En lugar de reducirse a un mero espectáculo mediático y publicitario, la reciente muerte del papa Juan Pablo II tras 26 años de pontificado debería de convertirse en una oportunidad para discutir la imperiosa necesidad de renovación de la Iglesia Católica, institución que aún conserva un enorme poder simbólico en la conciencia de millones de personas en el mundo entero, pero especialmente en América Latina.
El pontificado de Karol Wojtyla significó un enorme retroceso en la ya de por sí conservadora Iglesia Católica. La elección de un papa polaco y anticomunista en plena Guerra Fría no había sido casual y, como era de esperar, desde sus inicios Wojtyla convirtió su pontificado en una especie de «cruzada contra el comunismo» que lo llevó al establecimiento de una alianza estratégica con la administración Reagan y su lucha contra el «Imperio del Mal», que condujo, por ejemplo, a la secreta colaboración del Vaticano con la CIA para desestabilizar al gobierno polaco prosoviético. En América Latina, esta alianza significó en muchos casos el encubrimiento de la complicidad de la jerarquía eclesiástica con las torturas y desapariciones llevadas a cabo por las dictaduras de Seguridad Nacional en Argentina y Chile, para citar sólo dos casos, y la enconada persecución de la llamada Teología de la Liberación, persecución que continuó aún después del derrumbe de la Unión Soviética y los regímenes socialistas de Europa del Este.
El abierto anticomunismo de Wojtyla lo condujo además a un acercamiento cada vez mayor a los grupos más retrógrados y conservadores dentro de la propia Iglesia, tales como el Opus Dei, oscura organización fundada por un cura español estrechamente ligado a la dictadura de Franco, grupos que presionaban por eliminar muchas de las tibias reformas alcanzadas en el Concilio Vaticano II.
Además, durante el pontificado de Juan Pablo II, la posición de la Iglesia Católica frente a temas tales como el divorcio, el aborto, la eutanasia, la homosexualidad o el celibato alcanzaron niveles propios del peor oscurantismo medieval. La desafortunada condena que hizo el papa del uso del preservativo para prevenir el contagio del SIDA en África casi debería de considerarse como un acto criminal. Esto sin mencionar que la participación de las mujeres en la toma de decisiones dentro de la Iglesia continúa siendo prácticamente nula por lo que, en pleno siglo XXI, la más grande institución religiosa del mundo continúa siendo una organización misógina y patriarcal.
La elección del nuevo papa es una oportunidad que tienen los que dirigen esta institución de adaptarla a los nuevos tiempos. Si, como es probable, los jerarcas de la Iglesia optan por el continuismo y el inmovilismo, sólo empeorarán la crisis de una religión ya por sí muy desprestigiada. Si por el contrario, optaran por una profunda renovación, tal vez podríamos ver a una Iglesia menos preocupada por controlar y satanizar la vida sexual de los jóvenes y más dedicada a predicar el amor y a denunciar las causas de la miseria en las que viven dos tercios de la población mundial. Tal vez entonces, por primera vez en su historia, la Iglesia se humanizaría. Tal vez entonces incluso contribuiría a construir un mundo diferente, en el que los peores pecados que podrían existir serían el odio, la pobreza, la injusticia y la desigualdad.