Una mujer globalizada

«Yo, cuando ya son como las diez y tengo la vista muy cansada, me pongo a ver tele y sigo cosiendo». Mientras habla, cose

«Yo, cuando ya son como las diez y tengo la vista muy cansada, me pongo a ver tele y sigo cosiendo». Mientras habla, cose los zapatos y calienta el agua para el café: los ojos en la aguja, en la cocina, en mi cara, las palabras en su boca y en mi oído. Glenda vive en Paraíso de Cartago, trabaja, al igual que cada vez más mujeres, como maquiladora a domicilio para una empresa que produce zapatos. No tiene seguro, vacaciones ni aguinaldo, puede ser despedida sin derechos, cuando la empresa se declare en quiebra, y está obligada a trabajar todas las horas que le exigen. Y ¿el salario? Gana a destajo, según las horas que trabaje y logre producir en ellas: «lo más que yo me he ganado poniéndole mucho, trabajando mucho, son 3000 colones en una semana». Dice que trabaja, por lo general, 10 horas al día, pero olvida la noche, en la que, entre novelas, tareas escolares y cena, logra ajustar su ingreso.

El dinero no le alcanza, tampoco el afecto: su pareja espera que, además de maquilar, atender la casa, los niños, y atenderlo a él, ella sea como él quiere que sea: le prohíbe estudiar, salir sin permiso, tener ciertas amigas, ponerse algunas ropas y maquillarse.

Entre patrones y maridos el alma se le enferma, y se le sale, así enferma, por el cuerpo. Si se enferma no trabaja; de manera que lleva su cuerpo al médico, para poder continuar reproduciéndolo, para poder continuar trabajando. Los medicamentos le alivian el dolor y le disfrazan, solo por un rato, la rabia y la frustración. Así que lleva su alma al cura quien, de sus deseos y enojos, hace un pecado, y la manda a aguantaresa cruz tan masculina hecha para espaldas femeninas.

Desde esa perspectiva, Glenda no es una persona, es un bien más en este mundomercado donde todo se puede comprar, vender o matar. Donde oprimir es rentable, pues la opresión es el mecanismo básico que activa las ganancias. Por lo tanto, con Glenda lucran muchas personas: los empresarios dueños de la maquila, su marido que no duda en usufructuar de su cuerpo doblegado, los médicos y las compañías farmacéuticas que le venden tranquilizantes, los curas que le ofrecen el triste puesto de mártir, y el intangible consuelo de la gloria eterna.

Y, como esta es una globalización de la especulación, Glenda es ganancia hasta para quien no quiere que la opriman. Entonces, entra al circo de quienes, sin escrúpulos, hacen su negocio del mal ajeno y cobran por liberar. Ella se pasa de proyecto en proyecto, en los cuales la «incorporación de la mujer» o de «una perspectiva de género» se vuelve un gancho para lograr financiamiento. Está en la boca de quien, de viaje en viaje, de conferencia en conferencia, y desde su expertís, jura y rejura que sabe lo que Glenda necesita. Pero sin preguntarse nunca acerca del poder que sobre ella tienen el empresario, el cura, el marido, el médico, la experta y el experto. No importa, con unos cursos de autoestima, de producción de algún bien o servicio que pueda vender desde una microempresa que fracasará antes de nacer, es suficiente.

Vidas como la de Glenda no dicen nada al Banco Mundial y al Fondo Monetario Internacional. Desde ahí, continúan recetándole  coser y fregarse el alma para ser alguien (que cose y se friega el alma.


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