Fronteras identitarias y cierres simbólicos

El filósofo tiene la tarea de pensar sobre todo en su momento. Criatura de la noche, recorre el mundo rozando las sombras que restan

El filósofo tiene la tarea de pensar sobre todo en su momento. Criatura de la noche, recorre el mundo rozando las sombras que restan de los que han perdido el significado de su vida, percibiendo, en la aurora, el contorno transparente de aquellos que se esfuerzan por resignificarse como personas. El espíritu inquieto proclama entonces que el ocaso de una época da paso al amanecer de otra nueva. La filosofía actual es discurso de la transición entre épocas.

Estamos, sin embargo, en un tipo diferente de amanecer, no el de la acostumbrada rutina que agota toda esperanza, sino el de un contexto diferente de relaciones humanas, tanto alternativas como reivindicadoras. Las conciencias despiertan inconformes… los indignados forjan formas diversas de salida a las centralizaciones en el ser, existir, valorar y pensar que en el capitalismo neoliberal han reducido estructuralmente las posibilidades de filiación humana a formas virtuales y ficticias.

El capitalismo neoliberal dio paso a una sociedad de rivalidades, competidores egoístas que recurren a la vigilancia, la despreocupación y el desprecio como formas de afirmación de sí mismos. Esta es la única sociedad en la historia donde la conducta impersonalidad es estructural. El alma bella se ve aquí condenada a formas de comunicación virtual: de voz sin rostro, de palabra sin voz, presencia bidimensional… ese tipo de filiaciones que es predilecto de alguien incapaz de ser con el otro un nosotros. Una sociedad estructuralmente impersonal es superestructuralmente excluyente.

Por ello, la asociación de significados que constituye cualquier identidad solo puede comportarse como la lógica de conjuntos, y construir “hacia afuera” fronteras identitarias que “desde afuera” constituyen cierres simbólicos, ya estéticos, éticos y culturales particulares a una forma de existir diferenciable.

Estos cierres dan lugar y se sustentan en enunciaciones institucionalizadoras, juridizadas o no, ya de carácter comunitario, colectivo, o bien sociopolítico, como las que aparecen en el seno de las relaciones complejas entre la sociedad política y la sociedad civil, dando lugar todas ellas a prácticas represivas que se manifiestan en exclusiones, distorsiones y diferenciaciones simbólicas de actos, actitudes, valoraciones e interpretaciones de la realidad histórica. Lo superestructural se transforma en estructural, y este, a su vez, da lugar a contenidos superestructurales.

Las identidades poseen entonces lugares de enunciación epistemológica o  modos de pensar desde los cuales la percepción del otro se simplifica, limitando las posibilidades de reconocimiento igualitario a formas de diferenciación excluyente que operacionalizan los cierres simbólicos y les asignan sedes espacio-temporal propias donde la forma de hablar, actuar, vestir, resulta pertinente y agradable. Inevitablemente, en el capitalismo, las identidades crean exclusiones, de un modo tan cerrado que incluso el excluido excluye.

Por otra parte, al visibilizarse en formas de existir, actuar, hablar diferenciables, las identidades constituidas  posibilitan la ejecución de relaciones de poder horizontales y verticales, distorsionadoras y reductivas del otro al anonimato; el sujeto cae entonces en  una despreocupación impersonal por la  vulgar subsistencia de aquel que no reconoce.

La dificultad de reconocer al otro, en las condiciones de centralización del capitalismo, radica estructuralmente en aquella condición superestructural (lógica de conjuntos) que sustenta la vivencia cotidiana solo dentro de  fronteras de significado identitario. El  ser humano es encerrado así en formas de ser y existir integralmente deficitarias, pues imposibilitan la integración del excluido a la cotidianidad, a no ser que se incluya así mismo a través de resistencia y autovilibización impositiva.

Las  posibilidades del reconocimiento y filiación se han sacado hacia ámbitos externos a nuestra cotidianidad acostumbrada, pues dentro de ella solo se sustentan distanciamientos seguros y roces impersonales, un tipo de relación con el  otro que no perdura en nuestra alma más de lo que perdura una imagen fugaz en nuestra memoria; así, no se elimina la “amenaza” del otro, sino tan sólo  se la disminuye.

El capitalismo neoliberal es integralmente deficitario de condiciones de dignificación del excluido, de ese otro que somos nosotros. La dignificación humana se gesta a sí misma en la conformación de ese otro mundo mejor posible que se vislumbra en el amanecer: un mundo postneoliberal.

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