¿Hacia dónde va la danza?

Un actor se masturba sobre la escena. En otro momento, orina y dirige el miembro hacia el público. Al menos, cuatro mujeres fueron salpicadas.

Un actor se masturba sobre la escena. En otro momento, orina y dirige el miembro hacia el público. Al menos, cuatro mujeres fueron salpicadas. Especificar el sexo entre los espectadores sentados en la primera fila que fueron «alcanzados», no deja de tener importancia. Acentúa el «ultraje al público», como expresó un gran periódico francés. En otros medios, sin embargo, los adjetivos «ultrajante», «blasfematorio» y «degradante»-valiente título de la crítica de René Sirvin en Le Figaro-no  fueron utilizados para describir esta obra… danzaria. Sólo bastó: «provocador». ¿Cuestión partidista? Sin duda.

Porque hay que tomar partido. En pro o en contra de tales » obras danzarias». La neutralidad, en nombre del «arte provocador»-tan viejo, por otra parte, desde los veinte del pasado siglo, con Dadá y compañía–, no es admisible.

La obra masturbatoria-urinaria que motivó ese rechazo en una parte de la prensa escrita  francesa, durante el pasado mes de diciembre luego de su estreno el 24 de noviembre en el Théâtre de la Ville en París, fue «The Crying Body», «El cuerpo que grita», del coreógrafo belga Jan Fabre. Quién sabe si los defensores de estas prácticas no invocan que justo la intención de Fabre fue explicitar físicamente en escena «los gritos del cuerpo». O que las obsesiones escatológicas del coreógrafo son conocidas. Otros han invocado la «libertad de la creación», o han hecho el «elogio del acto transgresor».

¡Loado sea el artista, para no decir bendito! De acuerdo, pero: ¿cuántos entre los espectadores disfrutan realmente recibir gotas de esperma y orina de un ser desconocido, en una función pública y representativa, en más de una acepción, como es el asistir al teatro?

 

Si, en nombre del tan de moda «derecho a la diferencia» la respuesta sería «algunos»–¿cuántos entre los 1000 que asisten a una sala?–, ello no significa que impongan su tiranía sobre el resto. Del mismo modo que no se puede continuar aceptando la de facto tiranía de «performers» como Fabre y semejantes en la escena contemporánea. Que una cosa es la libertad individual-o, llamémosle en este caso, privacidad, o que cada cual satisfaga sus inclinaciones escatológicas, en el caso que existan, como mejor lo sienta-y otra el sentido que no por gusto se llama común.

Sobre todo si la escenificación de estas «performances» es pagada por el estado, por medio de los impuestos de los contribuyentes, esos que en su inmensa mayoría-ay, los pobrecillos, no son sofisticados, no comprenden el «arte contemporáneo»-son tan…normales.

La presencia del ministro de cultura francés, Renaud Donnedieu de Vabres, en la primera función de «The Crying Body», no pasó inadvertida para los periodistas y críticos que atacaron la obra. El ministro asistió porque Jan Fabre ha sido asociado-es decir, recibe fondos-al prestigioso Festival de Avignon de 2005. El señor Donnedieu de Vabres se abstuvo de aplaudir la obra.

Por supuesto, el problema no radica en el honorable señor ministro, ya digno en su abstención de no aplaudir, pues probablemente el primer sorprendido con las muestras eyaculatorias fue él. El problema radica en que la inmensa mayoría de los espectadores no abandonaran la sala a partir de la primera muestra de fluido corporal. ¿Disfrutaban realmente? Quizá su pasividad conciliatoria exprese esa tiranía: «hay que entender el arte contemporáneo…»

En su snobismo, tales espectadores no son los principales culpables-más bien, las víctimas, humilladas-sino  los promotores, funcionarios culturales, periodistas y cierta parte de la crítica que ha venido santificando a un arte escénico que para ellos es el único aceptable en tanto que «novedoso»; es decir, sólo lo que es «nuevo» es «bueno». Aun si «The Crying Body» no constituye nada nuevo.

Porque estos vanguardistas trasnochados conocen bien ciertas lecciones del post-modernismo, y sobre todo, la historia del arte del siglo XX: de lo que se trata no es tanto de una opción estética sino ideológica, de manera que han erigido al arte transgresor en dogma único, embaucando muchas veces al público timorato que no osa rebelarse por aquello de que es mejor «parecer que…no ser moderno», y a ingenuos funcionarios.

Hasta que una «coreografía» como «The Crying Body» acaso ha ido demasiado lejos. Pero no es ni ha sido la única en este camino, naturalmente.

Camino en el que la transgresión no tiene que ser necesariamente obscena y pervertida, sino que se manifiesta en la ridiculización del espectador por otros medios, como el no danzar cuando se ha asistido a ver danza. Estas «boutades» son también viejas en al menos 80 años. Incluso, las ha habido más radicales conceptualmente, como recordaba en The New York Times, Anna Kisselgoff: en los años 60, el coreógrafo le enviaba un telegrama al crítico comunicándole acerca del evento, el acuse de recibo del telegrama constituía la función de danza.

Reza un lugar común: «El primero que comparó a una mujer con una rosa, fue un genio; el segundo, un imbécil». Sólo que los que hoy son «segundos», no son precisamente ni imbéciles ni ignorantes, sino que toman al público como tal. Éste, ya es hora, tiene que ser defendido.

A escasos días de haber subido a escena «The Crying Body», en el mismo Théâtre de la Ville se presentó «No paraderan», osea, «Ellos no van a desfilar». «Ellos» son los bailarines, los artistas. El «coreógrafo», Marco Berretini, fue fiel a su amenaza. Según la crítica del cotidiano Le Monde: «Durante casi dos horas, se avanza al borde del vacío, de la crisis de nervios, del chiste malo, como si el coreógrafo no hubiese conservado de la pieza sino las escenas malogradas, los gags de feria, en breve, aquello que no se muestra (…) Berretini trabaja sobre la frustración, jugando con el deseo del espectador de ver, al fin, un verdadero espectáculo, sin que jamás esto se concretice. Al contrario, no se ve aparecer delante de la cortina del escenario, definitivamente cerrada, sino a quienes elogian los méritos de un cantante donde su grandeza pasada es igual a su ausencia presente. Ya no hay más artistas: sólo animadores que saben levantar la pierna y el codo al mismo tiempo».

¿DISOLUCIÓN DE LA DANZA?

Estos dos ejemplos son extremos. Hay muchos otros que no producen tal conmoción, sino que se deslizan en una mediocridad justo por ello más peligrosa, porque no han llamado la atención, ni siquiera la de críticos avisados, a veces complacientes por temor a no parecer reaccionarios, o que sólo aprueban lo «clásico», o sea, el ballet y la coreografía neoclásica, como si aquí también no se produjeran con frecuencia formidables entuertos. Sólo que estos últimos a veces son lo que denominaría «entuertos-de-lenguaje», pues para bien o para mal, existe un lenguaje, el clásico, el del ballet.

La danza contemporánea, desde que comenzó como «moderna» allá por los tiempos de esa «rebelde con un toque de genio», Isadora Duncan, siempre se ha definido por oponerse al lenguaje clásico acaso no tanto por ser clásico sino por ser lenguaje. (Con dos grandes y muy encomiables excepciones, Graham y Cunningham) Se ha basado en estilos carismáticos personales que muchas veces mueren con sus creadores, o no ha logrado constituir un medio lingüístico capaz luego de sobrevivir, a su vez, a la falta de talento de quienes suelen utilizar los hallazgos formales de los genios. De ahí que las coreografías fallidas lo sean más en la danza que en el ballet.

En otras palabras, en el último siempre podrá rescatarse un paso, o una combinación de éstos, o la manera en que el intérprete brilla ejecutándolos, que el ballet es un «arte interpretativo». Esto explica el que Balanchine insistiera tanto en la neutralidad interpretativa del bailarín, con tal de afirmar la función del coreógrafo.

Por el contrario, la buena, la no tan buena y la regular danza se salvan donde el ballet regular y malo pueden perderse por completo: en la expresión de una contemporaneidad, cierto es, extra-dancística, por cuanto es literaria o hasta filosófica, para tormento de muchos lectores de notas al programa. Efímero gesto, por otra parte, pero, ¿no es la danza el arte efímero por excelencia?

La danza-y  el ballet que la siga-podría disolverse si continúa, narcisista y paradójicamente, contemplándose en el espejo de sus propios orígenes como género teatral, diferenciado, en la historia del arte de Occidente.

Recordemos que allá en el inicio renacentista, estaban naciendo géneros como la pintura, la escultura, la arquitectura-que en la Edad Media se había tratado de artesanos anónimos-y una amalgama, espectacular, de lo que posteriormente serían: música, ópera, ballet, teatro, más la incorporación a este espectáculo, de un importante soporte visual, proveniente de la eclosión de esos géneros plásticos, más tarde llamados «bellas artes».

El período barroco, y Luis XIV en lo que respecta al ballet (nombre único del género teatral de la danza en Occidente, hasta la aparición de Isadora Duncan), hicieron decantar separadamente a cada uno de estos géneros.

Por alguna razón, que no tiene que apuntar como culpables a Diághilev-haciéndole creer a todos que le gustaba el ballet, cuando era lo que menos le gustaba-o a Pina Bausch-esa exquisita artista–, la danza, sin darse cuenta ella misma, es cada vez más teatro, como género per se, y no como el arte escénico que es; más plástica en su soporte visual, escenografía, luces y vestuario, y no a lo que tiene de plástico en sí misma; más literatura, con todos esos coreógrafos que parecieran ofrecer la Teoría-Definitiva-Salvadora-de-la Humanidad…solamente en las notas al programa que redactan. ¿Cómo decir en danza que «esta mujer es la hermana de mi marido, mi cuñada»?, ironizaba Balanchine.

En estos espectáculos actuales donde se dan la mano tan fraternalmente el teatro, la plástica, la literatura y la danza, la última puede ser, a largo plazo, la más perjudicada por ser la más débil.

La inseguridad de los coreógrafos en la identidad específica de la danza ayuda a que se manifieste ese tipo de decadencia, presente en «The Crying Body» y «No paraderan».

Pero, gracias a Terpsícore, esta decadencia está promisoriamente matizada. En los Estados Unidos de América, «muchos coreógrafos son todavía expertos en efectuar el matrimonio de la música y el movimiento», dice Anna Kisselgoff. Y lo mismo en América como en Europa, una vía novedosa, o la «salvación», apunta a aquellos creadores que poseen dos culturas al mismo tiempo: una, no-occidental, proveniente de sus padres o abuelos y la otra, occidental, del lugar donde se han educado.

Son los casos, por ejemplo, del japonés Saburo Teshigawara, que no es hijo o nieto de inmigrantes asentados en un país occidental, sino uno como tantos entre sus compatriotas, siempre hambriento por aprender de los otros. El resultado: la idea de que el tiempo no existe sino a través del movimiento, fundación de la danza occidental, sin duda, pero que Teshigawara presenta de una manera más profunda y clara, al despojarla de cualquier virtuosismo, tan caro a nosotros.

Del inglés de origen bengalí, Akram Khan, cuyo «kathak»-danza tradicional del norte de la India, con la que el flamenco de los gitanos españoles tiene varias similitudes-presentado según la usanza teatral contemporánea, es en sí mismo un mundo entre dos mundos.

O de Shen Wei,  coreógrafo nacido en China que trabaja en Nueva York, quien se apropia de Stravinsky y otros compositores occidentales de una forma fresca e innovativa. Wei ha obtenido el Premio al Mejor coreógrafo emergente en el Forum de la Danza de Mónaco de 2004.

O de Sidi Larbi Cherkaoui, belga de origen marroquí, ganador de ese mismo Premio en 2002. También Cherkaoui acusa un «perfecto matrimonio Oriente-Occidente», evidente en la creación «In memoriam», comisionada por los Ballets de Montecarlo, el anfitrión del Forum. 25 minutos de la obra fueron ofrecidas en «avant-première» en la gala de clausura del evento, el pasado 18 de diciembre.

VISIÓN DE FUTURO

El Forum de la Danza de Mónaco-país, como se sabe, de 1,95 kilómetros cuadrados; Montecarlo es uno de sus cuatro barrios-tiene un carácter bienal. El primero fue en 2000. Contempla tres ejes fundamentales: la presentación de compañías y bailarines de todas las latitudes-entre las de este año, la del norteamericano Ronald K. Brown, quien hace con las danzas africanas lo que sus colegas europeos con sus herencias respectivas–; el ser la vitrina mundial de la danza numérica; y el otorgar los Premios Nijinsky en diversas categorías. Y se propicia el encuentro con directores de trouppes y demás profesionales, de muchos jóvenes bailarines que, gracias a la cita, obtienen contratos o audiciones.

Es un gran festival internacional de la danza en un más que minúsculo país.

Además del ya mencionado premio a Shen Wei, los restantes premios Nijinsky de esta edición fueron: Nicolas Le Riche, de la Ópera de París, el Mejor bailarín; la rumana Alina Cojocaru, del Royal Ballet de Londres, la Mejor bailarina; «Decreation», de William Forsythe, en 2003 para el Ballet de Frankfurt, el Mejor espectáculo coreográfico; y Pina Bausch, Premio al conjunto de la obra.

El aspecto dedicado a la danza numérica, esto es, la realizada tecnológicamente, o multimedia, donde el video proporciona acceso a una realidad que sin él sería impensable, es esencial por cuanto el Forum monegasco estimula que muchos fabricantes se desplacen al «Rocher» de los Grimaldi para encontrar a los artistas, y de la otra parte, que el resto del mundo de la danza pueda ver las más recientes propuestas de los coreógrafos numéricos.

Esta danza no es virtual, sino que coloca en una nueva perspectiva los valores del movimiento respecto a cómo se han recibido tradicionalmente.

Visión del futuro a agradecerle al Forum. Nótese que esta interacción entre lo vivo y la informática es lo absolutamente nuevo. Porque esa confusión espectacular a la que nos referíamos, en la que una no despreciable parte de la danza contemporánea se halla, donde las fronteras entre teatro, plástica, danza y literatura son duramente delimitadas, nos está devolviendo a los orígenes del género en la historia cultural de Occidente, sin contar, por supuesto, la lógica evolución de cada uno de tales lenguajes artísticos. Pero el único que hace 400 años no existía es el numérico. Cuestión de pertenencia original, pues tampoco es casual que quienes están renovando la danza del Oeste son esos coreógrafos biculturales del Oriente.

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