La mañana del 11 de setiembre de 1973, el cantautor Víctor Jara acudió al llamado del Partido Comunista para defender el campus de la Universidad de Chile en Santiago. Como Víctor, salieron miles de trabajadores, mujeres y jóvenes desarmados o con armas livianas, a poner el pecho frente a la bestia fascista. Víctor fue torturado espantosamente, y al negarse a delatar a sus camaradas, fue ejecutado, en algún oscuro rincón del Estadio de Chile, que se usó como campo de concentración, tortura y muerte.
El proyecto del Partido Comunista chileno, expresado en la formulación de Luis Corvalán: “la vía pacífica al socialismo”, fue hecho añicos por la barbarie fascista.Producido el golpe, tampoco pudo resistir mucho la organización guevarista, por su débil implantación en la clase obrera y sus métodos ultraizquierdistas. Me refiero al Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), que criticaba con razón la confianza de Allende y el gobierno de la UP en las instituciones y el ejército burgués. Ante la consigna de la UP inmortalizada por Quilapayún: “el pueblo unido jamás será vencido”, la izquierda más radical postulaba otra consigna: “el pueblo armado, jamás será aplastado”
Mi madre y mi padre, militantes comunistas costarricenses a la sazón, nos llevaron a vivir a Santiago, donde permanecimos de 1970 a 1973.
Uno de mis recuerdos más vívidos de infancia es la escena de una tarde de paseo, en la que, repentinamente, los carabineros armados de imponentes guanacos (chilenismo que refiere a un vehículo blindado policial que dispara chorros de agua a alta presión), dispersaron violentamente una manifestación. Mi madre Rosalila, con el vientre rebosante en el que florecía mi hermana menor: Margarita, y mi padre Óscar, nos tomaron fuertemente de las manos a Gabriel (5 años), a Óscar (3 años) y a mí (7 años), para huir de los gases lacrimógenos y los chorros de agua que lanzaban al pavimento a la gente. Aún me veo, con la familia nuclear entera, corriendo a todo pulmón por callejuelas desconocidas.
También recuerdo el primer “tankazo” (el ensayo del golpe), y el miedo en los ojos de mis compañeras y compañeros de escuela, al ver a los milicos registrando con bayonetas los micros escolares en que viajábamos hacia nuestras casas, con un Santiago en alarma constante.
Pero lo que recuerdo con más fuerza, es la primera vez que, con mis ojos de niño, vi a mi padre llorar. Era una noche cualquiera en la casa de Ñuñoa, en la calle Augustín Vigorena. En la pantalla de TV blanco y negro de la sala, Allende daba uno de sus últimos discursos, desde luego, meses antes de asumir personal y heroicamente la defensa del Palacio de La Moneda, atacado con furia por tierra y por aire, con bombas y metralla a granel.
Allende, hasta dónde puedo recordar, suplicaba al Ejército y a la oligarquía conspiradora respeto a la Constitución. Se respiraba un ambiente de derrota inminente. La crónica de una muerte anunciada. Y entonces, un poco avergonzado ante mi mirada inquisitiva, pude ver correr lagrimones en las mejillas aceitunadas de mi padre. Luego, yo mismo entiendo −y lloró aún− por las mismas razones y sinrazones.
Estos eran los últimos momentos de la Unidad Popular, aproximándose su trágico desenlace.
Por último, agrego que, pese a mi precoz niñez, mi vida ha estado marcada por la tragedia chilena. Pero no para lamentarse como letanía, sino para preparar la revancha de los pueblos y la clase trabajadora, ante un capitalismo cada vez más degradado y degradante. Chile y América Latina, tarde o temprano, reivindicarán a Víctor Jara, y tantas y tantos héroes anónimos del bravío pueblo de Caupolicán, Angelita Huenuman y O’ Higgins.
El terror y la muerte no han podido doblegarnos. Estoy seguro.