Si el descomunal Walt Withman hubiera sido granadino, de la Granada nicaragüense, se habría llamado Ernesto Cardenal. Pocos poetas como este sacerdote de la liberación y en tiempos ministro y convencido sandinista han puesto en verso las peripecias del hombre y sus circunstancias en las últimas décadas.
Cardenal ha sido galardonado con el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, una de las más altas distinciones de las letras hispánicas. Además, con este fallo, el jurado ha roto una tradición no oficial pero tácita, según la cual el premio va cada año a una orilla distinta del Atlántico. El galardón está dotado con 42.100 euros y reconoce «el conjunto de la obra poética de un autor vivo».
El jurado que ha fallado el premio, que se ha dado a conocer en el Palacio Real, estuvo formado, entre otros, por José Manuel Blecua, Antonio Lobo Antunes, Soledad Puértolas, José Manuel Caballero Bonald, Luis Antonio de Villena, Jaime Siles y Luis Alberto de Cuenca.
En la pasada edición la triunfadora fue la cubana Fina García Marruz, por lo que en principio debería «tocar» un poeta español. Pero no ha sido así.
Sin embargo, solo cabe felicitarse ante esta distinción obtenida por el poeta nicaragüense, que durante casi seis décadas nunca ha dejado de sorprender al planeta literario con su poesía siempre arriesgada, sobrecogedoramente humana, atenta a los problemas sociales, a los pobres, a los desposeídos, a los desarraigados. Poeta a pie de calle, a pie de obra. Poeta siempre de guardia.
Pero poesía con gran altura de miras filosófica, que sitúa al hombre en el centro de su discurso pero que no deja de mirar a las estrellas, a los planetas, a las fuerzas de la Naturaleza, como recogió en ese nerudiano y whitmaniano libro que fue Canto Cósmico una de las obras trascendentales de la poesía hispánica contemporánea, en la línea del Canto General del Nobel chileno y el Canto a mí mismo del autor de Hojas de hierba.
Hombre capaz de escribir poemas a bordo un avión, de retirarse a un monasterio norteamericano para resarcirse de algunas derrotas políticas, de crear una comunidad católica ascética y de estrictísimas y austeras normas de convivencia como la que levantó en la isla de Solentiname, en el lago de Lago Cocibolca, episodio que luego plasmaría en el hermosísimo libro El Evangelio de Solentiname, nadie puede olvidar la reprimenda que le infligió el Papa Juan Pablo II en el aeropuerto de Managua, ni nadie puede olvidar tampoco que fue de los primeros prohombres de la cúpula sandinista en discrepar con los hermanos Ortega, y abandonar finalmente el partido. Experiencia ideológicamente traumática que reflejó en uno de sus libros de memorias, La revolución perdida.
Ernesto Cardenal, amurallado tras sus barbas y sus canas whitmanianas, cubierto por su boina a lo Che Guevara, granadino de la Granada nicaragüense, bien podría ser homenajeado con aquellos versos de otro poeta por él admirado, Octavio Paz en su memorable Piedra de Sol, porque también como el mexicano ha sabido con sus palabras poner los signos en rotación, los signos del hombre y los signos del Universo. «Amar es combatir, es abrir puertas, dejar de ser fantasma con un número…».
Tomado de ABC.