible, es una mezcla de todo ello, por lo que mencionar a la tradición judeo-cristiana como el único o el más importante elemento dentro de tal fusión es caer en un reduccionismo metodológica y epistemológicamente inaceptable.
Sin pretender agotar el tema, se estarían dejando de lado las enormes contribuciones hechas a nuestra nacionalidad por la riquísima tradición de la cultura griega, con su extraordinario apego hacia la búsqueda de valores supremos como la verdad, la belleza y el bien, todo ello plasmado en el germen de una sociedad democrática en un mundo por entonces lleno de tiranos de todo tipo; se haría también caso omiso de la cultura latina y su gran tradición, que llega hasta nuestros días, con el derecho romano; se estaría pasando por alto todo lo que, en cuanto a libertad de pensamiento, nos legaron los grandes pensadores del Renacimiento y de la Ilustración, la mayoría de las veces en contra de algunos de los principios más caros para esa tradición judeo-cristiana, considerada como el non plus ultra en materia de convivencia social.
Tampoco es justo ni conveniente dejar de ver dentro de nuestra “identidad” el papel importante –y aún vivo- que han desempeñado nuestros pueblos indígenas, así como la población negra proveniente de islas caribeñas, lo mismo que los inmigrantes de otras etnias.
En suma, tan irracional sería desconocer la importancia (ojo) relativa de la tradición judeo-cristiana dentro de lo nacional, como descartar todas las otras influencias que podríamos incluir en un largo etcétera.
Reducirlo todo a dicha única influencia lleva a sus apologistas a enumerar una larga lista de conquistas entre las que no hay rubor alguno en citar la dignidad humana, la ciencia y la educación, entre otras.
Digámoslo con claridad: la Iglesia Católica (IC), que dominó política y espiritualmente el mundo occidental, casi sin contrapesos, durante larguísimos siglos, nunca se preocupó por la dignidad humana: redujo al ser humano a su condición de perdedor, es decir, de pecador; promovió y dirigió cruzadas, guerras de conquista en Europa y en otros continentes, así como guerras contra otras religiones; aceptó y utilizó la tortura y la pena de muerte como instrumentos de castigo; promovió la exclusión de la mujer de toda actividad que no fuera la doméstica; toleró la servidumbre de las clases bajas y la esclavitud y se alió con las clases dominantes y todo tipo de déspotas para mantener un statu quo mutuamente favorable.
En lo que se refiere a ciencia es osado, y hasta descarado, hacer aparecer a la IC como su favorecedora cuando ha sido tan evidente su constante oposición al desarrollo de esta actividad: en el pasado, mencionemos las quemas de brujas, la muerte en la hoguera de Giordano Bruno, el proceso contra Galileo y el necesario alineamiento posterior de los científicos posteriores con el dogma, so pena de sufrir las iras eclesiásticas, al punto de que, en adelante, raro era el investigador que no se proclamaba creyente si apreciaba su vida y su obra; en el presente, es innecesario reproducir todos los avances científicos a los que se opone sin otra argumentación que sus dogmas obsoletos y sus absurdos esfuerzos por defender una moral desfasada e inhumana.
Por lo que toca a la educación, recordemos al menos que la educación pública es algo que solo comienza en el siglo XIX, justamente cuando algunos políticos y estadistas osan desafiar el monopolio educativo en manos de la IC, interesada únicamente en la educación de las clases dominantes (hoy, sin embargo, mantiene un papel predominante en la educación pública y privada; y en esta última ha construido su propio “imperio”, con lo cual coadyuva a la brecha creciente entre ricos y pobres, pero en todo caso, fiel a su tradición de aliado imprescindible de las clases dominantes).