Hoy más que nunca podemos asegurar que nuestra necesidad de alimentarnos mata a gente por doquier sin importar país de procedencia. Para más de mil millones de personas que no tienen acceso a suficientes alimentos, esta realidad tiene la cara del hambre y la sed; para el resto, significa lo que el diario español El País ha llamado “una incertidumbre como la de la peste negra”. Esta incertidumbre es causada por el claro peligro para la salud humana que presenta la cadena alimenticia industrializada de la cual dependemos la mayoría de personas que sí comemos.
Esta cadena alimenticia, o más bien cadena de fábrica, venta y distribución de productos comestibles, cultivados, procesados y preservados artificialmente, es responsable de las ya reconocidas epidemias de enfermedades coronarias, diabetes y otros síndromes metabólicos asociados al bombardeo diario de grasas, sales, azúcares y harinas. Como si eso no fuera suficiente, también es responsable de salarios y condiciones laborales que no permiten una vida digna; mal trato y hacinamiento de animales y personas; destrucción de bosques, suelos y ríos; contaminación de fuentes de agua; y una diversidad de enfermedades derivadas de la ingesta de productos químicos usados como fertilizantes, pesticidas, herbicidas y preservantes.Las grandes compañías dedicadas a los agronegocios controlan esta cadena industrializada en todas sus etapas, mediante prácticas monopolísticas amparadas por leyes de patentes que les privilegian y por el credo del libre mercado global que les permite ampliar sus tentáculos. Así su influencia les permite regular la venta y distribución, es decir los precios, de fertilizantes, biocidas, semillas, piensos, granos y toda clase de productos alimenticios procesados alrededor del mundo. Pero estas compañías no trabajan solas. Su poder depende de la colaboración de gobiernos alrededor del mundo, que promueven voluntariosamente políticas que desincentivan la producción de alimentos (frijoles, arroz, maíz, trigo) para mercados locales y nacionales, a cambio de la producción de postres y ornamentos para el consumo en mercados del primer mundo (bananos, piña, melón, fresas, café, azúcar, flores). En Costa Rica, por ejemplo, el gobierno actual intenta darle el golpe de gracia al Consejo Nacional de Producción, mientras promueve tratados de libre comercio para sostener la importación de granos básicos del exterior; de igual manera, no son pocos los que ven con buenos ojos que Cargill, el monstruo global de los agronegocios, invierta en Costa Rica y compre la Corporación Pipasa, pionera en la industrialización de la producción de pollos en nuestro país.
Esta mal llamada revolución verde, que ha transformando la forma de vida de billones de personas alrededor del mundo, ha convertido los alimentos en mercancías sujetas a las mismas leyes del mercado que regulan la venta de televisores y motocicletas. De igual manera, ha transformado la tierra, el agua y los seres vivos (cerdos, pollos, vacas, peces) en piezas inertes de un engranaje dedicado a la fabricación de “productos alimenticios” y a la acumulación de dinero. No obstante, la naturaleza no ha dejado pasar estos abusos inadvertidamente.
Así, la naturaleza nos muestra ahora en Europa la cara más macabra del “progreso” agroindustrial: originalmente en Alemania y ya en otros 12 países europeos, una mutación con contenido genético de dos cepas de la bacteria E.coli enterohemorrágico contaminó a miles, y hubo serias dificultades para que los científicos pudieran determinar la fuente de la contaminación.
La E.coli es una bacteria de transmisión fecal-oral y habita en los estómagos de muchos animales, incluidos los humanos. Sin embargo, en el caso de las vacas y otros herbívoros, el ecosistema gastrointestinal se vuelve particularmente apto para la multiplicación (y eventual mutación) de esta bacteria cuando su pH se ve alterado por una dieta alta en granos, en vez de una dieta de gramíneas, como naturalmente procede. Tal es el caso de la dieta de la gran mayoría del ganado vacuno en Estados Unidos y Europa, que pasa sus días ya no en pintorescos pastos verdes sino hacinado en establos, rumiando piensos derivados de granos y reposando sobre sus propias heces. Esto, aunado al uso irresponsable de hormonas de crecimiento y antibióticos, se convierte en la combinación perfecta para disparar la tragedia. Y todo esto con el fin de optimizar el proceso de engorde del ganado, concebido ahora como una fábrica de carne y no como un ser vivo.
Esta mala “costumbre” ha tenido como preámbulo el episodio de las “vacas locas”, causado por el canibalismo inducido por los productores de ganado en Inglaterra; y el caso de la gripe porcina (AH1N1), que con casi total seguridad se originó en alguna granja porcina de alta densidad en México (con un promedio de más de 1000 cerdos por granja).
Vale la pena recordar que en Estados Unidos se documentaron 8.500 casos de infección y 40 muertes con E.coli O157:H7 entre 1982 y 2002 (mayoritariamente por ingestión de vegetales contaminados prelavados y empacados y en carne molida procesada en mataderos gigantescos); de igual manera el Centro para el Control de Enfermedades (CDC) de ese país, estima que al año ocurren 1800 casos de muertes relacionadas con contaminación de alimentos, de los cuales el 70% son causados por bacterias como la Salmonella (556 casos) o diversas cepas de E.coli (alrededor de 78 muertes al año).
Lo particular entonces no es la contaminación con E.coli, que ya es un mal común e inherente a nuestra cadena alimenticia, sino más bien la elevada toxicidad de la cepa de marras, probablemente relacionada con su capacidad de mantenerse en el tracto digestivo y de causar el muy serio síndrome urémico hemolítico, que este año ya había matado 20 personas en Europa al 4 de junio.
No es exagerado entonces afirmar que con la desaparición de la agricultura que respetaba los seres vivos y los ciclos agroecológicos; la aparición del comercio global de mercancías comestibles; y la competencia por bajos precios y malos salarios, no solo hemos eliminado a los agricultores de nuestros campos, sino también hemos llevado a Frankestein a la mesa.