Cielos rotos sueltos en dolor;
la nubes bajan acariciando el suelo
y sus gotas humedecen mis mejillas,
confundiéndose con los ríos que bajan
desde mis ojos.
La lluvia cae empapándolo todo.
Afuera en la calle hace un frío hiriente
y la vida se resuelve empujándome fuera de ella.
Yo mientras tanto recorro su sendero
ahogado en un sentido gemido de desesperanza.
La vida juega con nuestras esperanzas
y la noche se presta a tomar un descanso;
herido por esas nubes corrosivas lamento mi pasado
y en un instante de locura decido vender mi alma
bajo el humo penetrante del metal que taladra mi cien.
En mi casa, entre tanto, la vida discurre entre el temor
y la decisión de una madre que muere lento.
Yo entre tanto decido esfumar mi vida bajo el tórrido
clima de agonía.
Cielos rotos sueltos en llanto,
las nubes saben que acarician el infierno
yo, entre tanto, poso mis rodillas en el suelo
ahogado por el dolor.
Paulo Coto Murillo
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Leo, Leonor, Leonora
Tenía una semana de no verla. Siempre en el mismo lugar, en una esquina de la Calle 8. ¿Era la misma Leonora la que ahora cruzaba el puente del Río Torres rumbo al Sur? La expresión en sus ojos había cambiado.
Si nos atenemos a los filósofos, su esencia ya no era la misma. Pero el psicólogo dirá que la chica que lleva un manteado color azul, es una subpersonalidad de la otra, de la chica que odia los manteados.
También podemos atenernos a la semiótica. Apuntar que la mujer de mirada subalterna se llama Leonor y no Leonora. ¿Equivale esta pérdida de sentido a la transformación de la materia?
La tía abuela de mi padre también se llamaba Leonor. Dicen que estaba loca y que asomaba sus dientes de loca, sus ojos de loca, sus manos de loca.
Pero a la Leonor de ahora poco le importa. Y a Leonora le parece risible. Solo Leo sospecha que en la balanza de los opuestos Leonora es enteramente un nombre masculino.
Conclusión que a lo sumo significa que Leonor esconde bajo la expresión de sus ojos y el largo manteado azul un inocuo instrumento llamado pene.
Sí, Leonora es trasvesti. Cada día se asoma como la tía abuela mirando de un lado a otro. A veces estaba en el lado contrario como un espejo, en el cruce de la calle 8 y la avenida 7.
La mayoría de las veces se encontraba en el oeste justo al lado de la Bella Mansión, un conocido prostíbulo de la capital.
Un día me sonrió. No me atreví a pronunciar una sola palabra. Tres días después me decidí a hablarle con un comentario estúpido sobre el clima. Ella me preguntó mi nombre, yo le pregunté el suyo.
Siempre cruzábamos algunas frases. Siempre de noche. Ella quedaba en su esquina. Yo tomaba el autobús. Ah sí… también le gustaba Rubén Darío.
El 18 de abril se enojó porque le dije que al parecer la clientela estaba escasa: Leonora se quedó pensando y luego me lanzó un balde de agua fría: «yo no soy ninguna prostituta»…»solo me gusta vestirme así». Y me di cuenta de que aquella persona me simpatizaba.
Las siguientes cinco veces que la vi no me dirigió la palabra. Así que para romper el hielo le llevé un poema de Edgar Allan Poe que tiene uno de sus nombres… No me dijo nada, solo extendió el brazo y me arrebató las copias -me volvió la cara con un gesto que podría envidiar Marlene Dietrich-
Tenía una semana de no verla, ahora, que cruzaba el puente del Río Torres. Leo, Leonor, Leonora, como quiera que se llame. Llevaba en su peluca rubia un adorno con plumas negras, ¿un cuervo o un zanate?… Eso, poco importa.
Angélica Murillo
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La espera, ese agridulce sopor que embota las sienes
I.
Clavada como un alfiler de acupuntura en el preciso punto donde la desesperación se activa y gusta de galopar rauda y torpe por entre los huesos, cartílagos, músculos…
Es un hoy un banco, aséptico azul oscuro, gris y blanco. Luz mortecina y abyecta que masacra hasta las ganas de sobrevivir allí afuera en el mundo. Impersonalidad rampante. Trámites y trámites, fábrica de galletas; uno, una entran. Hacen lo que necesitan y uno, una se largan sin mirar atrás, absortos en las cifras de más o de menos.
II.
Las filas, esa innombrable tortura de la espera, esa risotada áspera que a nadie divierte.
III.
Una vez que se está frente del empleado que pone su mayor ímpetu en ser agradable -artificial pero, orden, orden de la gerencia- y el desamparo de la impotencia se vuelve más presente, son ellos los que guían la barca en este Caronte, los que eventualmente nos dirán podés/puedes/puede -según el gusto o el qué se yo…- irte/irse, no importa si lograste lo que viniste a hacer, no importa si te hizo falta un papelucho miserable, el plastiquito de la cédula, una firma de un atorrante engreído….
Sigue llegando gente con la misma cara de qué se le va a hacer, salvo arrojarse a la espera. Los segundos aquí corren en un desquiciante retroceso lento y parsimonioso. Como si no se tuviera nada mejor que hacer o deshacer en las ruinas del día que aún quedan.
IV.
Una vez que se huye, con los ojos dilatados y la cabeza como una ruleta rusa y se estampe la nariz con afuera, la descompresión entre el tiempo de antes y de ahora causa un estado narcótico de suprema relajación hasta que se mira el reloj y la rabia deja de hacer mutis, gracias al tiempo perdido.
Adrián Solís Rojas