En meses siguientes, me informé sobre esa filosofía. Y, bajo mi propio riesgo, hice las siguientes reflexiones:
Se cuenta una anécdota sobre el gran matemático y filósofo inglés Bertand Russell (1872-1970), según la cual él dictó una conferencia pública, describiendo cómo nuestro planeta orbitaba alrededor del sol y este, a su vez, giraba en torno al centro de una galaxia formada por muchos soles. Al concluir su exposición, una anciana le increpó diciendo: “Lo que usted nos ha dicho es basura. El mundo realmente es un plato sostenido en la espalda de una gigantesca tortuga”.
Esa teoría cosmológica de la tortuga no ha prosperado en física moderna. Pero una variante de ella sí ha arraigado en la cultura rastafari, con la noción “I an I”, que tiene gran semejanza con la idea seminal de José Ortega y Gasset respecto a que “Yo soy yo y mis circunstancias”. Según ellos, los seres humanos somos como tortugas: cada uno lleva su mundo a cuesta; con el cual es uno, tal como cada tortuga es una con la concha que lleva.
Como destacaba el bio-químico Ilya Prigogine ruso-americano, laureado Nobel de 1977, ese carácter personal del mundo implica una grave responsabilidad ética y moral. Con esta van sentimientos y pensamientos sobre misterios de la vida, la muerte, la infinitud y la eternidad, que evocan a Dios; los cuales no pueden ni deben ser relegados a la práctica íntima o privada de la religión, porque impregnan el universo entero, según todos sus modos de experiencia y conocimiento, incluyendo la ciencia, la técnica y la economía política, como la entendían Carlos Marx y Max Weber.
Según Jean Piaget, las síntesis mentales que llamamos alma y espacio permiten derivar orden del caos, distinguir, relacionar y unir los hechos de la vida. Permiten a cada hombre y mujer percibir la vinculación de su ser con su fluir, su unidad con otros, la naturaleza y con lo desconocido. Nos permiten formar consciencia de dónde estamos y hacia dónde vamos, para decidir, juntos con otros, qué podemos hacer, qué debemos hacer y cómo dar testimonio al respecto.
En medio de todo ello, el tiempo se perfila como nuestro mejor instrumento de liberación. Y, al impedirnos la certeza de ser Dios, me pregunto: ¿Será la envoltura en que Él presentó a sí mismo el regalo de la humanidad?